Se quedó allí, sentado contra el poste de luz por
horas. Se había dormido, vencido por el cansancio, la espera y el aburrimiento.
Lo despertó un perro que al pasar se le acercó a olerlo. De un salto estaba de
pie. Eran las 6:30 de la mañana. Decidió esperar un poco más para golpear. Pensó
en caminar algo, dar vueltas. Pero de inmediato se sacudió esas ideas. No quería
tentar la suerte y que justamente mientras caminaba, el otro desapareciera, se
hiciera humo nuevamente. Tomó el puesto, el de la esquina, con renovada
disciplina, esta vez parado para que no lo vencieran el cansancio ni el sueño. Pasaron
las 7, se hicieron las 8. Un hombre salió por el espacio que parecía un garaje.
De mediana estatura, cabello corto y gris, vestía camisa a cuadros azules con
grandes rayas blancas, pantalón de algodón gris, de esos que se usan en
talleres mecánicos, unas pantuflas o sandalias. No pudo verle la cara a la
distancia así que sin dudarlo un segundo, se acercó, estiró la mano derecha, y
se presentó.
Sin que el hombre dijera aun una palabra, tan pronto
como se dio vuelta para ver quien buscaba de su atención, Daniel
instintivamente supo que era el padre. Aquél con quien había tenido incontables
conversaciones telefónicas tiempo atrás. Luego de las presentaciones, que no hacían
falta, pues el padre también supo de inmediato de quien se trataba, titubeó
pero le confirmó que Pablo estaba en la casa, que recién se levantaba o estaba
por hacerlo, y que lo acompañara adentro para esperarlo.
Pasaron por el garaje. La puerta de acceso estaba al
costado como había pensado. De antepuerta, varias tiras de plástico de color
verde, de las que había visto en la infancia generalmente en entradas de verdulerías
de barrio. Casi pegada a las tiras, una puerta de metal marrón que se notaba
hueca. La habitación que empezaba después estaba algo oscura. La luz que la
iluminaba era la que entraba por las hendijas de las persianas metálicas que hacían
de frente de la casa. Lo invitó a sentarse mientras iba a ver qué estaba
haciendo Pablo.
Solo en la habitación, comenzó a sentirla con cierta decepción.
La realidad era menos pintoresca de lo que había imaginado. Evidentemente, había
idealizado hasta la casa. No es que esperaba un castillo o mansión. Pero tampoco
ese espectáculo decadente. Además de iluminación a medias, lo recibió un fuerte
olor a humedad, tan típico de las casas de ancianos que han dado el brazo a
torcer y están dejándose ganar por la nostalgia o las ganas de comenzar otra
existencia o terminar con esta. Se encontró sentado a una mesa oval, de madera
enchapada con sillas rodeándola. El ocupada una banqueta plástica. Ni la
banqueta ni las sillas hacían juego entre sí o con la mesa y mostraban serias señales
de deterioro. Todas con patas metálicas pero con asiento y respaldo de
distintos colores, tamaños, y texturas. No quería pensar mal pero imaginó que
las habían encontrado una por una en varias ocasiones distintas.
La habitación en sí misma pequeña exudaba más que
modestia, desarreglo y mal gusto. No es que había poco y barato. Había poco,
efectivamente, pero la mayoría de las cosas denotaban desidia, desuso, o abuso.
Frente a él, desde donde estaba sentado, había una puerta delante, otra a la
izquierda, y otra a la derecha. La de la izquierda era aquella por la que había
entrado, la puerta de acceso principal a la casa seguramente. La de adelante,
aquella por la que el padre había desaparecido, por lo que supuso daba a los
cuartos—si es que había más de uno. La de la izquierda, un baño pensó o la
cocina, de la que no había señales. A sus espaldas, las persianas metálicas.
Entre la puerta por delante y la de la derecha, haciendo
esquina, un mueble de madera marrón claro, también enchapado, con dos puertas
al pie, y vidrio de seguido que permitía ver varios estantes. En cada uno de
ellos, en ningún orden en particular, tazas de distintos tamaños, diseños, y
materiales, una tetera que no coincidía en tono o calidad con el resto de los adminículos,
varios adornos pequeños que serían suvenires de casamientos, bautismos o
comuniones de hace ya años—angelitos desalados, una iglesia de galleta o lo que
quedaba de ella, una cruz, algunos corazones, y otras chucherías más. Polvo en
cada uno de los estantes que era tan abundante como fácil de notar, aun
separado por algo más del metro entre el mueble y él.
En la otra esquina, entre la puerta que tenía en
frente y la que usaron para entrar, una mesa baja de material desconocido—era
negra y tan oscura que no era posible distinguir de que estaba hecha—y gusto al
menos dudable. A ambos lados, sillones individuales, uno de cuero— ¿o plástico que
aparentaba ser algo que notoriamente no era?—y otro de mimbre desmimbrándose.
Entre la puerta de acceso y las persianas metálicas,
un mueble grande y robusto contra la pared, ocupándola casi por entero de piso
a techo, y desde la puerta hasta unos centímetros antes de las persianas. Similar
al esquinero, al pie varias puertitas. En medio, espacios huecos abarrotados de
cosas pequeñas y polvorientas—caracoles, ceniceros, estatuitas, papeles, y más.
Por encima, otra hilera de puertitas, esta vez de vidrio color caramelo que
dejaban entrever con dificultad varios estantes. La patética parafernalia se repetía.
El polvo, también. Una sola diferencia. Al centro, en el estante del medio, la única
fotografía en la habitación. Eran Pablo, el padre, la que sería la madre, y otro
muchacho, que intuyó se trataría del hermano.
Contra las persianas metálicas, muchas cajas de cartón
de diferentes tamaños, algunas cerradas, otras abiertas, unas apiladas sobre
otras hasta media altura respecto de las persianas. Y desde las persianas hasta
la puerta de la derecha, contra la pared restante, uno de esos
multi-mini-gimnasios hogareños. Es decir, esos aparatos que prometen ser útiles
tanto a la hora de endurecer glúteos como de ensanchar la espalda y dejar
macizo el pecho pero lo único que hacen es ocupar espacio. Era a todas luces el
único objeto en la habitación entera que no tenía polvo.
Un cuchicheo rompió el silencio. Escuchó la voz del
padre elevarse…
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