Wednesday 29 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Once: Amores extraños


“Ya sabía que no llegaría, ya sabía que era una mentira. Cuanto tiempo que por él perdí… Son amores problemáticos, como tú, como yo…. Es la espera en un teléfono, la aventura de lo ilógico…” Laura canta desde el reproductor de discos compactos. Daniel había vuelto a Buenos Aires, ahora en un departamento amplio entre La Boca y San Telmo.

Techos altos, habitaciones de proporciones generosas, alquilaba la parte superior derecha (la mitad en realidad) de una especie de enredo de edificio. Es que San Telmo y La Boca aun guardan la magia de aquellos días de inmigrantes llegados a la nueva tierra llenos de esperanza con solamente sueños en los bolsillos. Los que llegaban al puerto de Buenos Aires lo hacían justamente por La Boca. Algunos fijaban raíces inmediatamente allí, a metros del desembarque. Y es así que nacieron los conventillos. Primero, a la calle, una puerta ancha y alta o dos puertas angostas y altas, generalmente de madera noble y oscura, a veces con vidrios reparticos de un color impenetrable y picaporte de bronce. Al abrirla, uno encuentra incluso hoy un largo y angosto pasillo de techo alto y piso de lajas o cerámicos cuadrados, generalmente blancos o negros, salpicados de manchas también blancas o negras semejando mármol. Inmediatamente después de la estrechez del pasillo, el gran patio. Muchos, muchos años antes, estos patios contaban al centro con un aljibe. Algunos pocos sobreviven en Buenos Aires. A cada lado del patio, en cada uno de los cuatro costados, puertas: dos contiguas al pasillo, dos a la derecha, dos a la izquierda, y dos al frente. Haciendo esquina entre la pared del fondo y de la derecha, casi a manera de acuerdo implícito entre los constructores de la época, los piletones para lavar la ropa a mano, con dos o tres canillas que sólo contaban y cuentan con agua fría. Junto a los piletones, la escalera algo angosta lleva al primer piso. La distribución de puertas se repetía.

Daniel había logrado ponerse en contacto con uno de los inquilinos, Marcia López, gracias a una nota a mano alzada a manera de aviso que encontró fijada en la Facultad entre tantos otros avisos. Marcia, como tantos otros estudiantes y trabajadores del interior, se había mudado a Buenos Aires en busca de un futuro mejor. La dueña del conventillo la había designado como administradora de hecho, cosa que a Marcia le venía bien pues a cambio contaba con un techo a mitad de precio de manera que podía ahorrar parte de lo que recibía como moza para enviar a sus padres, ya ancianos. Además de Marcia, prostitutas, bohemios, drogadictos y profesionales completaban el pintoresco paisaje.

Le tocó en suerte la puerta del primer piso, la del fondo a la derecha. Digo puerta pues no era solamente una habitación. Al abrirla daba al primer cuarto, que a su vez se comunicaba con otro algo más pequeño, la pieza. Del otro lado, otra puerta que daba al baño, compartido con la siguiente habitación y el inquilino de turno. El precio fijado por el alquiler más que razonable. La crisis en que Argentina caía de nuevo y la mala reputación del barrio, o al menos de esa parte del barrio, ayudaban. Y luego de vivir en Madrid entre locos y cuerdos, esto le pareció un paraíso.

 

Se había recibido. Trabajaba en una compañía importante en el centro, una multinacional que prometía una carrera que lo llevaría por varios rincones del mundo. Era cierto, poco más de un año de comenzar con ellos tendría el ofrecimiento de ser trasladado a la sede principal en Madrid, cosa que haría sin dudarlo.

De la familia, poco y nada de contacto. Seguía manteniendo la comunicación telefónica semanal con el padre más por costumbre que por sentimiento. El padre vivía ahora solo en la gran casa familiar, y como esos muebles que quedan arrumbados y en desuso y nadie recuerda, lo encontraba cada día en los mismos lugares con las mismas rutinas esperando reencontrarse cuanto antes con la compañera que se había ido de viaje. Con los hermanos el contacto era inexistente. Los vería de hecho en ocasión del funeral del padre años mas tarde.

 

Amigos no tenía en Buenos Aires, en Madrid, y en San Miguel eran aquellos de una infancia olvidada, dejada atrás, muy atrás. No había razón alguna para volver a ella. Conocidos a montones tanto en la Facultad como en la multinacional. Cenas de negocios, almuerzos a las corridas entre reunión y reunión, algún que otro café con colegas y clientes lo llevaron a tejer una telaraña de contactos invisible pero tan sutil como sólida. Le permitiría tener una carrera meteórica con dirección a Madrid.

 

Relaciones de pareja, esporádicas si merecen algún mote. Por desanimo, por miedo, por no echar el ancla, por seguir volando, u otra razón, o todas ellas juntas, no había relación que le durara. Al principio, cuando volvió a Buenos Aires, hizo como en Madrid. El sexo por deporte y esporádico le venía bien para descargarse y conocer cuerpos ajenos y el propio. Luego de hartarse ya que más calidad era cantidad, sin hacer asco de nada ni nadie, terminó por completo con esas aventuras. Para cuando lo hizo, contaba con una agenda completa de regulares para saciar el vientre. Del alma no se ocupada. Estaba tranquilo, en su centro. Entendía bien ahora que no era el tiempo de amarrarse a otro ser, que nunca lo sería. Y entendió finalmente que aquel tiempo de Pablo, aquellos años en realidad no fueron más que una estratagema inconscientemente diseñada, inteligentemente creada para mantenerlo vivo, esperanzado en algo, en alguien, que era inexistente, o mejor,  creado, pero que a la vez le daba entidad, lo hacía sentir ser. Solamente luego de dar tumbos y círculos en la vida que lo harían pasar por las mismas situaciones una y tantas veces lo abrirían al entendimiento final que lo haría trascender más allá de los demás, de las circunstancias. Se desidentificó. No necesito más de Pablo, ni de ningún otro u otra. No necesitó de Madrid, Buenos Aires o San Miguel para definirse. Se perdió. Y solamente cuando se perdió entendió, se encontró.

 

 

 

Wednesday 22 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Diez (segunda parte): Vuelta al "Tren a Ezpeleta"


 

Primero fue un cuchicheo. Se abstrajo observándolo todo en la habitación. Mas ahora, el tono de voz del padre aumentaba con cada frase. Indudable, Pablo no tenía intención alguna de salir al encuentro. O al menos eso parecía.

Al rato el padre sale por la misma puerta por la que había desaparecido. Le comenta que Pablo ya llegaba, que había estado indispuesto o algo así y que por eso se demoraba, que le pedía disculpas, y algunas explicaciones más que sonaban a pretexto.

Recién en ese momento el padre se da cuenta que no había ofrecido si quiera agua al invitado, quien hacía ya casi una hora estaba sentado a la mesa esperando. Cuando por fin iba a hacer la pregunta, aparece Pablo. Como si alguien le hubiera hecho un gesto o dicho algo, el padre saluda a Daniel y sin más se despide, saliendo por la puerta de entrada.

Primero, silencio. Pablo dio unos pasos pero luego se quedó inmóvil a la cabeza de la mesa, sin decir palabra. Daniel se incorporó. Había imaginado este momento incontables veces. Lo había ensayado, modificado, y vuelto a ensayar mentalmente. Ahora que estaba allí solamente atinó a levantarse, dirigirse hacia Pablo y darle un beso en la mejilla como si se hubieran visto el día anterior. Volvió a su lugar, se sentó. Pablo tomó asiento también. Sin palabras aun.

Daniel inició la charla con preguntas generales y en piloto automático, sin prestar atención alguna a las respuestas— ¿Cómo estás?, ¿Qué es de tu vida?, ¿Cómo anda el trabajo?, y demás protocolo social. El otro, apenas contestaba—bien, todo igual, algo lento con esta crisis. Acto seguido, Daniel hizo un resumen de acontecimientos desde el día en que se conocieron hasta los últimos eventos. A Pablo poco le interesó el relato. De hecho sólo pareció importarle la mención de Madrid. Pasó por alto Buenos Aires, la Universidad, la situación familiar, y todo el resto. Pero, cuando mencionó Madrid, se le abrieron los ojos y cambió hasta la postura, se sentó erguido. — ¿Cómo es Madrid?, ¿Los españoles?, ¿Se vive bien?, ¿Hay trabajo?, ¿Cómo es la noche madrileña?, ¿Se liga?

A Daniel le resultó extraño. Sintió algo definitivamente raro, pero no entendió porque en ese momento. Lo haría tiempo después. Ahora, como parecía ser el único tema de conversación que despertó el interés del interlocutor, procedió a dar detallada cuenta de cuanta información le era requerida. Tanto fue el interés por las salidas nocturnas, fiestas privadas, y demás experiencias con otros que tuvieran que ver con lo sexual y el places que Daniel comenzó a sentirse incómodo y, a la vez, sin respuestas. Si bien su experiencia era basta, no lo era tanto, y tampoco le interesaba dar cuenta de ella. No había participado de eventos así, y de hecho, ni siquiera había pensado acerca de la mayoría. Tampoco se hubiera imaginado hacerlo, no por desconocimiento o temor, sino porque no le interesaba ese estilo de vida.

Cambió de tema abruptamente. El otro intentó seguir con el interrogatorio pero se encontró con un muro, monosílabos o pretendido desconocimiento acerca del tema. La conversación se estancó nuevamente. Daniel sentía sobrar allí. No por incomodidad o no ser bienvenido. No era ese su lugar. Cada partícula del ser se lo estaba diciendo, gritando. Se incorporó, preguntó la hora, y sin escucharlo, dijo que era tarde, que tenía que volver a la estación a tomar el tren de vuelta a Constitución.

Pablo, como salido de un trance, se perturbó algo por el cambio de dirección. Estaba acostumbrado a guiar, marcar la dirección, y no entendió bien esa falta de cooperación. Ofreció acompañarlo hasta la estación primero, y luego de la negativa de Daniel a la oferta, insistió enérgicamente— ¡es lo menos que puedo hacer después de tantas molestias que te has tomado!—Daniel asintió con la cabeza pero no pensaba. Ya tenía la mano en el picaporte de la puerta de entrada y estaba listo a emprender la vuelta. En su interior había terminado la página, la había dado vuelta, y se había encontrado sin esperarlo con el final del capítulo.

La próxima media hora la pasarían caminando y esperando el tren, sin mucho intercambio de palabras. Daniel no tenía deseos de continuar hablando. Sentía que cada frase era un esfuerzo, y con cada una se cansaba. Pablo mostraba seguir interesado pero solamente en un tema: cómo llegar a Madrid y establecerse allí y, de ser posible, trabajar en la noche. Daniel ya no escuchaba. La voz del otro pasó a mezclarse con el sonido ambiente. Primero, impaciente por la llegada del tren. Luego, abandonado en su cuerpo, con una sensación de calma que no había sentido hace tiempo y que, sin embargo, era la primera vez en que le era evidente. El interlocutor estaba físicamente a su lado pero podría haber sido cualquier otra persona en cualquier otro lugar. Estaba más allá. No se esforzaba en ignorarlo, le era indiferente en lo absoluto. Tampoco era asco lo que le producía, ni lástima, ni rechazo. Era nada. Llegó a preguntarse asimismo qué hacía allí, quién era ese a su lado que le estaba hablando, que movía los labios y le dirigía la mirada.

El tren llegó puntual. De tres pasos, Daniel se acercó a uno de los vagones y tomó el estribo para subir. Sintió una mano en el hombro derecho que le impidió hacerlo. Era Pablo. Comprendió que había sido acompañado a la estación. Recién en ese momento entendió que estaba en Ezpeleta. Reconoció al que estaba frente suyo mirándolo. Lo sobrevino una sensación de profunda incomodidad. El otro se le abalanzó para abrazarlo y despedirse. Daniel se hizo a un costado y extendió el brazo para darle la mano. Pablo, perplejo, estiró el brazo también. Se saludaron como dos colegas despidiéndose al terminar una reunión de negocios. Daniel le dio la espalda, tomó el estribo, y en tres o cuatro trancos, desapareció en el vagón. El tren comenzó a moverse lento. Una, dos, tres pitadas. Pablo quedó parado, inmóvil, hasta que el tren se desdibujó a la distancia.

Wednesday 15 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Diez: Vuelta al "Tren a Ezpeleta"


Se quedó allí, sentado contra el poste de luz por horas. Se había dormido, vencido por el cansancio, la espera y el aburrimiento. Lo despertó un perro que al pasar se le acercó a olerlo. De un salto estaba de pie. Eran las 6:30 de la mañana. Decidió esperar un poco más para golpear. Pensó en caminar algo, dar vueltas. Pero de inmediato se sacudió esas ideas. No quería tentar la suerte y que justamente mientras caminaba, el otro desapareciera, se hiciera humo nuevamente. Tomó el puesto, el de la esquina, con renovada disciplina, esta vez parado para que no lo vencieran el cansancio ni el sueño. Pasaron las 7, se hicieron las 8. Un hombre salió por el espacio que parecía un garaje. De mediana estatura, cabello corto y gris, vestía camisa a cuadros azules con grandes rayas blancas, pantalón de algodón gris, de esos que se usan en talleres mecánicos, unas pantuflas o sandalias. No pudo verle la cara a la distancia así que sin dudarlo un segundo, se acercó, estiró la mano derecha, y se presentó.

 
Sin que el hombre dijera aun una palabra, tan pronto como se dio vuelta para ver quien buscaba de su atención, Daniel instintivamente supo que era el padre. Aquél con quien había tenido incontables conversaciones telefónicas tiempo atrás. Luego de las presentaciones, que no hacían falta, pues el padre también supo de inmediato de quien se trataba, titubeó pero le confirmó que Pablo estaba en la casa, que recién se levantaba o estaba por hacerlo, y que lo acompañara adentro para esperarlo.

 
Pasaron por el garaje. La puerta de acceso estaba al costado como había pensado. De antepuerta, varias tiras de plástico de color verde, de las que había visto en la infancia generalmente en entradas de verdulerías de barrio. Casi pegada a las tiras, una puerta de metal marrón que se notaba hueca. La habitación que empezaba después estaba algo oscura. La luz que la iluminaba era la que entraba por las hendijas de las persianas metálicas que hacían de frente de la casa. Lo invitó a sentarse mientras iba a ver qué estaba haciendo Pablo.
 

Solo en la habitación, comenzó a sentirla con cierta decepción. La realidad era menos pintoresca de lo que había imaginado. Evidentemente, había idealizado hasta la casa. No es que esperaba un castillo o mansión. Pero tampoco ese espectáculo decadente. Además de iluminación a medias, lo recibió un fuerte olor a humedad, tan típico de las casas de ancianos que han dado el brazo a torcer y están dejándose ganar por la nostalgia o las ganas de comenzar otra existencia o terminar con esta. Se encontró sentado a una mesa oval, de madera enchapada con sillas rodeándola. El ocupada una banqueta plástica. Ni la banqueta ni las sillas hacían juego entre sí o con la mesa y mostraban serias señales de deterioro. Todas con patas metálicas pero con asiento y respaldo de distintos colores, tamaños, y texturas. No quería pensar mal pero imaginó que las habían encontrado una por una en varias ocasiones distintas.

 
La habitación en sí misma pequeña exudaba más que modestia, desarreglo y mal gusto. No es que había poco y barato. Había poco, efectivamente, pero la mayoría de las cosas denotaban desidia, desuso, o abuso. Frente a él, desde donde estaba sentado, había una puerta delante, otra a la izquierda, y otra a la derecha. La de la izquierda era aquella por la que había entrado, la puerta de acceso principal a la casa seguramente. La de adelante, aquella por la que el padre había desaparecido, por lo que supuso daba a los cuartos—si es que había más de uno. La de la izquierda, un baño pensó o la cocina, de la que no había señales. A sus espaldas, las persianas metálicas.

 
Entre la puerta por delante y la de la derecha, haciendo esquina, un mueble de madera marrón claro, también enchapado, con dos puertas al pie, y vidrio de seguido que permitía ver varios estantes. En cada uno de ellos, en ningún orden en particular, tazas de distintos tamaños, diseños, y materiales, una tetera que no coincidía en tono o calidad con el resto de los adminículos, varios adornos pequeños que serían suvenires de casamientos, bautismos o comuniones de hace ya años—angelitos desalados, una iglesia de galleta o lo que quedaba de ella, una cruz, algunos corazones, y otras chucherías más. Polvo en cada uno de los estantes que era tan abundante como fácil de notar, aun separado por algo más del metro entre el mueble y él.

 
En la otra esquina, entre la puerta que tenía en frente y la que usaron para entrar, una mesa baja de material desconocido—era negra y tan oscura que no era posible distinguir de que estaba hecha—y gusto al menos dudable. A ambos lados, sillones individuales, uno de cuero— ¿o plástico que aparentaba ser algo que notoriamente no era?—y otro de mimbre desmimbrándose.

 
Entre la puerta de acceso y las persianas metálicas, un mueble grande y robusto contra la pared, ocupándola casi por entero de piso a techo, y desde la puerta hasta unos centímetros antes de las persianas. Similar al esquinero, al pie varias puertitas. En medio, espacios huecos abarrotados de cosas pequeñas y polvorientas—caracoles, ceniceros, estatuitas, papeles, y más. Por encima, otra hilera de puertitas, esta vez de vidrio color caramelo que dejaban entrever con dificultad varios estantes. La patética parafernalia se repetía. El polvo, también. Una sola diferencia. Al centro, en el estante del medio, la única fotografía en la habitación. Eran Pablo, el padre, la que sería la madre, y otro muchacho, que intuyó se trataría del hermano.

 
Contra las persianas metálicas, muchas cajas de cartón de diferentes tamaños, algunas cerradas, otras abiertas, unas apiladas sobre otras hasta media altura respecto de las persianas. Y desde las persianas hasta la puerta de la derecha, contra la pared restante, uno de esos multi-mini-gimnasios hogareños. Es decir, esos aparatos que prometen ser útiles tanto a la hora de endurecer glúteos como de ensanchar la espalda y dejar macizo el pecho pero lo único que hacen es ocupar espacio. Era a todas luces el único objeto en la habitación entera que no tenía polvo.

 
Un cuchicheo rompió el silencio. Escuchó la voz del padre elevarse…

Wednesday 8 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Nueve (segunda parte): Viento en contra


Sin pensarlo dos veces tomó unas pocas cosas, las arrojó en una pequeña maleta de mano, echó llave al apartamento, y se subió al primer taxi que vio. Minutos más tarde llegaba a Barajas. Allí compró el boleto de avión y dos horas después estaba de camino a Buenos Aires. De un lado, pese a que sabía que el contenido de la maleta no le serviría de mucho ni por mucho tiempo, estaba desconcentrado para pensar más allá de elementos esenciales como pasaporte y demás documentación. Por otro lado, las experiencias anteriores en Ezeiza le habían demostrado la ineficiencia absoluta al arribar y tenía bien en claro que si llevaba consigo otra maleta, entre migraciones y aduanas perdería entre tres y cuatro horas esperando en interminables hileras.
Como había previsto, dos aviones aterrizaron en Ezeiza, uno proveniente de Medio Oriente y el suyo, de Europa. El caudal humano era exuberante. Sin embargo, estaba aventajado ya que acarrear solamente una maleta de mano le permitió pasar por cuanto control había con relativa prontitud—tardaría hora y media en llegar hasta la salida final desde el arribo, pero era nada comparado con los otros viajeros que se encontraron de cara con la metáfora de la ineficiencia burocrática kafkiana.
Desde Ezeiza en taxi hasta aeroparque. Y de aeroparque, boleto a San Miguel. Cuando finalmente se abrieron las puertas hacia la sala de espera para recién arribados, dos de los hermanos, una hermana y un hermano lo estaban esperando. Lo comprendió de inmediato al verlos de pies a cabeza de negro. No necesito preguntarlo: la Mamá había fallecido horas antes de una complicación en la sala de terapia.
La primera semana transcurrió lenta. En la casa, solamente el Papá. Encontró todo en orden y limpio, como si la Mamá hubiese sabido que se iría de viaje pronto. Su habitación exactamente como el día que la había dejado para mudarse a Buenos Aires y luego a Madrid. La quietud del primer y segundo día se interrumpió con el velorio, que se hizo en la sala principal de la casa, y el desfile de familiares, amigos, conocidos, y desconocidos. Para el fin de semana la Mamá empujaba margaritas desde abajo y comenzaba a ser un recuerdo, cercano, pero un recuerdo al fin.
El Papá, aquel hombre ya entrado en años, se veía perdido sin la compañera de toda la vida. No lo decía, intentaba no demostrarlo, se esforzaba por hacerse ver como siempre. Pero era fácil entenderlo en sus ojos rojos de llanto contenido y el peso que perdió en pocos días. Los primeros días de la primer semana las visitas eran incesantes. Al tercer día, el del velorio, el número de presentes fue aún mayor. Al cuarto día, dejaron de llegar. Todos ofreciéndose para ayudar en lo que se necesitara. De hecho, se necesitaba de todo, especialmente manos dispuestas a tareas del hogar y acompañar al Papá. Absolutamente ninguno de los que ofrecieron apoyo incondicional y ayuda volvió.
 
Daniel se vio entre dejar al Papá con 70 años cuidando de sí mismo o quedarse por un tiempo a pechear la situación. Se quedó. De hecho, no sabía ni tenía en claro por cuanto tiempo lo haría. Tampoco le importaba. Sentía que debía hacerlo, no necesariamente como obligación hacia los padres, o para cumplir con la costumbre y usos sociales, o como contraprestación por los años de niñez en que ellos velaron por él. No, no lo sintió así. Simplemente se quedó.
Fueron semanas y las semanas que se transformaron en meses, todas duras, muy duras y de un crecimiento que no había esperado. El Papá contaba para poco y nada. Los amigos y conocidos nunca aparecieron. Y la familia, incluso los hermanos, tan unidos y cercanos antes, no daban muestra de contribución significativa. Alguna llamada telefónica los fines de semana, a las apuradas, preguntando por el estado del Papá y, si se prolongaba algo, sobre cómo estaba Daniel. Mientras tanto, nuestro protagonista había solicitado exención especial en Buenos Aires y Madrid por el resto del año. No era momento de continuar los estudios o de volver a Europa. Así, de estudiante de tiempo completo e individuo libre pasó a ser administrador general y trabajador principal y único de tiempo completo en la casa de la familia y para el Papá.
Con el tiempo se daría cuenta que esperaba más de los demás. En esas semanas y meses intentaría en varias ocasiones conseguir ayuda, principalmente, de la familia. Los pedidos expresos caían en oídos sordos. Tanto así que decidió un día no pedir más favores que iba a deber pero que nunca se concretaban. Al principio le resulto difícil de entender que gestos simples como invitarlo al Papá y a él a almorzar o cenar—después de todo cocinar para dos o para tres era lo mismo, pensaba—o hacer las compras semanales, o alguna visita de tanto en tanto no se produjeran. Pensó en varias posibles razones: lo consideraban lo suficientemente hábil, fuerte e inteligente como para sobrellevar la situación solo; contaban con él por no estar casado ni tener hijos; y con  el tiempo las razones le parecieron más bien subterfugios para excusas simples como desinterés y apatía. Después de todo, la proveedora, la Mamá había fallecido y la principal fuente de ingresos, el Papá seguía enviando los cheques con puntualidad.
Fueron tiempos difíciles, pero comenzó a entender con un entendimiento diferente al que viene de la inteligencia que es diferente aquello que es necesario de lo que es realmente importante. Se olvidó de banalidades, pasado y futuro, y se enfocó en la casa, el Papá y el hoy. Tenía bien seguro que no se quedaría. Y, sin embargo, sabía que el tiempo de volver a irse no había llegado. Leía entre líneas las elecciones que el destino le ponía por delante. Y siempre, como cuando niño, como cuando adulto, escogía salomónicamente entre aquella que lo beneficiaba exclusivamente y lo perjudicaba lo menos posible, y aquella otra que beneficiaba por entero al otro. Nunca se plantearía si se había equivocado. Sabía que la vida se escribe en borrador y nunca hay oportunidad de pasarla en limpio.

Monday 6 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Nueve: Viento en contra

Era octubre. Los días se habían acortado. El frio empezaba a invadir Madrid. Ese año llegaría con heladas temprano y hasta nieve en diciembre y enero siguiente. Daniel ya era parte—o al menos así se sentía—de la geografía local. Tenía rutinas instaladas desde hacía meses tanto para los estudios como para la vida en general. La mayor parte del tiempo la pasaba ahora en el campus universitario, entre las clases que atendía y la biblioteca. Allí mismo almorzaba, a veces solo, a veces en compañía de alguno de los estudiantes de turno pero nunca con la misma persona—al menos, no a manera de costumbre sino que si se daba el mismo individuo dos veces era mera casualidad.
Sin pensarlo, era la primera vez en mucho tiempo que la nostalgia de aquel primer encuentro no lo perseguía. Lo recordaba, sí. Lo haría siempre, o al menos pensaba por ese entonces. Pero de una manera distinta, latente pero no constante. Tenía la esperanza de borrarlo definitivamente de la memoria, de su ser. La contradicción yacía, como tantas veces nos pasa, en que la misma espera de lograr anular, extinguir algo, en este caso un vago recuerdo, lo vuelve a hacer presente una y otra vez; tantas veces como intentemos hacerlo a un lado.
De todas maneras las incursiones en lo desconocido, o mejor, en los desconocidos, habían cesado por completo. Entendía bien que al único que mentía era a él mismo. Ni siquiera frecuentaba a los regulares—ni se dejaba frecuentar. En los momentos o situaciones en que estaba solo y la universidad no llenaba espacios ni tiempos o las tareas relacionadas con lo doméstico lo ocupaban gustaba de ir al Parque del Retiro o a su apartamento y escuchar el silencio. Si era en el parque, se sentaba generalmente en las escalinatas que dan a la laguna entre locales y turistas y contemplaba el agua—solamente eso, la vista perdida en el líquido oscuro. Si era en el apartamento, se sentaba en el suelo en cualquier posición y allí se quedaba por largo rato observando algún punto en frente con los ojos entreabiertos y jugando a escuchar todo aquello que pudiera romper con la vacuidad sonora—electrodomésticos en automático, vecinos de arriba, de abajo o del costado discutiendo, hablando solos o con alguien, respirando fuerte, alguna mascota, bolsas o papeles estrujados, el ascensor abriendo y cerrando, y tantos otros. No sabría si era meditación lo que hacía. No concentraba la atención en la respiración, en algo específico y, sin quererlo, lo hacía en el todo al mismo tiempo. Nunca se lo cuestionó tampoco. Un día entendió bien que le era grata su propia compañía, que finalmente podía aguantarse, estar consigo mismo, y hasta gustar de su propia compañía, acompañarse. Se disfrutó desde entonces en una dimensión que no comprendía bien pero que tampoco le interesaba comprender.

Uno de esos martes como tantos otros, vuelto de la Universidad y luego de haber cenado, se disponía a ir a la cama cuando el teléfono rompió el silencio de la habitación. Era uno de los hermanos. No se hablaban seguido. Las conversaciones con la familia los domingos se habían espaciado. De un lado, Daniel gustaba cada vez más del silencio y menos de dar explicaciones o de participar de una conversación con el mismo contenido que el de la semana anterior. Del otro, la crisis financiera estaba presente y las comunicaciones internacionales eran un lujo que si bien la familia podía pagar, resultaron catalogadas de superfluas a la hora de recortar gastos. Le llamó algo la atención que la voz del interlocutor fuera la de su hermano y adivinó en el aire que algo andaba mal. Estaba en lo cierto. La Mamá había caído enferma. Un golpe de presión fulminante la tumbó como un rayo hace con un árbol, de golpe, certero, y en el acto. La encontraron minutos después entre el comedor y la cocina desparramada en el suelo, sin sentido, con espuma blanca cayéndole de los labios. Inmediatamente la cargaron en un auto al encontrarla y la trasladaron al hospital más cercano. EL estado, delicado. Todo había sucedido rápido, hacia menos de una hora. Esperaban hacerle estudios y que los especialistas llegaran.
Mientras escuchaba, Daniel no entendía bien que estaba pasando. A medida que recibía más información de boca de su hermano sentía como se encorvaba, se achicaba, hasta terminar de cuclillas en el suelo, con el teléfono incrustado en la oreja derecha. Venite lo antes que puedas, no sabemos qué vaya a pasar—terminó el hermano antes de despedirse.
Se encontró en silencio, solo en la habitación, en cuclillas, y con el tubo del teléfono aun en la mano. No atinó a hacer algo distinto. Se quedó quieto. Decidió tampoco llamar a persona alguna. Era tarde ya y además ninguno de los que frecuentaba en Madrid conocía a la madre. ¿Cómo iban a entenderlo? Se fue a acostar. Lo atrapó un sueño que no esperaba. Se durmió.

La mañana siguiente se incorporó en la cama. Todo parecía haber sido un sueño, más bien una pesadilla. Sin embargo, sabía bien que no había soñado. La mamá había sufrido un accidente y estaba internada. Saltó de la cama y fue hacia el teléfono. Marcó los primeros números y colgó sin terminar. Era temprano en Madrid. Entonces, era apenas de madrugada en San Miguel. Obligóse a esperar, cosa que no fue fácil ni grata. No quiso desayunar ni siquiera el café de cada mañana. No se lavó tampoco la cara. Así como colgó el teléfono, se sentó justo al lado de la mesita donde estaba apoyado y esperó paciente cuatro horas. ¡Timbrazo! EL ruido lo sacó del trance. Atendió. Era el mismo hermano que lo llamó la noche anterior. La mamá aun seguía sin complicaciones, pero sin mejoras. Los especialistas habían ordenado una serie de estudios y determinaron luego de ver los resultados que había sufrido un infarto. Decidieron no intervenirla, estaba demasiado débil. La tendrían en terapia intensiva con observación constante durante al menos 24 horas.