Tuesday 19 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cinco: Primer encuentro


¿Cómo se conocieron? Trataré de relatarlo tal cual sucedió. Será difícil—ha pasado largo tiempo, y más que tiempo, han ocurrido un sinnúmero de eventos que han degradado los recuerdos. Pero, como dicen, al fin y al cabo la vida no es la que vivimos sino aquella que vivimos y como la recordamos para contarla. Y esto es lo que recuerdo…

Supongo que era sábado. Fin de semana de seguro pues no tenía que ir a la Facultad y disponía de todo el día para la aventura. Uno de los primeros de abril. Todavía el tibio calor de un verano tardío se hacía sentir—parecía una tarde de primavera más que de otoño. El cielo amaneció celeste, limpio, sin nubes. Por cierto, serían como las cuatro o cinco. Ya hacía un rato había recibido la llamada confirmando el encuentro en la estación de trenes—a unos pocos pasos de su casa. O al menos eso creía Daniel por el sonido de la locomotora cuando hablaban por teléfono. Estas llamadas se habían hecho cada vez más constantes. De una o dos veces por semana pasaron a tres o cuatro por día los días se semana; y los fines de semana se sucedían en interminables conversaciones que le complicaban el resto de las tareas ya que cuando quería acordarse, supermercados y demás negocios habían cerrado. Generalmente se levantaba temprano para hacer las compras y disponer del resto del fin de semana para estar a la espera de la llamada que iniciaría la sucesión de emociones que lo mantenían “vivo”.

El interregno entre a llamada y la hora del arribo pareció interminable. Ambos, dolor de cabeza y el hormigueo interno producto de los nervios destrozados por la ansiedad lo gobernaban. Ahora, desde la distancia, intuyo que no sabía siquiera que esperaba o a que se exponía—o a los suyos. No es que no le importaba. Recientemente se había transformado en un manojo de nervios impulsado por emociones y sensaciones diametralmente opuestas. Cambiaba de estado de ánimo constantemente, desde la mayor alegría hasta la desesperación absoluta. Es por esto que entiendo el proceder. La soledad y la falta de acercamiento a otra persona, de cariño, de ternura, hace que nos arrebatemos y vivamos aventuras impensadas en circunstancias “normales” tan solamente por ser oídos, abrazados, tocados… queridos (o al menos mentirnos para sentir que lo somos).

Luego de haber estado todo ese tiempo recostado en el piso de la sala de estar y de haber tomado unas aspirinas, se hizo la hora. Dirigió la marcha a la estación como se había estipulado. Prefirió caminar pues así podía dejar el departamento antes y salir de la caja en la que pasaba la mayor parte de las horas. Llegó a Plaza Constitución con tiempo de sobra. Sabía que esto no era garantía de llegar a la hora convenida puesto que los trenes partían generalmente retrasados, si es que lo hacían. Era una de esas etapas históricas en que el gobierno de turno buscaba privatizar cuanta empresa estatal pudiera por lo que dejaba la inversión de obras y reparaciones al mínimo, la empresa caía en picada, se sucedían los accidentes y la gente no tenía más remedio que aceptar que las privatizaciones eran la mejor—única—opción. Los 90s fueron la década caracterizada por este tipo de privatizaciones en Argentina. El siguiente gobierno de encargaría de re-estatizar lo que el anterior había privatizado. Alguna otra tragada y cuentas engordando en Suiza, Islas Caimán o algún otro paraíso financiero como era y es costumbre en gobiernos latinoamericanos.

Pasaje de ida y vuelta a Ezpeleta. Realmente puntual. Hasta esperó del lado del andén en que supuestamente debía aparecer. En el trayecto observó algunos jóvenes en bicicleta y, debido a que habían acordado que la otra persona llegaría con la suya, ciertamente que estaba desconcertado. Pensó en preguntarles a uno por uno. Pero parecía un poco arriesgado—quizá fueran vecinos. Así, decidió esperar regresando al sitio del andén que supuso le correspondía. No conocía el lugar, era un completo extraño.

Esperó y esperó. Un tiempo largo, o por lo menos así pareció. Cuando había pasado poco más de media hora y ya estaba desinflado de esperanza, aunque a lo lejos, observó que un tren se aproximaba. Ya habían pasado dos, pero este le produjo una sensación extraña. Decidió aguardar un poco más.

Al detenerse, descendieron unas personas. Siguió sentado. El tren partió. Nadie que respetara las características anunciadas. Y, sin embargo, al girar la cabeza y ver hacia atrás—es extraño pero puedo jurar que supo que allí estaba, se hizo presente. En un instante sintió que le conocía. Supo que su vida, sin poder describirlo con palabras, sufría un quiebre, salía de su cauce, comenzaba… terminaba… se encontraba consigo mismo y, a la vez, perdía el sentido irremediablemente. Algo que marcaría el resto de sus días estaba sucediendo. Y él se entregó, se dejó llevar.

Se le acerca, lo observa, se observan. Daniel extendió la mano. Pablo, hizo caso omiso y le besó la mejilla derecha. Se quedó quieto. Sintióse presente. Todo él en un instante. Entendió todo y entendía absolutamente nada. En efecto, no es un error de tipeo ni de impresión. Era él. Un joven mayor que Daniel, de unos 27 ó 28 años de edad, morocho de tez, cabello corto, oscuro, ojos amarronados, sin brillo, como difíciles de descifrar—o más bien sin mayor secreto como la esfinge de Oscar Wilde, labios gruesos que invitaban al menos a observarlos. Había algo en esos labios, en la forma en que los movía al hablar, y cuando estaban en reposo. No eran gruesos, pero si carnosos, jugosos, y terminaban en forma de “V” al centro del labio superior que los recortaban perfectamente en la cara. La voz era la misma de las conversaciones telefónicas; no se asemejaba en nada a la de los porteños que conocía. Sabía que Ezpeleta era provincia, pero Pablo parecía tener acento del interior del país, sin poder descifrar de dónde. De mediana estatura y contextura, vestido de camiseta blanca algo ajustada que dejaba deslizar desde sus mangas cortas unos bíceps no muy grandes pero bien entrenados. Pantalón corto sobre la rodilla y calzado deportivo. De su biciclo, nada que merezca ser anotado.

Él también conoció a Daniel de inmediato. Parecían predestinados a ese encuentro pero a la vez como si ambos lo hubiesen sabido de antemano o se conocieran de tiempo antes y volvieran a verse. Sin palabras, luego de saludarse, comenzaron a alejarse de la estación caminando. Pablo hacía las veces de guía. Minutos después de comenzar a andar el camino, sin dirección, dialogaban naturalmente de sus vidas, recuerdos, proyectos, miedos, tropiezos y logros, de todo y nada…

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