Friday 29 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis: Desencuentros [meditaciones]


¿Estar perdido o ser encontrado? ¿Ser encontrado o encontrarse? ¿Estar solo o estar con alguien? ¿Necesitamos de alguien más para ser encontrados? ¿Qué significa ser encontrado o encontrarse? ¿Cómo puede alguien encontrar algo en nosotros que nosotros mismos no podemos?


La mayoría de la gente cree en el efecto "felices para siempre" traducido a esa situación en la que, finalmente, alguien aparece en su vida y los “encuentra” para “completarlos”. En otras palabras, la mayoría de la gente define o entiende vida como completa sólo y únicamente en el caso que cumplan con alguien más, con las expectativas de alguien ajenos a quien son, otro ser, otro ente.


Tal vez sea posible (incluso cierto) que algunas de nuestras características pueden llegar a la luz solamente cuando alguien hace su entrada en nuestra vida. Al igual que cualquier reacción, cualquier cambio necesita una acción a suceder. Sin embargo, para definir toda nuestra naturaleza, todo nuestro ser a partir de lo que la presencia de otra persona desencadena en nosotros parece ponernos a merced del otro. El ser es en tanto sea reconocido por un par. Hasta que eso no suceda es ser no es. Ahora bien, si el ser no es, ¿Qué es?


Por definición, ser es aquello que tiene su propia naturaleza, características particulares, esencia. Probablemente uno de los mayores problemas de los seres que llamamos seres humanos tienen que enfrentar es definir su propia existencia—esto es, los demás seres animados e inanimados son sin la capacidad (¿o necesidad?) de preguntarse por qué o cómo.

Con el fin de hacer eso, en principio el “observar” quién y qué son en realidad parece funcionar. Para esa empresa, no sólo se utilizan cinco sentidos sino también la voluntad de hacerlo. Es que si nos detuviéramos en los cinco sentidos, creo que nadie tendría problemas en verse, oírse o escucharse, y demás. La ecuación simple parece ser más complicada cuando agregamos el intelecto, la mente.

Allí es también donde parece radicar el problema. En la segunda parte de la ecuación: la mente. Es que los sentidos, a menos que ellos tengan algún problema—el ciego que no puede ver, el sordo que no puede escuchar, etc., nos informan acerca de la realidad como es. La mente, en cambio, traduce aquello que es a nuestro alrededor de acuerdo a vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás. De esta forma, aquello que se nos “aparece” tendrá invariablemente características de ser y otras que nosotros agregamos.

He aquí entonces el sujeto que somos desdoblado en dos, el ser y el ego; este último, entendido al menos aquí, como mente. Es así que tenemos aquello que en esencia somos y la mente, el ego, que nos dice qué, quiénes somos o debemos ser. Como la mente no es esencia sino que es producto de vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás no vive en el ser siendo sino que se encuentra condicionada por vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás. A menos que nos demos cuenta, que estemos presentes en el aquí y ahora y “veamos” que quienes somos no necesariamente coincide con quienes creemos ser, no reconoceremos, no disociaremos el ego del ser.

Esto trae como consecuencia que el ego necesita para existir de identificación. Esta identificación se da a través de algo—ej. vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás, o alguien. El ser es; punto. No necesita de algo o alguien para completarse. Sin embargo, el ego cree—nos hace creer—que para ser necesitamos de algo fuera de nosotros.

A mayor escala, existen “egos sociales”. La identificación pasa del individuo a un determinado grupo humano o comunidad. De allí, dependiendo del nivel de identificación social egoica tenemos disputas entre naciones—utilizo la palabra ‘naciones’ en sentido sociológico y no la palabra estado para evitar connotaciones legales y políticas en cuanto al vínculo que une a los miembros de la sociedad de que se trate. Algunas de estas identificaciones sociales egoicas son tan antiguas que es fácil ver el sinsentido si nos detenemos a observarlas desde el plano del ser, sin identificación con el ego. Incluso, algunos seres “inteligentes”  se han dado cuenta de ello y utilizan estas disputas entre naciones para fines propios, tanto económicos como políticos, creando o manteniendo el “enemigo afuera”. Es nuevamente identificación del ego a través del otro. Yo soy en tanto y en cuanto existe el otro. Mi nación existe en tanto tengo un enemigo, el otro. Un tanto ingenuo, ¿no les parece? Pero, es tan simple e ingenuo que en general preferimos ignorarlo.

 

Un pequeño paréntesis. No voy a detenerme en analizar el ego societario. Para eso tenemos el blog de teoría legal y política en el que pasamos revista de estos temas. Aquí continúo con el análisis a partir, a través y desde el individuo, desde el ser.


Desde la identificación del ego, la mente con aquello que no somos, con el accidente como sostenía Aristóteles, con lo que aparece—en el sentido de aparente, de forma versus esencia, como adelantamos existe lo que es y parece existir otro plano, lo que deberíamos ser. De allí, de esta consecuencia, aparecen varios resultados. Entre ellos, limitaciones autoimpuestas, culpa a los demás, excusas, el medio ambiente en general parece estar siempre presente en la existencia de la mayoría. Sin embargo, son todas estas contingencias que aceptamos— ¿Qué inventamos?—y están ahí para hacernos vivir una vida cómoda, pero sin rumbo. Para satisfacer al ego, a nuestra mente.


Si tuviera una sola oportunidad, ¿la dejaría pasar? En concreto, tenemos una vida; o mejor, hasta donde sabemos, este tipo de existencia en que nuestro ser se muestra en un cuerpo físico se da una sola vez. Parece  mejor empezar a vivir lo mejor que podemos. Por nuestra cuenta o con alguien. Sin embargo, estar con alguien y la soledad reinando, quizá deje al ego saciado… pero nuestro ser estará por cierto cuestionándonos.



Atrevámonos  a dejar de vivir en potencial, errores incluidos. Atrevámonos a escuchar al ser, a escucharnos, a vernos como somos. Nadie va a ver quién o qué somos si no lo vemos nosotros. Vivamos en el ser, como ser. Seamos.
Por eso “desencuentros” solamente sucederán con el ser que somos cuando dejamos al ego identificarnos con formas, con lo que no somos. Si nos “desencontramos”, busquemos dentro. La respuesta siempre está allí, en quienes somos, en que somos… en el ser.

Wednesday 27 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis (segunda parte): Desencuentros


Dejó pasar unos días. En realidad, estaba esperando una llamada que nunca llegó ni llegaría. La espera se hizo larga, se sintió larga. — ¿Qué esperaba? ¿A quién esperaba? ¿Para qué le esperaba?— Estoy casi seguro que se lo planteaba y conocía perfectamente la respuesta. Pero, como todos en algún momento de nuestras vidas, o algunos en todo momento, prefería mentirse, disimular que no tenía respuestas y que, sin embargo, la espera sinsentido en realidad daba dirección y destino a su vida. Es que ¿cuantos somos realmente honestos con nosotros mismos? Decimos, deliberamos, argumentamos, defendemos la honestidad con el prójimo pero traicionamos al primero con quien deberíamos ser, con quien somos; o mejor, a quien somos. Creemos y nos convencemos que algo o alguien nos falta, que no estamos completos y que para lograrlo necesitamos de alguien o algo. De allí creamos una meta o personificamos la meta en alguien. Generalmente, la meta o destino dependerá de la comunidad o sociedad o cultura en la que estemos inmersos —casarse antes de los 20 o vivir para vestir santos; tener relaciones sexuales antes de los 18 con alguien del sexo opuesto o ser homosexual; ir a la Universidad o acarrear bolsas al hombro; fumar marihuana, usar drogas o fumar para escaparse; y tantas otras. Una vez que la mente decide el destino o meta, creará la ficción de la necesidad imperiosa de conseguirla. De no conseguirla o demorar en hacerlo, el vacío sobrevendrá, la falta inevitablemente se hará presente. Una falta, un vacío que es tan ficticio como la necesidad creada. Me detengo aquí para continuar con nuestra historia, la que nos ocupa y dejo el planteo para continuarlo en alguna de nuestras próximas meditaciones.

 

Intentó con todas las fuerzas abandonar el departamento. Fue a la Facultad. Era inútil; las clases le parecían ahora aburridas. Observaba desde lejos a los profesores moverse delante del aula, gesticular, pero todo asemejábasele a una película muda. El resto de los compañeros dejaron de existir. Miraba el cuaderno de tanto en tanto y las hojas seguían en blanco. Si no estaba en la Facultad lo encontraba la noche en la biblioteca. No leía. Iba para estar rodeado de gente que no le implicara el esfuerzo monumental de intercambiar palabras. Tomaba un libro, cualquier libro, buscaba un lugar con algunos lectores, se sentaba, abría el libro en cualquier página, fijaba la vista en ella, y así permanecía por horas, en la misma página, en la misma posición  hasta que el sueño o las ganas de ir al baño lo vencían. Entonces, sólo entonces, se levantaba e iba a orinar o defecar y volvía a su asiento a seguir sentado. Si el cansancio lo podía, cerraba el libro, o lo dejaba donde lo había encontrado, y volvía caminando al departamento para hacer tiempo. Las compras se hicieron más esparcidas, incluso las del supermercado. La heladera, antes repleta de frutas, verduras, carnes y algún que otro plato previamente preparado, aparecía casi vacía a excepción de algunas botellas con agua corriente (que tampoco renovaba a diario como antes). Perdió peso, se quedó pálido y ojeroso en una semana. Líneas negras empezaron a aparecerle en el párpado inferior. El no afeitarse sumó a la imagen del deterioro.

Volvía al departamento a cualquier hora, lo más tarde y más cansado posible. Apenas probaba bocado. Su lugar contra la pared junto al ventanal lo esperaba. Desde allí la mirada clavada en el teléfono al otro lado de la habitación. No había tenido noticias y ya habían pasado casi dos semanas desde aquel primer encuentro. Decidió tentar la suerte otra vez. Entró en trance, se levantó, los pasos lo llevaron hacia el teléfono, marcó el número ya grabado a fuego en la mente. Del otro lado el tono indicaba que alguien estaba usando la línea. Clavó el receptor en el aparato y de seguido marcó. De nuevo, ocupado. Repitió el procedimiento sin interrupción unas cinco o seis veces. A esta altura no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Era él inmerso en una especie de ritual que consistía en levantar el tubo, marcar el número, escuchar el sonido que indicaba que del otro lado alguien estaba usando la línea, colgar para solamente volver a comenzar el círculo tan estúpido y sin sentido como desesperado.

¡Finalmente llama!—pensó. En ese instante salió del trance. — ¿Qué digo? ¿Quién contestará?—las preguntas se sucedían una tras otra en un intervalo que duro uno, dos, tres timbrazos. La misma voz de la vez anterior del otro lado. Evidentemente, no era Pablo. Tampoco hoy estaba allí. Tampoco hoy se conocía el paradero o cuando volvería. Pese a ello, Daniel se presentó: un amigo del interior que ahora vivía en Buenos Aires. El interlocutor hizo lo propio, quizá movido por la lástima, quizá por cortesía, o mero aburrimiento. Era el padre. Se llamaba Adalberto. Esta sería la primera de varias charlas de ocasión entre los dos. No se conocerían hasta meses después. Pero iniciaron una invisible e intangible relación movida por el fantasma del vínculo que los unía, el hijo, la fijación, el Pablo que parecía no existir.

Cada vez que llamaba la respuesta era la misma y quien se la daba también. Adalberto explicaba en voz tranquila y pausada que Pablo no estaba, que recién había salido, que creyó verlo pero al volverse a llamarlo ya no estaba y demás. A veces hasta daba la sensación que sí se encontraba presente, que se hacía negar. En esas ocasiones el padre cambiaba el tono de voz, era definitivamente distinto. Es decir, la conversación empezaba como siempre pasando revista de la semana o los días anteriores, el país, el mundo, el clima, la corrupción. Y cuando se venía la pregunta— ¿Está Pablo?—el padre hacía una pausa—¿Estaría mirándolo?—y volvía a la conversación con palabras de disculpas, entrecortadas, explicando que por una u otra razón el hijo no se encontraba y no conocía paradero ni tenía remota idea de cuando lo vería, pero aseguraba le dejaría el recado. Después de unas frases más la conversación se desinflaba. Daniel y Adalberto de despedían hasta la próxima vez para de nuevo iniciar la misma coreografía verbal con el teléfono como canal.

Monday 25 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis: Desencuentros


Pasó el fin de semana exaltado. Pero la exaltación le duraría eso, un fin de semana, ese fin de semana. El domingo el llamado diario no se hizo. Lunes y martes, tampoco. Para el miércoles Daniel estaba desesperado— ¿Llamo? ¿Sigo esperando? Ese día decidió no ir a la Universidad. Se quedó en la cama hasta el mediodía; casi no había pegado un ojo. Desde la cama miraba el teléfono y nada. Se levantaba, iba hacia la cocina por agua o al baño o simplemente a estirar las piernas, volvía a mirar el teléfono y nada.

Se levantó a las 12 exactamente. No se duchó ni se lavó siquiera la cara; no desayunó. Se sentó en el piso del living-comedor, con la espalda contra la pared, justo al lado del ventanal que daba al fondo de la habitación, de cara al edificio de enfrente. Sumergió la cabeza entre las rodillas y puso las manos encima de la nuca, como protegiéndose—o escondiéndose. Estaba llorando.

Al rato secó las lágrimas con los puños de la camisa que vestía desde el lunes, secó la nariz, se incorporó y dirigió los pasos hacia el teléfono. Marcó el número. Había tono…llamaba…una, dos, tres veces…no atendían. Cortó y marcó inmediatamente el mismo número… Una voz desconocida—Hola, ¿Quién es?—No es Pablo, pensó. Se estremeció, el pensamiento de le enturbió; no respondió. Atinó solamente a terminar la comunicación sin pensarlo dos veces incrustando el tubo en el aparato. Volvió sobre sus pasos en dirección al lugar que ocupara antes; se detuvo. Algo lo arrastró nuevamente hacia el teléfono. Llamó… La misma voz contesta—Hola, ¿Quién es?—Se presentó con el nombre a secas y preguntó sin más preámbulo por Pablo. No estaba; de hecho no había vuelto a la casa desde el domingo y no era sabido cuando volvería. Agradeció la información y, sin esperar a despedirse, terminó la charla.

Ahora sí volvió sobre sus pasos hasta la pared y se sentó en la misma posición que antes, con la mirada perdida. No pensaba; no entendía. Estaba presente pero a la vez ausente. Era y no era. Comenzó a hacerse preguntas y a contestarlas mentalmente, en silencio. Aquel silencio que fuera su compañero en San Miguel, que lo era ahora en Buenos Aires y que lo volvería ser durante toda la vida sin importar la geografía. Es que, como comprendería no obstante cambiemos aquello de está afuera, más allá de quien somos, más allá de nuestro ser siendo es exactamente este ser siendo el que será constante como así también nuestros puntos fuertes y miedos y debilidades. Solamente haciendo algo al respecto, observando el ser siendo que somos es que aquello que no somos, el afuera acompañará el cambio.

 

Las preguntas eran varias. Las respuestas, también. Iba y venía de una idea a otra en una sucesión interminable. Se contestaba, se respondía, para luego refutarse y preguntarse una y otra vez. Argumentos y contraargumentos. Sin embargo, pese a la miríada de pensamientos, uno era el constante, el centras: ¿Estar solo o estar con alguien? “La soledad me matará” reza la canción. Y sin embargo, este muchacho no estaba muerto cuando estaba (se sentía) solo. Y no me refiero al extremo de estar reducido a cenizas o unos metros bajo tierra o en alguna caja. Era feliz, se puede decir al menos contento, ocupaba espacios y tiempos pensando mucho pero nunca abatido (a excepción de raras o contadas ocasiones en las que sentía el entorno en contra). Compartía risas, alegrías y tristezas con aquellos a quienes quería y lo querían; incluso con extraños.

Hoy (o ayer o el día anterior) había conocido a alguien… debería ser FELIZ. Mas, ese día no solo no era feliz, ni siquiera sentía su presencia. Desde el momento en que se conocieron se encontraba a diario ensimismado pensando en esa persona, planteándose hipotéticas situaciones (algunas mejores que otras, pero ninguna grata). Esperando un  llamado que nunca llegaba (a esta altura sabía que no llegaría).

Era claro que había conocido a alguien hace meses a través del teléfono y que finalmente, luego de varias posposiciones, se habían conocido en persona. Si tenía en cuenta el proceder de la otra persona antes de aquel encuentro real, era obvio que verse en una segunda oportunidad no iba a ser tan fácil. ¿Qué me hace esperar? —Era el planteo que aparecía cada vez más seguido la mente atiborrada de imaginarios eventos. Si veía, observaba y vivía cada día con una sensación de malestar o confusión que antes no existía, al menos no de la misma forma, ¿para qué continuar?—se decía. La vida es para ser vivida y ser feliz: ¿de dónde salió que hubiera que hacerlo con alguien para lograrlo? Era un convencido que todo aquello que nos proponemos puede lograrse por el propio esfuerzo. ¿Y esto? Esta relación que primero no tenía etiqueta definida (amigos o algo más; real o virtual; imaginada o vivida); que no avanzaba, que se estancaba; que no era porque, quizá, tampoco había sido. Allí justamente estaba la cuestión: no era una decisión ni debería haber sido un esfuerzo individual. En una relación del tipo que fuere existen al menos dos sujetos que deberían trabajar, en mayor o menor medida, para la consecución de un fin común—le dictaba algo la lógica y más el sentido común. Al menos, ese es el principio de cualquier sociedad o grupo humano—había aprendido y repetido hasta el hartazgo en la Universidad. En una sociedad mínima de dos sujetos, si uno de ellos no suma y/o aporta la colaboración que le toca, nos encontraremos de seguro en poco tiempo con que el restante individuo desarrollará todas o la mayoría de las tareas—continuaba reflexionando. En un plazo mayor, cansancio y agotamiento de seguro sobrevendrán, sumados a un posible desdén que incluso podría engendrar rechazo hacia el otro.

¿Puede remediarse? No lo sabía. No tenía respuesta. ¿Vale la pena intentarlo? Para no contestar en términos absolutos, prefería en esta oportunidad dejar el interrogante sin respuesta (aunque la conocía bien). Quizá, tal vez la pregunta debería haber sido otra: — ¿estar con ESE alguien o estar solo? La respuesta intuitiva que se le ocurría es que no podía estar con cualquier alguien. Respecto de ESE alguien, no lo sabía, no lo entendía… o mejor, no quería saberlo, no quería entenderlo…

Friday 22 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cinco (segunda parte): Primer encuentro


El día continuaba presentándose perfecto para caminar. Cielo celeste, sin nubes y sol espléndido. Luego de unos minutos que parecieron horas en los que Daniel no emitió sonido alguno, Pablo comenzó la conversación preguntando por el viaje y dando explicaciones de su retraso. Daniel escuchó la mitad; su concentración estaba en el movimiento de los labios de su interlocutor. No es que los encontraba sensuales o sexualmente atractivos; simplemente llamaban la atención.

Dejaron atrás la estación. Tomaron hacia la derecha por la calle paralela a las vías del tren. Se miraban, caminaban, cruzaban algún que otro comentario seguidos de silencios largos. Al principio, asfalto a ambos lados. Unas pocas calles más y el asfalto cedió lugar a calles polvorientas de tierra, arena y piedra. A ambos lados zanjas con algo de líquido oscuro corriendo en pequeños arroyos. La vegetación antes inexistente ganaba terreno. En general nada pintoresco; grandes plantas de cardo, cañas y maleza. El espectáculo se repetía junto a las vías del tren con otra zanja y el mismo tipo de verde. Simétricamente, del otro lado la vista era exactamente la misma. El silencio era interrumpido de tanto en tanto por la aparición de algún perro suelto o ladridos de algún otro desde detrás de portones que dejaban entrever el hocico del animal.

Daniel no volvía en sí. Su parte de la charla se limitó a recitar oralmente el curriculum vitae: edad, lugar de nacimiento, educación, experiencia laboral, residencia actual. Pablo escuchaba sin preguntar. En realidad no había qué preguntar. Daniel exponía toda su vida a manera de entrevista sin requerir interrogatorio previo. Pablo, en cambio, mencionó algunos detalles de los estudios y la familia, algo respecto del trabajo, pero era información vaga, en retazos: vivía con el padre y un hermano— ¿Qué paso con la madre?; estudiaba ciencias económicas— ¿estaba entrado en los 20s y aun no se había recibido?; trabajaba en temas contables desde la casa— ¿no era contador y hacía contaduría? ¡¿En la casa?! Daniel no preguntó más allá de lo que se le decía. No era desconfianza ni desinterés. Estaba nervioso. En un estado de exaltación a la vez que confundido. Se apuraba por dar información. Seguía cada comentario de Pablo con una frase o expresión de exclamación, subrayando cualquier cosa que el acompañante dijera, como si fuera un mérito o proeza— ¡qué bien!, ¡qué buena oportunidad!, ¡excelente!

Caminaron y caminaron. Se miraron. Hablaron. Se detuvieron. Más bien, Pablo detuvo el paso. Daniel hizo lo mismo, siguiéndolo, sin darse cuenta. Estaban frente a un hotel alojamiento  del que Daniel no se había percatado (en realidad, se daría cuenta de ello mucho tiempo después). Pablo pregunta si lo conocía. Daniel, incauto, respondió que no, que nunca lo había visto, y que no siquiera sabía dónde estaban. Pablo lo miró de arriba abajo fijando los ojos en el rostro del otro. —Sigamos caminando, dijo. Y retomaron la marcha, esta vez en sentido contrario, en dirección a la estación.

Años mas tarde Daniel repetiría esa escena en su mente y recién entonces se preguntaría si el encuentro del hotel alojamiento fue casual. Posiblemente no, pensaría entonces. Pero decidió no cambiar la magia de ese encuentro. Como la vida le enseñaría, aquello que vivimos podemos recordarlo de dos formas: como sucedió o como sentimos que sucedió. Y entre elegir una visión oscura y una llena de magia, Daniel nunca se preguntó si quiera por la primera.

Siguieron hablando de generalidades. Un poco más tarde estaban de regreso en la estación. Había anochecido, serían más de las nueve. Pablo acompañó a Daniel a la boletería para preguntar el horario del próximo tren a Constitución. —en diez minutos, dijo la persona detrás de la ventanilla. Se dirigieron juntos al andén. No hablaron más. Unos diez minutos después los altoparlantes anunciaban la llegada del tren. Instantes que se sintieron iban lentos, ahí estaba.

Pablo extiende la mano y se despide de Daniel. El otro se quedó a medio camino esperando el beso en la mejilla como sucedió al encuentro. No entendió bien. Nunca había sentido algo así. Obviamente, estaba acostumbrado a besos en la mejilla. Pero los que recordaba en realidad eran algo así como una función mecánica. Fue la primera vez, quizá la única, que realmente sintió labios, el beso, sus labios, su beso. En cambio, al momento de despedirse, hubo una imperceptible distancia.

Un rápido —nos vemos, de Pablo. La locomotora comienza a moverse lenta. Primer pitada. Daniel toma el estribo y sube de un salto al vagón. Va hacia un asiento y se zambulle contra la primer ventanilla que ve. Pablo extiende la mano derecha, la agita en el aire, se da vuelta, y desaparece en dos pasos entre la gente.

—Nos vemos, dijo Pablo—pensaba Daniel entre excitado y nervioso. Si solamente hubiera sabido o intuido que ya no se verían. Para ser más preciso, lo harían pero mucho tiempo más tarde, sin planearlo, sin buscarlo, en circunstancias muy diferentes.

Ahora tampoco lo sabía pero el destino le aseguraba una larga espera. Tan larga como penosa. Se sentiría inalcanzable, fuerte, blando, tierno, todo al mismo tiempo. Suspiraba mientras recordaba cada momento juntos, cada paso, cada frase y palabra. Tiempo después también se daría cuenta que él había sido el motor principal y protagonista del diálogo, casi monólogo. No lo recordaría con exactitud de tantas veces que lo repetiría en su mente. Sin embargo, se daría cuenta que el interlocutor había sido más pasivo y menos interlocutor de lo que él habría querido y que su imaginación había construido. Incluso, años más tarde vería que Pablo no era tan alto ni tan ancho o definido como la imagen que tenía guardada en la memoria. Gestos y modales, amanerados por demás. La forma de vestir, ciertamente algo desarreglada. Solamente el timbre de voz de seguiría resultando algo familiar. Es decir, sería el único elemento que coincidiría con la imagen que se había formado (o deformado) luego de aquel primer encuentro.

Pero, para este nuevo encuentro, les tengo que contar una serie de otros eventos. Algunos, desencadenados por este primer encuentro. Otros, por la vida misma, y otros, otros sucedieron quien sabe porque.

Imagino estarán pensando—mmm, la historia de dos homosexuales. Y debo decir, así parece. Pero, me permito adelantarles, no lo es. Los dos protagonistas se encontrarán nuevamente, ya lo veremos. Uno de ellos efectivamente era y es homosexual. El otro, en cambio, podría haberlo sido. Mas, el género nunca le interesó. Buscaba algo mucho más simple; nada sensual, nada sexual. Es que a veces una rosa es simplemente eso, una rosa.

Tuesday 19 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cinco: Primer encuentro


¿Cómo se conocieron? Trataré de relatarlo tal cual sucedió. Será difícil—ha pasado largo tiempo, y más que tiempo, han ocurrido un sinnúmero de eventos que han degradado los recuerdos. Pero, como dicen, al fin y al cabo la vida no es la que vivimos sino aquella que vivimos y como la recordamos para contarla. Y esto es lo que recuerdo…

Supongo que era sábado. Fin de semana de seguro pues no tenía que ir a la Facultad y disponía de todo el día para la aventura. Uno de los primeros de abril. Todavía el tibio calor de un verano tardío se hacía sentir—parecía una tarde de primavera más que de otoño. El cielo amaneció celeste, limpio, sin nubes. Por cierto, serían como las cuatro o cinco. Ya hacía un rato había recibido la llamada confirmando el encuentro en la estación de trenes—a unos pocos pasos de su casa. O al menos eso creía Daniel por el sonido de la locomotora cuando hablaban por teléfono. Estas llamadas se habían hecho cada vez más constantes. De una o dos veces por semana pasaron a tres o cuatro por día los días se semana; y los fines de semana se sucedían en interminables conversaciones que le complicaban el resto de las tareas ya que cuando quería acordarse, supermercados y demás negocios habían cerrado. Generalmente se levantaba temprano para hacer las compras y disponer del resto del fin de semana para estar a la espera de la llamada que iniciaría la sucesión de emociones que lo mantenían “vivo”.

El interregno entre a llamada y la hora del arribo pareció interminable. Ambos, dolor de cabeza y el hormigueo interno producto de los nervios destrozados por la ansiedad lo gobernaban. Ahora, desde la distancia, intuyo que no sabía siquiera que esperaba o a que se exponía—o a los suyos. No es que no le importaba. Recientemente se había transformado en un manojo de nervios impulsado por emociones y sensaciones diametralmente opuestas. Cambiaba de estado de ánimo constantemente, desde la mayor alegría hasta la desesperación absoluta. Es por esto que entiendo el proceder. La soledad y la falta de acercamiento a otra persona, de cariño, de ternura, hace que nos arrebatemos y vivamos aventuras impensadas en circunstancias “normales” tan solamente por ser oídos, abrazados, tocados… queridos (o al menos mentirnos para sentir que lo somos).

Luego de haber estado todo ese tiempo recostado en el piso de la sala de estar y de haber tomado unas aspirinas, se hizo la hora. Dirigió la marcha a la estación como se había estipulado. Prefirió caminar pues así podía dejar el departamento antes y salir de la caja en la que pasaba la mayor parte de las horas. Llegó a Plaza Constitución con tiempo de sobra. Sabía que esto no era garantía de llegar a la hora convenida puesto que los trenes partían generalmente retrasados, si es que lo hacían. Era una de esas etapas históricas en que el gobierno de turno buscaba privatizar cuanta empresa estatal pudiera por lo que dejaba la inversión de obras y reparaciones al mínimo, la empresa caía en picada, se sucedían los accidentes y la gente no tenía más remedio que aceptar que las privatizaciones eran la mejor—única—opción. Los 90s fueron la década caracterizada por este tipo de privatizaciones en Argentina. El siguiente gobierno de encargaría de re-estatizar lo que el anterior había privatizado. Alguna otra tragada y cuentas engordando en Suiza, Islas Caimán o algún otro paraíso financiero como era y es costumbre en gobiernos latinoamericanos.

Pasaje de ida y vuelta a Ezpeleta. Realmente puntual. Hasta esperó del lado del andén en que supuestamente debía aparecer. En el trayecto observó algunos jóvenes en bicicleta y, debido a que habían acordado que la otra persona llegaría con la suya, ciertamente que estaba desconcertado. Pensó en preguntarles a uno por uno. Pero parecía un poco arriesgado—quizá fueran vecinos. Así, decidió esperar regresando al sitio del andén que supuso le correspondía. No conocía el lugar, era un completo extraño.

Esperó y esperó. Un tiempo largo, o por lo menos así pareció. Cuando había pasado poco más de media hora y ya estaba desinflado de esperanza, aunque a lo lejos, observó que un tren se aproximaba. Ya habían pasado dos, pero este le produjo una sensación extraña. Decidió aguardar un poco más.

Al detenerse, descendieron unas personas. Siguió sentado. El tren partió. Nadie que respetara las características anunciadas. Y, sin embargo, al girar la cabeza y ver hacia atrás—es extraño pero puedo jurar que supo que allí estaba, se hizo presente. En un instante sintió que le conocía. Supo que su vida, sin poder describirlo con palabras, sufría un quiebre, salía de su cauce, comenzaba… terminaba… se encontraba consigo mismo y, a la vez, perdía el sentido irremediablemente. Algo que marcaría el resto de sus días estaba sucediendo. Y él se entregó, se dejó llevar.

Se le acerca, lo observa, se observan. Daniel extendió la mano. Pablo, hizo caso omiso y le besó la mejilla derecha. Se quedó quieto. Sintióse presente. Todo él en un instante. Entendió todo y entendía absolutamente nada. En efecto, no es un error de tipeo ni de impresión. Era él. Un joven mayor que Daniel, de unos 27 ó 28 años de edad, morocho de tez, cabello corto, oscuro, ojos amarronados, sin brillo, como difíciles de descifrar—o más bien sin mayor secreto como la esfinge de Oscar Wilde, labios gruesos que invitaban al menos a observarlos. Había algo en esos labios, en la forma en que los movía al hablar, y cuando estaban en reposo. No eran gruesos, pero si carnosos, jugosos, y terminaban en forma de “V” al centro del labio superior que los recortaban perfectamente en la cara. La voz era la misma de las conversaciones telefónicas; no se asemejaba en nada a la de los porteños que conocía. Sabía que Ezpeleta era provincia, pero Pablo parecía tener acento del interior del país, sin poder descifrar de dónde. De mediana estatura y contextura, vestido de camiseta blanca algo ajustada que dejaba deslizar desde sus mangas cortas unos bíceps no muy grandes pero bien entrenados. Pantalón corto sobre la rodilla y calzado deportivo. De su biciclo, nada que merezca ser anotado.

Él también conoció a Daniel de inmediato. Parecían predestinados a ese encuentro pero a la vez como si ambos lo hubiesen sabido de antemano o se conocieran de tiempo antes y volvieran a verse. Sin palabras, luego de saludarse, comenzaron a alejarse de la estación caminando. Pablo hacía las veces de guía. Minutos después de comenzar a andar el camino, sin dirección, dialogaban naturalmente de sus vidas, recuerdos, proyectos, miedos, tropiezos y logros, de todo y nada…

Monday 18 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cuatro (segunda parte): ¡Viva Buenos Aires!


Bien al centro, edificios altos. Cada vez más dentro de la Avenida comienzan a achicarse y se transforman de oficinas en lo que deben ser departamentos. Algún que otro negocio. Una plaza o plazoleta a mano derecha. Más edificios de departamentos. Una marea de automóviles detrás, al costado y por delante del taxi. En su vida había visto tantos vehículos juntos. Gente yendo, gente viniendo. Algunos solos, otros en parejas o paseando perros, otros tantos en grupos.

Daniel miraba a través de la ventanilla entreabierta a diestra y siniestra. Giraba la cabeza y miraba hacia atrás. Tenía miedo. Estaba excitado. Se sentía vivo. Unos 15 a  20 minutos después de dejar Retiro y el taxista repite por tercera vez, ahora casi gritando— ¡Muchacho! ¡Acá estamos! ¡Ya llegamos! Daniel lo mira, no entiende. Un segundo después se da cuenta como en una revelación: está en Buenos Aires. ¡Llegó a destino!  

Deja el taxi, toma la maleta, paga y le da la espalda al auto y al conductor que aún estaba contando el dinero recibido. Como en trance, mira los edificios frente a él. Luego mira hacia arriba y entretiene el pensamiento viendo un balcón seguido de otro y otros tantos. Este sería su nuevo hogar por ahora, por quien sabe cuánto.

A paso lento llega a la entrada de uno de los edificios. Llama como había arreglado de antemano a la portería. Una voz entrecortada, lo que parece una y media frase, silencio. Daniel no entiende. Un minuto, cinco minutos, diez minutos esperando. Al rato, un hombre de mediana estatura y mediana edad (o al menos eso aparentaba) se aparece vestido de overol con la parte superior desabotonada, mostrando algo se su velludo pecho. Era el portero.

Se miran de reojo, se presentan y Daniel es admitido. Caminan por el hall de entrada. Espejo contar la pared derecha (de hecho, todo el muro esta espejado). A la izquierda, pared blanca con un macetón en la esquina y un palo de agua que aseguraba muchos años y poco cuidado. Las paredes se acercan luego de unos metros en un pasillo angosto. Allí, puertas para dos ascensores. Al final, otra puerta que debería ser para la escalera de emergencia.

Llaman al ascensor. No hay dialogo. Las puertas se abren. Entran. El portero presiona el número siete. La subida se sintió lenta, muy lenta para Daniel. Observaba de reojo al portero de tanto en tanto. Recién ahora se daba cuenta que no conocía su nombre. Le preguntó—Disculpe, ¿cómo se llama?—a manera de excusa para iniciar una conversación.  —Raúl—contestó secamente el interlocutor y continuó con la mirada fija en la pared del ascensor. Daniel miró el techo, el piso, a los costados. Se sentía incómodo. De tanto en tanto observaba en overol abierto del hombre y su pecho velludo.

Llegaron al séptimo piso. Vuelta a la derecha, y otra vez a la derecha. Departamento A. el portero toma de su bolsillo un manojo de llaves y abre la puerta. Pasa Daniel. Pasa el portero. Vuelve a meter la mano en el bolsillo y saca un minúsculo llavero con dos llaves, estira el brazo y las deposita sin más aviso o ceremonia en la mano derecha de Daniel (quien intuye son las llaves de acceso al edificio y a su nuevo departamento). El portero se da media vuelta, sale y cierra a puerta detrás de él.

Daniel se ve solo en ese, su nuevo hogar. No entendió muy bien a su anfitrión. Se quedó pensando medio perplejo unos segundos. Sacudió la cabeza como sacándose la idea de encima y observólo todo por primera vez. Era un espacio amplio. O así parecía puesto que en realidad estaba pelado. Como mobiliario, una mesa con patas metálicas y tapa de vidrio grueso transparente al medio de lo que sería el comedor, living o living-comedor—pensó. De acompañamiento, cuatro sillas también con patas metálicas y asientos y respaldos en símil cuero negro. Paredes blancas sin adorno alguno. Alfombra verde claro que aun olía a pegamento. Hacia la izquierda de ese ambiente, la cocina perfectamente instalada, impecable, con todas las comodidades de un hogar moderno—horno y hornallas eléctricas, campana extractora de aromas indeseables, frízer y heladera, lavaplatos, lavarropas, agua caliente y fría, y algún que otro detalle que ahora mismo no me viene a la cabeza.

Se sintió bien, muy bien. El olor a la alfombra nueva o el pegamento que usaron para fijarla le recordaría siempre ese momento con felicidad. Volviendo hacia la puerta de entrada, que da lugar a una especie de pasillo interno, dos puertas enfrentadas. De un lado, el cuarto de baño con lo básico, muy básico—ni siquiera un espejo. Del otro lado, la que sería su habitación. Abre la puerta y se encuentra con un ventanal de frente y paredes blancas más la misma alfombra verde claro que se repetía en todo el piso del departamento, excepto el baño y la cocina.

Volvió sus pasos hacia el cuarto principal, la gran sala que sería su living-comedor y cocina. Abrió la maleta. Se dio cuenta que no tenía lugar donde colgar sus cosas, no habían cajones o armarios donde acomodarlos. De seguido, pensó en comer. Frízer y heladera estaban obviamente vacíos. Era media tarde. Estaba cansado. Pensó en bajar por comida pero recordó que lo único cerca era una estación de servicio con el respectivo kiosco. Preguntar al portero parecía un esfuerzo titánico. No por lo hermético que se mostraba este personaje más por las pocas ganas y escasas energías que le restaban a Daniel.

Miró nuevamente dentro de la maleta. Encontró alfajores, turrones y una bolsa de frutos secos. Agua seguramente tenia. Lo comprobó revisando la grifería en la cocina y baño. Era un hecho. Tenía todo lo suficiente como para no morirse de hambre o sed lo que le restaba del día. Allí se quedaba. Al día siguiente exploraría el área.

¿Y dormir? No había cama. Más bien, no había mueble alguno. Solamente la mesa y las cuatro sillas. La alfombra era nueva, se notaba. Esponjosa sí, pero no como para servir de cama, ¿o sí? Tiró un tallón al piso, se acostó encima. Empezó a moverse de un lado a otro. Se quedó boca arriba, viendo el techo blanco, viendo la nada, pensando en nada. Cerró los ojos, se durmió. Estaba en casa.

Friday 8 November 2013

Honra a tu padre y a tu madre


Hoy dejamos Las 24 horas para pensar un poco acerca de nosotros mismos, de los nuestros.

La Biblia dice “honra a tu padre y a tu madre […]”en Éxodo 20:12. Esta sola frase me trae tantas historias vividas, escuchadas. Una en particular, que viene del Islam encierra creo gran parte de lo que este principio expresa. Es que nada tiene que ver la religión mas el hecho que hay ciertos principios universales que justamente atraviesan tal o cual religión, creencia o cultura.

La historia comienza con una pareja muy trabajadora que tiene un único hijo. Un buen día la mujer es llamada por Alá. Así es que a la mañana siguiente el hombre encuentra el cuerpo de la que era su mujer tieso junto a él. Como tiene un hijo por el que velar, continua su vida trabajando y haciendo lo posible (y lo imposible) para dar a su vástago los recursos que él no tuvo.

Loa años pasan. El hombre ya es un anciano. El hijo ya es un hombre. Siguen viviendo en la misma casa. En una ocasión sin nada de particular conoce a la que sería su mujer. Se casan y ella pasa a vivir a la que era la casa de la familia de su marido.

Un año más tarde y la mujer se encuentra en la dulce espera. Da luz a un varón. Todos rebozan de alegría.

Pasan algunos años más y el ya abuelo comienza a mostrar señales se vejes y senilidad. La mujer de su hijo lo ignora al principio, lo trata como parte del mobiliario. Pero la presencia del viejo se hace notar. Es un ruidoso problema.

Una mañana de tantas la mujer se sienta junto al esposo a desayunar y le dice sin rodeos que la situación no podía continuar. El padre debía irse de la casa. Entre ronquidos y otros ruidos y alborotos no la dejaba descansar. El marido escucha y asiente casa palabra.

El viernes de esa semana le dice el marido le dice a su padre que al día siguiente irían de paseo.

El sábado a la mañana el marido toma una tela grande. Con ella se dirige a la habitación del padre a despertarlo. Él ya está levantado, esperándolo sentado al borde de la cama. Cuando van  de salida se aparece el hijo de ya unos seis o siete años. Quiere ir con el padre y el abuelo de excursión. El padre no logra convencerlo para que se quede con la madre y parten los tres caminando en dirección al bosque local. La mujer, entretanto, haciéndose la dormida, escucha toda la escena desde el cuarto.

El padre, el abuelo y el hijo llegan al bosque. El padre elige un blanco debajo de un árbol frondoso. Hay una cueva. Acomoda la manta allí y le dice al abuelo que desde ese día esta sería su nueva morada. El haría lo posible por acercarse cuando pudiera a traerle alimentos y verlo. Pero el bosque le aseguraba sustento diario. No tendría problemas y la pasaría de maravilla. De hecho, la naturaleza traería bríos nuevos a su espíritu. El abuelo no dice nada. Mira a los ojos a su hijo, lo abraza y lo besa en la frente. Gira y se sienta sobre la manta.

El padre toma de la mano a su pequeño hijo, dan la espalda al abuelo y comienzan a caminar para volver a la casa. El pequeño se suelta de la mano de su padre. Quiere saludar una vez más al abuelo. El padre sigue caminando, más lentamente.

Pocos minutos después el niño alcanza al padre. Para sorpresa del último, el niño tiene en sus manos la mitad o parte de la manta del abuelo. — ¿Para que traes esa manta hijo?—Pregunta el padre. —Para ti cuando seas más grande—responde el hijo.

Tuesday 5 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cuatro: ¡Viva Buenos Aires!


Al encontrarse, sin saber cómo, abandonado a su suerte en la casa, empezó a invadirlo un estremecimiento producto de la soledad—sin que pudiera entenderlo aún. La familia lo dejaba a menudo desde aquel fin de semana sin más compañía que la de su alma. Este tipo de situaciones se daban cada vez con mayor frecuencia. Cuando no quería seguir a sus padres o hermanos en una de esas salidas que consideraba demasiado “sociales” o algo por el estilo, se quedaban él, su alma y el mobiliario. Muchos individuos, sí; pero demasiado callados... Parece mentira pero de vez en cuando, un poco en broma, un poco en serio, decidía que estos individuos—al menos, algunos de ellos—eran interlocutores válidos y lograba entablar conversaciones unilaterales.
Se daría cuenta años después a otra altura de la vida y luego de haber vivido varias y diferentes situaciones y personas. Ciertamente, llegaría a la misma conclusión que tenía al ser niño: el peor y más temido de todos los miedos, el que compartimos con la humanidad entera es y será el mismo, la soledad. Así es: de niños pasamos tribulaciones indescriptibles cuando nuestros padres se alejan por cualquier motivo; cuando cambiamos de curso y debemos enfrentar un nuevo año con quien sabe que nuevos desconocidos; cuando, en definitiva, nos hallamos solos ante el resto, ante lo novedoso, ante nosotros mismos. De adultos: exactamente igual. Estamos años luego de la adolescencia intentando independizarnos, tener un lugar en el mundo, proyectarnos, vivir solos. Y cuando al fin lo logramos, el siguiente objetivo, cuando no preocupación es… conseguir quien nos acompañe. Por supuesto, buscamos el “amor” que nos asegure la felicidad, aquel ser que nos complemente, o más bien, que nos complete. ¿Dónde quedó el deseo, la búsqueda de independencia, de libertad? Allí justamente en el lugar de los sueños que son sólo eso, sueños. Metas inalcanzables para al menos la mayoría de los mortales.
Daniel no era la excepción a la regla. Al contrario, cumplía todos los requisitos. Escasamente pasados los veinte. Esta era la vida de Daniel. Su existencia rara vez tenía algo de diferente. Como tantos otros jóvenes de esa edad recién se entrometía en lo mundano. Pero aquella llamada de ya hace varios meses lo había dejado inquieto. Había probado apenas y el gusto a lo desconocido lo consumía. Eso o el aburrimiento de una vida de adolescente tardío que no daba muestras de mejorar sino se decidía a hacer algo urgente al respecto.
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Era marzo. Aun hacían días de calor de un verano que empezó tarde. Daniel llega a Buenos Aires para empezar la Universidad. No podía dejar la casa familiar sin una buena excusa o una razón de suficiente peso. Era trabajar o estudiar pensó. Como siempre le había ido bien en los estudios y tenía poca—o nula—experiencia en otras facetas de la vida, incluida el trabajo, la idea de estudiar una carrera fue la más simple y obvia opción. Estaban las cuestiones de elegir carrera y lugar donde hacerlo. Aquello que ciertamente le fuera beneficioso en la escuela primaria y en la secundaria, su contracción por el estudio y una habilidad innata para adquirir conocimiento y ser creativo le pesaba a la hora de elegir que hacer, que estudiar. Las carreras de moda no le llamaban la atención. Era definitivamente un clásico y prefería la idea de una carrera que sonara, pareciera y fuera solida—o al menos, que tradicionalmente así se viera. Se definió por ingeniería. En cuanto al lugar, bien sabía que quería irse lejos y ver el mundo. Si hubiese podido, seguramente había estudiado en otro país, en otro continente. Con la excusa que las mejores Universidades y las mayores chances de empleo estarían en la capital, la elección fue clara desde un comienzo: Buenos Aires.
Su primer impresión, Retiro. Desciende del ómnibus luego de horas y horas y más horas en tránsito. Toma su única maleta y comienza a caminar por los pasillos hediondos y sobrecargados de artículos multicolores que se asomaban de negocios tan minúsculos que apenas tenían lugar para una silla o banqueta para quien los atendía.
Hombres grandes pidiendo limosna acuclillados, sentados o acostados en el suelo. Algunos niños haciendo lo mismo. Algunos otros aspirando de bolsas de plástico o de papel marrón. Más que curiosidad, Daniel sintió miedo y apresuró el paso. Se tiró de cabeza al primer taxi que vio y sin mirar al conductor balbuceó “Córdoba al 1500”. El conductor bajó la bandera y empezó la marcha.
La ciudad era más grande de lo que recordaba. Las calles más anchas y las avenidas, inmensas. Edificios altos, muy altos. Es que había estado allí una sola vez hacía más de una década en una visita escolar. Recordaba vagamente la Casa Rosada, el Cabildo, la Catedral y la tumba de San Martín, el edificio del Congreso. Pero nada de estas construcciones que se levantaban imponentes. La razón era—supuso—la buena etapa financiera en los 90s que había traído consigo mejoras en todo el país, principalmente en construcción y vivienda. Sin embargo, ya se observan incluso en Buenos Aires las primeras señales de estancamiento con edificios abandonados a medio construir o solo cimientos de proyectos que nunca verían concretarse. Entre ellos, el sinnúmero de obras públicas a medio terminar. Es cierto que en este último caso, el de las obras del estado, nada tenía que ver la economía global o local y sí los intereses del gobierno y autoridades de turno. Hubiera o no crisis o bonanza financiera, dinero para esas obras interminables siempre había. Y siempre resultaban más costosas de lo originalmente planeado. Además, era casi seguro que nunca se terminaran o, si se terminaban, eran derrumbadas por el gobierno siguiente.
Inmediatamente al dejar Retiro se dio cuenta que a mano izquierda debería estar el río pues los edificios se hacían discontinuos. Una, dos, tres cuadras y unas más y el taxista gira. El obelisco y la Avenida Corrientes. Los teatros ambos lados de la avenida. Una y otra calle y otra más. Finalmente, Avenida Córdoba.

Monday 4 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Tres (segunda parte): Casa de familia, ruido y soledad


El domingo de pascuas había llegado. Desde el jueves el paso de familiares, conocidos y amigos había sido incesante en la casa de los Alva. Todos estaban cansados, pero todos aun mantenían la incólume presencia. Ninguno quería ser el primero en desertar, en mostrar debilidad. Ese día la casa trajo consigo movimiento y ruido desde temprano. Los creyentes preparándose desde temprano para ir a la iglesia local. Los no creyentes, también iban por la sola idea de vestirse de fiesta y compararse con lo mejor que tenían con la sociedad del poblado y miembros de una parentela que veían rara vez pero que entendían debían impresionar. Daniel fue con ellos y volvió con ellos también. No emitió sonido ni demostró interés en hacerlo.

De nuevo en la casa el almuerzo fue más grande y espectacular que el de días anteriores. Platos y platillos de variedades interminables. Vacunos, porcinos, ovinos se repartían en jugosos pedazos junto con ensaladas de todo tipo y bebidas de colores varios. La comilona siguió por horas. El bullicio y las corridas entre las mesas tanto de adultos como de niños era fenomenal—y cansador. Daniel se retiró al cuarto luego del primer plato.

A media tarde cuando los estómagos estaban a reventar algunos decidieron levantar campamento ya que debían viajar por horas en tren o por carretera para empezar la cotidianeidad de sus vidas al día siguiente. La familia y las visitas que quedaban habían salido hacía un rato a congraciarse con los vecinos. El no gustó nunca de esa actitud que, por otra parte, consideraba totalmente hipócrita. ¿Cómo desear felicidad o prosperidad a alguien cuando durante todo el año había sido un enemigo acérrimo, la más vil de las personas, la comidilla del almuerzo? Simplemente no iba con su modo de ser. Y pese a su edad, la firmeza en las convicciones lo mantenía en posición.

Se encontró solo en la casa que hasta hacía unos instantes era un alboroto de voces, risas, ruidos, y demás tumulto sonoro. Al principio, sintió alivio. Pero le duró poco. Minutos después realmente se vio solo, se sintió solo, verdaderamente solo. Empezó a mirar hacia los costados, caminó de habitación en habitación, de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo. La sensación de soledad dio lugar a inquietud. Otras sensaciones se sucedieron, se mezclaron, desde leve molestia hasta tristeza y algo de vacío. Comenzó a confundirse. ¿Por qué se encontraba en ese estado? No lo entendía. No se entendía.

Quizá salir a la puerta de calle, ir por su familia. No se animó. Prefirió la seguridad de la casa, de lo conocido. Sin embargo, se ahogaba entre nervios y pensamientos que no llegaba a conciliar. Vio el teléfono. ¿A quién llamar? ¿Amigos? ¿Compañeros? No! Imagínense, ¿Qué les iba a decir? Y fue entonces cuando tomó un periódico, lo escrutó ya que recordó haber visto un aviso… encontró el número. Un servicio gratuito de llamadas anónimas a gente anónima para conocer desconocidos. Se sintió más tranquilo.

Fue hacia las ventanas que daban a la calle para asegurarse que los parientes no anduvieran cerca. Lo comprobó varias veces. Dirigió sus pasos hacia la siguiente habitación. Tomó teléfono y marcó el número. Luego de una serie de intentos, y de seguir instrucciones en la elección de opciones, grabó un mensaje en el que indicó nombre y dio una muy breve descripción. Instantes después, allí estaba escuchando voces y mensajes de desconocidos.

Algunos se presentaban describiendo personalidades de lo más floridas y otros, las más aburridas; qué buscaban en otros; características físicas; algunos otros iban más allá aun en el detalle  y daban cuenta de sus dotes en términos genitales. Las edades oscilaban entre grandes extremos, desde casi adolescentes hasta gente que podrían ser—pensó—sus abuelos.

La incertidumbre, el morbo, la duda o inquietud, algo de eso o todo junto lo llevó a seguir escuchando. Un primer mensaje le llega y no sabe qué hacer. Lo escucha: “Hola, lindo perfil ¿querés que hablemos?”—la otra voz inquiere sin mucho preámbulo. No se da cuenta, elige una de las opciones que el menú posterior al mensaje le ofrece y lo ignora. Los nervios lo dejan quieto, inmóvil, con el tubo del teléfono al oído y la mirada fija en la nada.

Otra presentación le llama la atención. Elige dejar un mensaje breve de salutación—“Hola, ¿Cómo estás?—Espera, sin respuesta. Los mensajes se repiten luego de escuchar unos diez o doce de ellos. Cada tanto, algún nuevo integrante se une. Daniel entra en una especie de euforia y pasa de uno a otro casi sin escucharlos. Empieza a enviar saludos indiscriminadamente. Lo que al comienzo era temor, ahora se había enmascarado en necesidad. Lo extraño es que cuando le contestaban, elegía la opción de ignorar responder a los posibles interlocutores sin excepción. Era como llegar al precipicio a cometer suicidio, correr para aventarse al vacío y detenerse a metros de lograrlo. La sangre le bullía en las venas, sentía el rostro ardiendo. El pecho latía por entero.

No supo cuánto tiempo pasó pero estaba tan inmerso en esta actividad que olvidó completamente ir a las ventanas y comprobar que la familia aun estuviera dando vueltas por el barrio. Olvidó todo. Estaba entregado a la realidad de conversaciones por empezar que sabía bien nunca iban a darse. Tan absorto y entregado a esa realidad estaba que no escucho cuando la puerta de entrada se abrió. Por suerte, uno de sus primos pequeños llego dando trancazos a la habitación anterior a la que se encontraba e hizo trizas de un golpe uno de los floreros. Con el estallido Daniel volvió en sí y terminó la empresa de un fuerte golpe contra el aparato de teléfono. Media vuelta, se incorporó y dirigió a recibir con una amplia sonrisa a los familiares que volvían. EL rostro rojizo de tensión y la frente empapada de sudor. Estaban todos tan excitados que no prestaron atención. Aprovechó la desidia de los demás y se escabulló en segundos para encerrarse en su habitación.

Era la primera vez que se aventuraba fuera de las fronteras de la casa, la familia, la escuela, los principios y lo conocido. Estaba asustado. Estaba aturdido. La confusión era su estado. Pero se sentía como hace tiempo no lo hacía. Excitación e incertidumbre se mezclaban. Tenía miedo pero sabía que iría por más. Que había más y quería más.

Friday 1 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Tres: Casa de familia, ruido y soledad


 

Corría el año (como en las películas) 1997. Era miércoles. Sí, de seguro ¿cómo olvidarlo? Miércoles 27 de marzo. Al día siguiente daban comienzo las pascuas. Aunque la familia no era del todo católica, se aprestaban a colmar las fiestas de bien arregladas mesas ataviadas de ornamentados platos y dulces bebidas. Desde hacía días, la casa parecía haber estado reviviendo épocas de orgullo y buena fortuna perdidos hacía rato.

La vieja casona, donde Daniel había sido dado a luz, así como sus cinco hermanos, seguía siendo amplia. Había pertenecido a la familia desde tiempos inmemoriales, según gustaba repetir a sus padres. Era producto, según la misma fuente, de un obsequio que el mismo Roca había dado a su recontra tatarabuelo por las valerosas proezas de éste en el sur, decían.

Estaba postrada en el corazón de “Los Adobes”, pequeño y exclusivo barrio al norte de San Miguel. Allí sólo vivían familias de ex-aristócratas (como les llamaban), ricos de siempre y de los nuevos. Sin embargo aquella villa que antes se mostrara opulenta y pujante debido a años de cosechas y precios del azúcar, caía ahogada por su propio peso. El caserío todo se encontraba rodeado por un muro como de metro y medio hecho de grandes ladrillos amalgamados por un viscoso elemento parecido a las heces en su inigualable aroma, especialmente los días húmedos o lluviosos. Por cada punto cardinal contaba de una entrada idéntica con gigantescos portones traídos directamente de la madre patria, ya vetustos, y ganados por el óxido y corroídos hasta sus entrañas. La calle principal, única que se mantenía de adoquines desde la colonia, remataba en el hogar de los Alva.

Los magníficos jardines que rodeaban la entrada y el patio de atrás eran conocidos más allá de la comarca. Su fama, aseguraban, llegaba fuera de la provincia. Era usual ver extranjeros acercándose a tomar fotografías. Tulipanes, cretonas, rosas en todas sus gamas, jazmines de suaves fragancias se combinaban a lo largo de las estaciones y mantenían con hidalguía la vivienda familiar entregada, parecía, al olvido y la lenta destrucción. 

 

Volviendo al miércoles 27 de marzo, la antes gran mansión, desacostumbrada a los banquetes y fiestas de antaño, había estado recibiendo toda la semana parientes que llegaban de quien sabe dónde. Venían a pasar el fin de semana largo de todas partes del país. Hermanos y hermanas del padre y de la madre, respectivas parejas, esposos y esposas, primos y primas, y algún que otro amigo de uno de los parientes se mezclaron en esa casa desde la noche del jueves hasta el domingo siguiente a media tarde.

Algunos se quedaban en la casa de los Alva los cuatro días. En general, compartían una habitación divididos por familias así que terminaron durmiendo en camas, sillones, colchones improvisados con almohadones y hasta con una frazada en el suelo. Los que no se quedaron en la casa y prefirieron algún hotel u hostería local, llegaban a cualquier hora, sin falta, todos y cada uno de los días por lo menos para la hora del almuerzo y la cena—que en realidad era el mismo acontecimiento ya que se empezaba a comer tarde, a eso de las dos, se continuaba con postres, tortas y facturas acompañados de mates y algunos bizcochos de grasa o pasteles de dulce de membrillo o batata, para luego volver a poner la mesa y seguir comiendo a eso de las ocho de la noche. El desfile tanto de gente como de platos y bebidas era incesante.

En el reparto de piezas a Daniel no le fue tan mal. Se quedó en su cuarto. Pero, acostumbrado a estar solo cuando quería, ahora tenía que compartir espacio con cuatro primos que nunca había visto antes en su vida. Para colmo de males, él que ya había dejado de ser un adolescente, tuvo que soportar el ultraje de ver como sus primos de seis y ocho años jugaban con sus artículos de colección, y los otros dos primos, de 15 y 16 años, cuchicheaban acerca de sus extrañas preferencias. Es que Daniel, pese a su edad, seguía coleccionando elementos que para otros resultarían algo raros en alguien de su edad. Por un lado, aun gustaba de juntar muñecos de plástico y peluche de personajes animados de televisión; por el otro, coleccionaba con esmerada dedicación estampillas y monedas. Así que pueden imaginarse la cara que puso cuando regresó a la habitación en una oportunidad y encontró a dos de los primos repartiéndose sus monedas, y a los otros dos primos, jugando con los peluches.

Estas no eran las únicas ‘obsesiones’ de Daniel. Extremadamente puntual, serio por demás, encantador cuando quería pero hermético la mayoría de las veces. Esta ocasión probó ser una de esas veces. Subía a la habitación, la encontraba vacía o no invadida, y se quedaba cuanto podía. Inmediatamente luego que alguien, quien fuera, abriera la puerta, se incorporaba de un salto, ponía cualquier excusa y volvía a la cocina, al comedor o a donde estuviera nuevamente solo. Sino encontraba espacio para él y su alma, tomaba la calle y deambulaba por la zona hasta que el estómago le mandaba volver. Incluso, si podía arreglárselas con algo de cambio para comprar cualquier alimento que le sirviera de paliativo o siquiera engañarse y ganar unas horas o minutos, lograba escapar del bullicio tanto cuanto fuera posible.

Así las cosas, Daniel pasó de jueves a domingo por un sinnúmero de estados de ánimo. El miércoles, sabiendo que las visitas llegarían el día siguiente, no durmió bien lo poco que pudo conciliar el sueño. No conocía a la mayoría de quienes iban a visitar o quedarse en la casa. Además, sabía que su habitación estaba por ser invadida. El jueves se despertó temprano—o mejor dicho, ya estaba despierto, no aguantó más en la cama, y bajó las escaleras a eso de las 6 de la mañana. Ya comenzaba a sentirse incómodo. Si bien no era antisocial, tampoco estaba acostumbrado a tener gente en casa más allá de padres y hermanos. Sin embargo, desde hacía un  tiempo se sentía extraño. La sola diferencia era que esta vez esa incomodidad podía ser adjudicada a la visita desafortunadamente extensa de la parentela.