Sin pensarlo dos veces tomó unas pocas
cosas, las arrojó en una pequeña maleta de mano, echó llave al apartamento, y
se subió al primer taxi que vio. Minutos más tarde llegaba a Barajas. Allí compró
el boleto de avión y dos horas después estaba de camino a Buenos Aires. De un
lado, pese a que sabía que el contenido de la maleta no le serviría de mucho ni
por mucho tiempo, estaba desconcentrado para pensar más allá de elementos
esenciales como pasaporte y demás documentación. Por otro lado, las
experiencias anteriores en Ezeiza le habían demostrado la ineficiencia absoluta
al arribar y tenía bien en claro que si llevaba consigo otra maleta, entre
migraciones y aduanas perdería entre tres y cuatro horas esperando en
interminables hileras.
Como había previsto, dos aviones
aterrizaron en Ezeiza, uno proveniente de Medio Oriente y el suyo, de Europa. El
caudal humano era exuberante. Sin embargo, estaba aventajado ya que acarrear
solamente una maleta de mano le permitió pasar por cuanto control había con
relativa prontitud—tardaría hora y media en llegar hasta la salida final desde
el arribo, pero era nada comparado con los otros viajeros que se encontraron de
cara con la metáfora de la ineficiencia burocrática kafkiana.
Desde Ezeiza en taxi hasta aeroparque. Y
de aeroparque, boleto a San Miguel. Cuando finalmente se abrieron las puertas
hacia la sala de espera para recién arribados, dos de los hermanos, una hermana
y un hermano lo estaban esperando. Lo comprendió de inmediato al verlos de pies
a cabeza de negro. No necesito preguntarlo: la Mamá había fallecido horas antes
de una complicación en la sala de terapia.
La primera semana transcurrió lenta. En la
casa, solamente el Papá. Encontró todo en orden y limpio, como si la Mamá
hubiese sabido que se iría de viaje pronto. Su habitación exactamente como el día
que la había dejado para mudarse a Buenos Aires y luego a Madrid. La quietud
del primer y segundo día se interrumpió con el velorio, que se hizo en la sala
principal de la casa, y el desfile de familiares, amigos, conocidos, y
desconocidos. Para el fin de semana la Mamá empujaba margaritas desde abajo y
comenzaba a ser un recuerdo, cercano, pero un recuerdo al fin.
El Papá, aquel hombre ya entrado en años,
se veía perdido sin la compañera de toda la vida. No lo decía, intentaba no
demostrarlo, se esforzaba por hacerse ver como siempre. Pero era fácil entenderlo
en sus ojos rojos de llanto contenido y el peso que perdió en pocos días. Los primeros
días de la primer semana las visitas eran incesantes. Al tercer día, el del
velorio, el número de presentes fue aún mayor. Al cuarto día, dejaron de
llegar. Todos ofreciéndose para ayudar en lo que se necesitara. De hecho, se
necesitaba de todo, especialmente manos dispuestas a tareas del hogar y acompañar
al Papá. Absolutamente ninguno de los que ofrecieron apoyo incondicional y
ayuda volvió.
Daniel se vio entre dejar al Papá con 70 años
cuidando de sí mismo o quedarse por un tiempo a pechear la situación. Se quedó.
De hecho, no sabía ni tenía en claro por cuanto tiempo lo haría. Tampoco le
importaba. Sentía que debía hacerlo, no necesariamente como obligación hacia
los padres, o para cumplir con la costumbre y usos sociales, o como contraprestación
por los años de niñez en que ellos velaron por él. No, no lo sintió así.
Simplemente se quedó.
Fueron semanas y las semanas que se transformaron
en meses, todas duras, muy duras y de un crecimiento que no había esperado. El
Papá contaba para poco y nada. Los amigos y conocidos nunca aparecieron. Y la
familia, incluso los hermanos, tan unidos y cercanos antes, no daban muestra de
contribución significativa. Alguna llamada telefónica los fines de semana, a
las apuradas, preguntando por el estado del Papá y, si se prolongaba algo, sobre
cómo estaba Daniel. Mientras tanto, nuestro protagonista había solicitado exención
especial en Buenos Aires y Madrid por el resto del año. No era momento de
continuar los estudios o de volver a Europa. Así, de estudiante de tiempo
completo e individuo libre pasó a ser administrador general y trabajador
principal y único de tiempo completo en la casa de la familia y para el Papá.
Con el tiempo se daría cuenta que
esperaba más de los demás. En esas semanas y meses intentaría en varias
ocasiones conseguir ayuda, principalmente, de la familia. Los pedidos expresos caían
en oídos sordos. Tanto así que decidió un día no pedir más favores que iba a
deber pero que nunca se concretaban. Al principio le resulto difícil de
entender que gestos simples como invitarlo al Papá y a él a almorzar o cenar—después
de todo cocinar para dos o para tres era lo mismo, pensaba—o hacer las compras
semanales, o alguna visita de tanto en tanto no se produjeran. Pensó en varias
posibles razones: lo consideraban lo suficientemente hábil, fuerte e
inteligente como para sobrellevar la situación solo; contaban con él por no
estar casado ni tener hijos; y con el
tiempo las razones le parecieron más bien subterfugios para excusas simples
como desinterés y apatía. Después de todo, la proveedora, la Mamá había fallecido
y la principal fuente de ingresos, el Papá seguía enviando los cheques con
puntualidad.
Fueron tiempos difíciles, pero comenzó a
entender con un entendimiento diferente al que viene de la inteligencia que es
diferente aquello que es necesario de lo que es realmente importante. Se olvidó
de banalidades, pasado y futuro, y se enfocó en la casa, el Papá y el hoy. Tenía
bien seguro que no se quedaría. Y, sin embargo, sabía que el tiempo de volver a
irse no había llegado. Leía entre líneas las elecciones que el destino le ponía
por delante. Y siempre, como cuando niño, como cuando adulto, escogía salomónicamente
entre aquella que lo beneficiaba exclusivamente y lo perjudicaba lo menos
posible, y aquella otra que beneficiaba por entero al otro. Nunca se plantearía
si se había equivocado. Sabía que la vida se escribe en borrador y nunca hay
oportunidad de pasarla en limpio.
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