Monday 30 November 2015

Mi Primer Libro: Manos Adoradas

¡Qué difícil es escribir acerca de la madre de uno! Al menos, a mi me pasa. En especial, cuando además de Mamá, es una persona con cualidades extraordinarias ilimitadas.

Si tengo que empezar por algo físico, me vienen en mente las manos. La canción de Sandro “Manos Adoradas” es casi una definición. No son manos suaves; algo ásperas, menos que antes, ajadas de tantas horas, años de trabajo. Nunca se pinta las uñas. Como demasiado, usará algún barniz transparente para protegerlas un par de veces cada año. Son, han sido las manos que recuerdo de chico para peinarme, hacer una torta en la cocina, planchar, baldear los patios, tomarme la fiebre acariciándome la frente, curarme el empacho, hacerme masajes circulares en la espalda y palmoteos huecos durante mis ataques de asma, cambiarme las camisetas empapadas de sudor por alguna fiebre.

Me vienen una y un millón de imágenes. Cuesta seguir escribiendo. La emoción es más fuerte y siento algo en el pecho. Hasta lágrimas asoman.

Esas manos son y serán las que me cosen las alas cada vez que me lastimo; cuando me caigo una y mil veces y ya el cuerpo y la mente quieren dejar de dar batalla, cuando me empaco, cuando no quiero seguir…

De cabello entrecano ahora, la recuerdo siempre con el pelo más oscuro, fino, muy fino, atado en una cola siempre hacia atrás, con alguna goma elástica, de esas bandas verdes que uno usa para juntar documentos en la oficina.
Los ojos marrones, brillantes, algo oscuros, infunden calma, seguridad, respeto, niñez eterna, ingenuidad, decisión, templanza sin límites, y tantas cosas más.

Pensarán ustedes que exagero porque es mi madre. No es así. Es la única persona en la que he visto esa mirada, mirada de niña en un rostro de adulto. Y tanta certeza a la hora de descifrar alguien. Sus ojos, su mirada, nunca cambiaron.

De nariz promedio, ni muy pequeña, ni enorme, el rostro continua lozano pese a los casi 70 años.  La mayoría de las arrugas que hoy aparecen solamente se hicieron presentes después del ACV−i.e. Accidente Cerebro Vascular o derrame cerebral. Incluso, semanas después el rostro mostraba los estragos de la inmovilidad y el diferente tipo de alimentación que debía llegar y que le hizo perder tanto peso. Más tarde, meses luego, la cara volvió a recuperar esa luz que siempre le perteneció, ahora con alguna que otra arruga.
Su porte siembre fue, y aun es, imponente. Aún hoy, casi a los 70, y luego del ACV, mide casi 1,70 metros. Erguida, de columna orgullosa, hombros anchos, pecho, brazos, y piernas fuertes, de aquellas italianas de las de antes.

Hoy es esa misma mujer, algo más delgada. Como lo aclarara recién, el ACV, el cambio en la dieta, y las actividades resultaron en pérdida de peso corporal, que de todas maneras ha ido recuperando lenta pero constantemente.

Tantos recuerdos, tantos ahoras, tantos antes que es difícil elegir solamente algunos. La devoción por la música, el piano y el violín me vienen de ella, y de ese lado de la familia. La historia de Gian Bautista Curti, su abuelo, el compositor de entre tantas “Torna a Sorrento” sería y es parte aun de la leyenda familiar, y de la mía obviamente. De allí, el violín y el piano. Este último, reforzado por el Berlín Alemán que existe en casa desde que recuerdo, regalo del Papá de Mamá, Antonio Curti, cuando ella cumplió los 15 años. Las de veces que he escuchado sentado al piano tocando clásicos. “Para Elisa” será siempre mi preferida, la canción de Mamá, la que en cualquier momento y lugar en el mundo me la hace presente, en una presencia que, para los que han vivido esa sensación, es real y tangible.

Leo y releo lo que escribo, y me parece poco. ¿Hago justicia en describirla así? ¿Dejo detalles de lado? ¡Seguro que sí! ¿Continúo escribiendo sobre ella? ¿Sigo con otros de los protagonistas de esta, mi, nuestra historia? ¿Qué historia? Imagino que pretender, intentar describir casi 70 años en unas páginas es imposible, aunque las reduzca a estos, mis 39 años, nuestros 39 años juntos en esta existencia. Así que por ahora, termino aquí con la descripción, y sigo con otro de los protagonistas. Más tarde, en el relato, seguramente incluiré más detalles, episodios, y demás.


A mi Mamá, Griselda Inocencia Curti. Hoy. Ayer. Siempre.

Wednesday 25 November 2015

Mi Primer Libro: La Púrpura

Algunos otros recuerdos de infancia que seguramente al momento de escribir estas líneas se me escapan. Pero el que más me ha quedado de esa época en el alma, y en la mente, es el de estar enfermo. Entre los cuatro y los cinco años, quizá, me vino la púrpura (correctamente, púrpura trombocitopénica). A grandes rasgos, es una enfermedad en la sangre, similar a la leucemia (al menos por aquel entonces me administraban medicación y tratamientos para leucémico) que ataca específicamente las plaquetas. Es rara en chicos y extremadamente rara en adultos. Como ataca las plaquetas, la coagulación se hace más lenta, y uno puede irse en sangre si se lastima (al menos eso me decían entonces y eso me ha quedado grabado a fuego). Para evitar moretones y cortaduras accidentales, dejé de ir al jardín de infantes (o no lo empecé). Con todo, antes o después de la enfermedad, creo que hice medio año solamente de los dos o tres que debería haber hecho por aquellos tiempos.

La púrpura me duró como un año ¿qué recuerdo de aquel año? Paredes de cristal que no son muros de la habitación. Recuerdo y me veo en una caja de vidrio, o en un cuarto. Puedo escuchar aun hoy las voces de otros chicos riendo. Están jugando, creo. Así pasaban mis días, quizá. Recostado en la cama de Mamá y Papá para que no me golpeara. Los chicos serían mis hermanos, imagino. Pero no puedo confirmarlo. No sé bien cuanto duró esa etapa, la de la cama. Sí la recuerdo como una sensación de eternidad, aun hoy, como un continuo devenir, como un  una sensación de moebius, si ex que eso acaso existe.

Tiempo después Papá me llevaba cada mañana de cada día a hacerme análisis. La aprensión a las agujas hipodérmicas me viene de ahí. Todos los días primero, luego más espaciadas las visitas, una vez por semana, una vez por mes, hasta que dejamos de ir. Extracción de sangre para analizar; después me pinchaban las yemas de los dedos  y el lóbulo de las orejas para estudiar la coagulación. Aun recuerdo (y a veces siento) los pinchazos que me vienen como relámpagos desde aquel tiempo.
Terminada la ceremonia diaria, semanal, o mensual, íbamos con Papá a una cafetería frente a los Tribunales donde él trabajaba. Almendra, que seguramente sigue en aquella misma esquina de La Plata. Nos sentábamos en el mismo lugar, un sillón de cuero a manera de esquinero, grande, amplio, y ahí mismo desayunaba (los análisis debían hacerse en ayunas). De ahí, Papá me llevaba (cuando el peligro mayor había pasado) de la mano al jardín de infantes. No recuerdo a mis hermanos en estas ceremonias.

Justamente por esta causa es que, como adelantara, en total habré hecho seis meses de jardín. Pienso que es por eso también que no tengo muchas memorias de esos tiempos. Es como un bloqueo grande,  una amnesia selectiva. Además de aquellos retazos a los que me referí antes, recuerdo muy poco. Algo que hasta el día en que escribo estas palabras me ha acompañado, e intuyo (o me explico a mi mismo) tiene que ver con no ir al jardín de infantes: solamente puedo reconocer colores básicos. Y es cierto. No me ha sido posible diferenciar en casi cuarenta años colores “complicados.” Y no es que sea daltónico, pues ver, los veo. Simplemente no sé que nombre va con que color.

Las imágenes se hacen mucho más claras, y en mayor cantidad vienen, luego de esa época; alrededor de mis siete años, quizá.

Monday 23 November 2015

Mi Primer Libro: Paula, Familia, Italia

Paula, la hija de Gracielita, nuestra maestra de jardín de infantes. Mi primer gran amor (o enamoramiento). Recuerdo el primer día que la vi. Estábamos todos sentados de frente al salón, creo a un pizarrón negro. Gracielita había traído ese día a su hija, Paula, y la había hecho sentar adelante del salón, de frente a nosotros. Era algo más grande (uno, a lo más, dos años que nosotros). Recuerdo sus ojos verdes o celestes, y el pelo largo, rubio o castaño claro.

También recuerdo que escribí mi primer carta de amor para esa época (¿fue para Paula o la hija de Benito?).

De Italia, varias memorias. Es aquí donde menos seguro estoy de si es mi memoria o el relato posterior el que crea las imágenes que me vienen en mente de ese viaje. Tendría entre cinco y seis años. Ya estaba enfermo, había salido de la enfermedad, o estaba por llegarme. Recuerdo la polenta con pajarito, la polenta con conejo, las dos en oportunidades distintas en la casa de la Tía María y el Tío Bepe (tíos de Mamá de los que siempre recordaré como tíos de la familia entera). Recuerdo al Tío Bepe entrando en una gran jaula llena de gorriones con un matador para moscas dando golpes en el aire (¡de allí venían los pajaritos que acompañarían la polenta más tarde!).

Recuerdo a Emi (Emiliano, mi hermano “del medio”) revolcándose debajo de la mesa y, creo, llorando, imagino en alguno de los caprichos que le eran costumbre por aquellos tiempos.

Recuerdo a los cinco (Papá, Mamá, Emi, el Gordo, o Juan, mi hermano más chico, y yo) en un auto grande, algo así como un Ford Falcon o un Taunus, de noche, dejando la casa del dos plantas de la Tía María y el Tío Bepe. Este es uno de los tantos puntos en que seguramente se me mezclan los elementos de la historia pues en esa época teníamos en Argentina el Ford Falcon amarillo que nos acompañaría gran parte de nuestra infancia. Así que casi de seguro, sería otro auto el que usábamos en Italia. Lo cierto es que esa noche, creo luego de cenar, nos disponíamos a dejar la casa de los Tíos, todos ya cargados en el auto. Papá da marcha hacia atrás, después para adelante, y acto seguido los Tíos gritando y batiendo las manos eufóricos en el aire. Nosotros, respondíamos ingenuos desde el auto con nuestras manitos. Segundos o minutos luego nos dábamos cuenta que no nos estaban despidiendo. Papá había enganchado un macetón grande con plantas en el paragolpes trasero del auto, y lo había arrancado completo de la pared de la casa. Nos lo estábamos llevando, sin saberlo, como regalo no regalado, y los Tíos no estaban para nada entusiasmados con la idea.

Antes de llegar a Italia, o cuando volvíamos, el hotel en Ámsterdam, y el golpazo que me di en la cabeza cuando me patiné en la bañera. Cero allí también, en Ámsterdam, y posiblemente en el mismo hotel, un mantel muy blanco que termino rojo porque el Gordo volcó la sopa de tomates.


El pañuelito que dejé atado en un banco de algún aeropuerto con, creo, un revólver miniatura con “sebitas” (así le decíamos por aquel entonces a las municiones para armas de chicos). Estaba sentado, lo até porque sí, y alguien me vivo a buscar, seguramente Mamá o Papá. Todo pasó tan rápido que el pañuelito se quedó ahí, atado.

Algunos otros recuerdos, pero esos, en unos días. 

Friday 20 November 2015

Mi Primer Libro: Primeros Pasos

¿Por dónde empezar a escribir la historia de uno? ¿Y la historia familiar? ¿Cuántas generaciones atrás? ¿Mantenerlo en los integrantes principales y dejar ancestros y colaterales para otro momento?

Nací un día de marzo. No recuerdo si había sol, si hacía calor; de hecho, ¿quién recuerda el día de su nacimiento? Mis primeros recuerdos son mucho más posteriores. Tendría ya unos cinco o seis años, quizá. Algunas imágenes de situaciones o personas en el barrio, en casa, en el jardín de infantes, y en Italia. No estoy seguro de si les pasa a todos, pero algunas de esas imágenes pueden ser el producto de escuchar a lo largo de los años la misma historia tantas veces. Son más bien retazos de recuerdos. Jugar en la cocina-comedor de casa con una nena, la hija de Benito, el albañil que vivía a la vuelta de casa, y una botita de plástico que creo ella me había obsequiado en mi cumpleaños. Una botita, como decimos en Argentina, de vaqueros, roja, con sombrerito verde o azul (se me escapa al momento de escribir estas líneas el detalle), que en realidad era un vasito para beber líquido con una especie de pajilla o popote incorporado, que a su vez, se continuaba en el sombrerito. Me siento feliz jugando con ella. No recuerdo su nombre, pero siempre, toda mi vida la he extrañado. ¿Sería ella mi primer amiga? ¿Sería ella mi primer amor? Tampoco lo sé. Solamente sé que siempre la he extrañado, aun hoy más de 30 años después.

Por esa misma época, o algo más grande pero no mucho, voy con Papá a la vuelta de casa. Lo recuerdo vivamente. Íbamos a la casa de Benítez (no Benito). Me había enamorado de la hija. Tampoco recuerdo su nombre. Pero sí recuerdo que ella era mucho mayor. Yo, un mocoso de cinco o seis años; ella, alta, gigante, debería tener 20 o treinta años (quizá menos, quizá más). Lo cierto es que me veo hoy mirando hacia arriba por la diferencia de estatura entre los dos. ¿A qué fui? A hablar con Benítez y a decirle que quería “salir” con su hija, que me gustaba, o que estaba enamorado, o algo así. El diálogo, discurso, se me ha perdido en la memoria. Su figura alta, altísima, frente a mi, sigue como aquel día.

Del jardín de infantes son definitivamente más retazos, pero muy pequeños. Un relojazo en la cabeza. Ese me viene siempre primero. Sí, recuerdo ver un reloj, creo de plástico (¿era amarillo? ¿o blanco?, ¿con algo de azul?) que termina incrustado en mi cabeza de la mano de alguien. Recuerdo también que lloré. El ir al baño en grupo para lavarnos las manos antes del té o del mate cocido (creo que era mate cocido) y alguien alzando a Nano, un compañerito bajito (que me acompañaría también en primaria y secundaria) porque no alcanzaba el chorro de agua (¿o se subía a un banquito a manera de escalón? Se me mezclan ambas imágenes. Sucedieron ambas, quizá.


Paula, la hija de Gracielita, nuestra maestra de jardín de infantes… Allí continuaré la próxima!