Corría el año (como en las películas)
1997. Era miércoles. Sí, de seguro ¿cómo olvidarlo? Miércoles 27 de marzo. Al
día siguiente daban comienzo las pascuas. Aunque la familia no era del todo
católica, se aprestaban a colmar las fiestas de bien arregladas mesas ataviadas
de ornamentados platos y dulces bebidas. Desde hacía días, la casa parecía
haber estado reviviendo épocas de orgullo y buena fortuna perdidos hacía rato.
La vieja casona, donde Daniel había sido
dado a luz, así como sus cinco hermanos, seguía siendo amplia. Había
pertenecido a la familia desde tiempos inmemoriales, según gustaba repetir a
sus padres. Era producto, según la misma fuente, de un obsequio que el mismo
Roca había dado a su recontra tatarabuelo por las valerosas proezas de éste en
el sur, decían.
Estaba postrada en el corazón de “Los
Adobes”, pequeño y exclusivo barrio al norte de San Miguel. Allí sólo vivían
familias de ex-aristócratas (como les llamaban), ricos de siempre y de los
nuevos. Sin embargo aquella villa que antes se mostrara opulenta y pujante
debido a años de cosechas y precios del azúcar, caía ahogada por su propio
peso. El caserío todo se encontraba rodeado por un muro como de metro y medio
hecho de grandes ladrillos amalgamados por un viscoso elemento parecido a las heces
en su inigualable aroma, especialmente los días húmedos o lluviosos. Por cada
punto cardinal contaba de una entrada idéntica con gigantescos portones traídos
directamente de la madre patria, ya vetustos, y ganados por el óxido y
corroídos hasta sus entrañas. La calle principal, única que se mantenía de
adoquines desde la colonia, remataba en el hogar de los Alva.
Los magníficos jardines que rodeaban la
entrada y el patio de atrás eran conocidos más allá de la comarca. Su fama,
aseguraban, llegaba fuera de la provincia. Era usual ver extranjeros
acercándose a tomar fotografías. Tulipanes, cretonas, rosas en todas sus gamas,
jazmines de suaves fragancias se combinaban a lo largo de las estaciones y
mantenían con hidalguía la vivienda familiar entregada, parecía, al olvido y la
lenta destrucción.
Volviendo al miércoles 27 de marzo, la
antes gran mansión, desacostumbrada a los banquetes y fiestas de antaño, había
estado recibiendo toda la semana parientes que llegaban de quien sabe dónde. Venían
a pasar el fin de semana largo de todas partes del país. Hermanos y hermanas
del padre y de la madre, respectivas parejas, esposos y esposas, primos y
primas, y algún que otro amigo de uno de los parientes se mezclaron en esa casa
desde la noche del jueves hasta el domingo siguiente a media tarde.
Algunos se quedaban en la casa de los
Alva los cuatro días. En general, compartían una habitación divididos por
familias así que terminaron durmiendo en camas, sillones, colchones
improvisados con almohadones y hasta con una frazada en el suelo. Los que no se
quedaron en la casa y prefirieron algún hotel u hostería local, llegaban a
cualquier hora, sin falta, todos y cada uno de los días por lo menos para la
hora del almuerzo y la cena—que en realidad era el mismo acontecimiento ya que
se empezaba a comer tarde, a eso de las dos, se continuaba con postres, tortas
y facturas acompañados de mates y algunos bizcochos de grasa o pasteles de
dulce de membrillo o batata, para luego volver a poner la mesa y seguir comiendo
a eso de las ocho de la noche. El desfile tanto de gente como de platos y
bebidas era incesante.
En el reparto de piezas a Daniel no le
fue tan mal. Se quedó en su cuarto. Pero, acostumbrado a estar solo cuando
quería, ahora tenía que compartir espacio con cuatro primos que nunca había
visto antes en su vida. Para colmo de males, él que ya había dejado de ser un
adolescente, tuvo que soportar el ultraje de ver como sus primos de seis y ocho
años jugaban con sus artículos de colección, y los otros dos primos, de 15 y 16
años, cuchicheaban acerca de sus extrañas preferencias. Es que Daniel, pese a
su edad, seguía coleccionando elementos que para otros resultarían algo raros
en alguien de su edad. Por un lado, aun gustaba de juntar muñecos de plástico y
peluche de personajes animados de televisión; por el otro, coleccionaba con
esmerada dedicación estampillas y monedas. Así que pueden imaginarse la cara
que puso cuando regresó a la habitación en una oportunidad y encontró a dos de
los primos repartiéndose sus monedas, y a los otros dos primos, jugando con los
peluches.
Estas no eran las únicas ‘obsesiones’ de
Daniel. Extremadamente puntual, serio por demás, encantador cuando quería pero hermético
la mayoría de las veces. Esta ocasión probó ser una de esas veces. Subía a la habitación,
la encontraba vacía o no invadida, y se quedaba cuanto podía. Inmediatamente
luego que alguien, quien fuera, abriera la puerta, se incorporaba de un salto, ponía
cualquier excusa y volvía a la cocina, al comedor o a donde estuviera
nuevamente solo. Sino encontraba espacio para él y su alma, tomaba la calle y deambulaba
por la zona hasta que el estómago le mandaba volver. Incluso, si podía arreglárselas
con algo de cambio para comprar cualquier alimento que le sirviera de paliativo
o siquiera engañarse y ganar unas horas o minutos, lograba escapar del bullicio
tanto cuanto fuera posible.
Así las cosas, Daniel pasó de jueves a
domingo por un sinnúmero de estados de ánimo. El miércoles, sabiendo que las
visitas llegarían el día siguiente, no durmió bien lo poco que pudo conciliar
el sueño. No conocía a la mayoría de quienes iban a visitar o quedarse en la
casa. Además, sabía que su habitación estaba por ser invadida. El jueves se
despertó temprano—o mejor dicho, ya estaba despierto, no aguantó más en la
cama, y bajó las escaleras a eso de las 6 de la mañana. Ya comenzaba a sentirse
incómodo. Si bien no era antisocial, tampoco estaba acostumbrado a tener gente
en casa más allá de padres y hermanos. Sin embargo, desde hacía un tiempo se sentía extraño. La sola diferencia
era que esta vez esa incomodidad podía ser adjudicada a la visita
desafortunadamente extensa de la parentela.
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