Bien al centro, edificios altos. Cada vez
más dentro de la Avenida comienzan a achicarse y se transforman de oficinas en
lo que deben ser departamentos. Algún que otro negocio. Una plaza o plazoleta a
mano derecha. Más edificios de departamentos. Una marea de automóviles detrás,
al costado y por delante del taxi. En su vida había visto tantos vehículos
juntos. Gente yendo, gente viniendo. Algunos solos, otros en parejas o paseando
perros, otros tantos en grupos.
Daniel miraba a través de la ventanilla
entreabierta a diestra y siniestra. Giraba la cabeza y miraba hacia atrás.
Tenía miedo. Estaba excitado. Se sentía vivo. Unos 15 a 20 minutos después de dejar Retiro y el
taxista repite por tercera vez, ahora casi gritando— ¡Muchacho! ¡Acá estamos!
¡Ya llegamos! Daniel lo mira, no entiende. Un segundo después se da cuenta como
en una revelación: está en Buenos Aires. ¡Llegó a destino!
Deja el taxi, toma la maleta, paga y le
da la espalda al auto y al conductor que aún estaba contando el dinero
recibido. Como en trance, mira los edificios frente a él. Luego mira hacia
arriba y entretiene el pensamiento viendo un balcón seguido de otro y otros
tantos. Este sería su nuevo hogar por ahora, por quien sabe cuánto.
A paso lento llega a la entrada de uno de
los edificios. Llama como había arreglado de antemano a la portería. Una voz
entrecortada, lo que parece una y media frase, silencio. Daniel no entiende. Un
minuto, cinco minutos, diez minutos esperando. Al rato, un hombre de mediana
estatura y mediana edad (o al menos eso aparentaba) se aparece vestido de overol
con la parte superior desabotonada, mostrando algo se su velludo pecho. Era el
portero.
Se miran de reojo, se presentan y Daniel
es admitido. Caminan por el hall de entrada. Espejo contar la pared derecha (de
hecho, todo el muro esta espejado). A la izquierda, pared blanca con un macetón
en la esquina y un palo de agua que aseguraba muchos años y poco cuidado. Las
paredes se acercan luego de unos metros en un pasillo angosto. Allí, puertas
para dos ascensores. Al final, otra puerta que debería ser para la escalera de
emergencia.
Llaman al ascensor. No hay dialogo. Las
puertas se abren. Entran. El portero presiona el número siete. La subida se
sintió lenta, muy lenta para Daniel. Observaba de reojo al portero de tanto en
tanto. Recién ahora se daba cuenta que no conocía su nombre. Le
preguntó—Disculpe, ¿cómo se llama?—a manera de excusa para iniciar una
conversación. —Raúl—contestó secamente
el interlocutor y continuó con la mirada fija en la pared del ascensor. Daniel miró
el techo, el piso, a los costados. Se sentía incómodo. De tanto en tanto
observaba en overol abierto del hombre y su pecho velludo.
Llegaron al séptimo piso. Vuelta a la
derecha, y otra vez a la derecha. Departamento A. el portero toma de su
bolsillo un manojo de llaves y abre la puerta. Pasa Daniel. Pasa el portero. Vuelve
a meter la mano en el bolsillo y saca un minúsculo llavero con dos llaves,
estira el brazo y las deposita sin más aviso o ceremonia en la mano derecha de
Daniel (quien intuye son las llaves de acceso al edificio y a su nuevo
departamento). El portero se da media vuelta, sale y cierra a puerta detrás de él.
Daniel se ve solo en ese, su nuevo hogar.
No entendió muy bien a su anfitrión. Se quedó pensando medio perplejo unos
segundos. Sacudió la cabeza como sacándose la idea de encima y observólo todo
por primera vez. Era un espacio amplio. O así parecía puesto que en realidad
estaba pelado. Como mobiliario, una mesa con patas metálicas y tapa de vidrio
grueso transparente al medio de lo que sería el comedor, living o
living-comedor—pensó. De acompañamiento, cuatro sillas también con patas metálicas
y asientos y respaldos en símil cuero negro. Paredes blancas sin adorno alguno.
Alfombra verde claro que aun olía a pegamento. Hacia la izquierda de ese
ambiente, la cocina perfectamente instalada, impecable, con todas las comodidades
de un hogar moderno—horno y hornallas eléctricas, campana extractora de aromas
indeseables, frízer y heladera, lavaplatos, lavarropas, agua caliente y fría, y
algún que otro detalle que ahora mismo no me viene a la cabeza.
Se sintió bien, muy bien. El olor a la
alfombra nueva o el pegamento que usaron para fijarla le recordaría siempre ese
momento con felicidad. Volviendo hacia la puerta de entrada, que da lugar a una
especie de pasillo interno, dos puertas enfrentadas. De un lado, el cuarto de baño
con lo básico, muy básico—ni siquiera un espejo. Del otro lado, la que sería su
habitación. Abre la puerta y se encuentra con un ventanal de frente y paredes
blancas más la misma alfombra verde claro que se repetía en todo el piso del
departamento, excepto el baño y la cocina.
Volvió sus pasos hacia el cuarto
principal, la gran sala que sería su living-comedor y cocina. Abrió la maleta. Se
dio cuenta que no tenía lugar donde colgar sus cosas, no habían cajones o
armarios donde acomodarlos. De seguido, pensó en comer. Frízer y heladera
estaban obviamente vacíos. Era media tarde. Estaba cansado. Pensó en bajar por
comida pero recordó que lo único cerca era una estación de servicio con el
respectivo kiosco. Preguntar al portero parecía un esfuerzo titánico. No por lo
hermético que se mostraba este personaje más por las pocas ganas y escasas energías
que le restaban a Daniel.
Miró nuevamente dentro de la maleta. Encontró
alfajores, turrones y una bolsa de frutos secos. Agua seguramente tenia. Lo comprobó
revisando la grifería en la cocina y baño. Era un hecho. Tenía todo lo
suficiente como para no morirse de hambre o sed lo que le restaba del día. Allí
se quedaba. Al día siguiente exploraría el área.
¿Y dormir? No había cama. Más bien, no había
mueble alguno. Solamente la mesa y las cuatro sillas. La alfombra era nueva, se
notaba. Esponjosa sí, pero no como para servir de cama, ¿o sí? Tiró un tallón
al piso, se acostó encima. Empezó a moverse de un lado a otro. Se quedó boca
arriba, viendo el techo blanco, viendo la nada, pensando en nada. Cerró los
ojos, se durmió. Estaba en casa.
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