Un día de esos, como tantos otros, me levanté al
alba como de costumbre, sin razón alguna en particular. Sin embargo, desde que
abrí los ojos sentí algo distinto, en el aire… no, no en el aire ni en el
ambiente. Más bien dentro, en mi.
Me incorporé del lado izquierdo de la cama, miré los
despertadores, eran pasadas las 6:30 am. Desde la ventana hacia la izquierda de
la cama asomaba un cielo gris, pero no amenazaba con lluvia. Tardé unos
segundos, me incorporé y fui al cuarto de baño. Como cada mañana cepillé los
dientes, enjuagué el rostro con agua fría luego de la afeitada, pero esta vez,
al detenerme en el espejo y ver el reflejo algo había cambiado. No era visible,
más bien una sensación. Me miraba, me observaba, pero no era la misma imagen de
cada día. Extrañamente, no estaba sorprendido.
Bajé las escaleras, preparé el desayuno teniendo en
cuenta perfecto balance entre proteínas, carbohidratos, y grasas. Cada
movimiento, cada detalle, cada parte del procedimiento, como siempre aunque
distinto. La cuchara de madera se mostraba áspera, los huevos al romperse
contra la sartén sonaban a pequeños estallidos, hasta el liquido semi-coagulado
que dejaban detrás parecía traer consigo un quejido sordo. Los aromas llenaron
la habitación, invadieron los sentidos. Cuando sentado a la mesa, cada bocado
era diferente al anterior y al que seguía. Y mientras mascaba, una danza de
aromas y sonidos de aquí, allá, y más lejos entretenían el caos circundante.
Como de un sueño, en un instante de lucidez entendí
perfectamente que lo que el ambiente abría al juego estaba allí acompañándome
de seguro cada mañana. Y sin embargo, esta vez la profusión de colores,
sabores, músicas y ruidos lo invadía todo, me invadía. Y yo me dejaba invadir.
El día entero transcurrió como cualquier otro.
Vestirse, tomar el transporte de A hacia B, trabajar, diálogos en piloto automático,
más trabajo, transporte de B hacia A, y vuelta a lo familiar, al hogar. Toda la
sucesión de eventos era, había sido parte de aquella rutina diaria que me había
acompañado por años. Algo había cambiado. Estaba como desdoblado. Sí, eso,
desdoblado es la expresión que cabe. La parte inconsciente, o física, por
llamarla de alguna manera, continuaba con las actividades y hechos del día,
interacciones con otros, el hacer y el no hacer. Pero esta vez existía otra
parte, más consciente, más presente, no necesariamente en el mismo cuerpo
físico, mas era evidente en alguna otra forma de presencia, de existencia. Me
sentía, sabía observado, mirado, oído, escuchado. Y lo que resultaba de esas
observaciones y escuchas no hacia más que incorporarse, volcarse gentilmente en
el mismo ser que era observado, escuchado, en este ser que ahora mismo escribe
estas líneas.
[…]
Frente a mi, el infinito. Si bien observo, reconozco
un muro a unos metros por delante, sé que hay continuidad detrás, más allá; lo
intuyo, lo percibo. Es cierto, no lo veo. ¿Necesito hacerlo? Tampoco. Y no es
que sea un conocimiento que viene de experiencia previa, el haber estado del
otro lado, o alguna teoría. Está allí, y cada célula, cada átomo que compone
las células que me forman lo saben.
Los sonidos. En principio, si continuo con lo
diario, absorto, nada. Me detengo. El refrigerador, voces de vecinos, alguna
mascota, alguien aparcando, y más. Todos a una vez primero. De la nada a la
profusión, a la sinfonía de ruidos cotidianos. Luego, los elijo. Sí, comienzo a
jugar, doy mayor atención a uno en particular y los demás se ocultan, enmudecen.
Siguen allí, de seguro. Como un ente, como una figura con distintos velos. Tomo
uno, dejo el otro, juego con el todo. Descubriendo la verdad dentro de cada
cosa, momento, sensación, acto u omisión. Y no es más difícil o complicado que
quedarme quieto. O mejor, puedo aun moverme, pero con el mundo, y no solamente
estando dentro, sin siendo parte del todo.
¿Será eso que llaman estar presente? Posiblemente.
¿Es esto estar “iluminado”? No lo sé. No me siento distinto que ayer, que hace
un año, que hace un momento. Sí, la percepción, mi percepción cambió. Es decir,
el modo, la forma de percibir de seguro son las mismas−mis ojos, oídos−mas el
grado o nivel de atención que doy a aquello que percibo es indudablemente
diferente.
Otro elemento que noto, el tiempo. No lo he pensado
antes, pero este mismo momento parece inmóvil, eterno, tranquilo. De alguna
manera el resto del mundo sigue; lo observo, lo escucho, lo huelo. Pero el que
no se mueve es este que escribe, soy yo. No físicamente, mas bien en tiempo. Es
algo así como estar en el centro de un huracán−imagino. Todo alrededor sigue
siendo, asumo que también yo lo hago, pero en dos tiempos distintos, en un
mismo momento. O al mismo momento, peor a dos velocidades distintas.
Para confirmarlo mi mente científica, algo incrédula
por cierto, me lleva a chequear el reloj en la pared. Efectivamente, 10 minutos
más tarde que antes, y 20 minutos más tarde que la primera vez que hice el
experimento. Mas debo confesar que los primeros 10 minutos se sintieron breves,
muy breves. En cambio, los segundos 10 minutos pasaron tan lento…