Monday 30 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Ocho (cuarta parte): Madrid


Decidió no arriesgarse más de esa forma. No valía la pena. Al menos, no por ahora y de esa manera tan lanzada. Tenía sus regulares, como él gustaba llamarles.

El corazón se le había apagado. El sexo que tenía era por deporte, por no estar solo en tal o cual noche, para sentirse vivo, o simplemente para sacarse la calentura. Había logrado conocer algunas personas en la Universidad. Pero ninguno de ellos lo frecuentaba. Él tampoco lo hacía. Como vivía en un bloque de apartamentos el contacto con los vecinos era esporádico, de tanto en tanto el algún ascensor, cerca de la puerta de entrada al edificio, o entrando o saliendo de su guarida. Hablaba con la familia los domingos por la mañana. Lo hacía desde un locutorio en el centro, cerca de Puerta del Sol. La conversación se extendía entre treinta minutos y no más de una hora. Las preguntas y las respuestas se repetían cada semana: clima, rutina diaria y semanal, exámenes, precios de productos alimentarios esenciales de un lado y otro del Atlántico. Primero hablaba con la madre, después con el padre repitiendo algunos de los temas tocados minutos antes. Y si había algún hermano, lo mismo otra vez. Así sucesivamente hasta terminar por ese domingo.

Se fue el invierno, que ese año se extendió hasta abril con fríos polares en toda Europa. La primavera tardía trajo consigo una Madrid bulliciosa, inagotable, con gente en las calles céntricas las 24 horas. Por ese entonces Daniel gustaba de quedarse en el apartamento luego de regresar de la Universidad o de la biblioteca central. En una de esas caminatas de vuelta al hogar en las que iba irremediablemente con la cabeza en las nubes, tropezó con un hombracho de casi dos metros de altura. Rogelio González su nombre. Era originario de Barcelona pero había llegado a Madrid el año anterior. La crisis financiera ya se hacía notar y era España de los primeros países en recibir el sacudón. Muchas familias se desmembraban perdiendo miembros que buscaban horizontes en otros países y hasta en otros continentes. Rogelio era uno de ellos. Empezó en Madrid pero tenía en claro que bien podría ser la primera parte de un viaje mucho más largo hacia alguna tierra en donde la oportunidad de trabajar dignamente existiera.

Luego del tropiezo, o más bien la embestida, Daniel trastabilló y cayó al suelo en un reguero de papeles, cuadernos, y libros. Rogelio se disculpó; no lo había visto venir en dirección contraria pues también estaba con la cabeza en otro lado, en otro mundo. Desde el momento en que se miraron existió un código, algo de complicidad. Nunca llegarían a ser del otro y, sin embargo, eran dos extraños de tantos otros que pasaban la vida en un coma diario sin mucho sentido, con poco que esperar del día siguiente y menos de un futuro del que ni siquiera pensaban.

Juntaron entre los dos los papeles, cuadernos, y libros. Cuando Daniel se disponía a seguir caminando, dio las gracias y la espalda para continuar la marcha. Rogelio extendió la mano y lo tomó del hombro derecho con un gentil pero firme agarre. Daniel se paralizó no de miedo sino de intriga. Hay momentos en la vida en que la duda es tan grande y las ganas de conocer un poco más tan acuciantes que el peligro no importa, no se piensa, no se ve. Frente a él un hombracho de alrededor de 35 años, casi dos metros de altura, hombros anchos, pecho prominente, y brazos amplios. El rostro de calmada profundidad, sin llegar a estar encajado pero tampoco relajado. No hablaba mucho. Observaba.

Terminaron siendo amigos, grandes camaradas de ventura y desventura. Nunca sucedió ni sucedería algo carnal entre ellos. Existió sí una complicidad tan absoluta como tácita entre ambos. Los dos lo necesitaban y mucho. Los dos se necesitaban. No lo sabían pero ambos lo intuyeron. Esa noche del día en que se conocieron durmieron juntos en la misma cama. No ensayaron el sexo ni lo intentaron si quiera; permanecieron el uno al lado del otro, cada uno de su lado de la cama. Al principio, hablaron. Al cabo de un rato, silencio. Luego, ronquidos y otros ruidos guturales de un lado tanto como del otro.

A la mañana siguiente se despidieron. Estaban en el apartamento de Rogelio por lo que éste bajo a destrabar la puerta de entrada al edificio que a esa hora se cerraba con llave por seguridad. Se dieron la mano y un adiós corto la coreografía de la despedida. Daniel giró y comenzó a alejarse. Luego de unos pasos comprendió que no habían intercambiado dirección, número telefónico, u otro dato para mantener el contacto; solamente conocía el nombre de pila de este individuo. Estaba acostumbrado. Pero había algo distinto en este encuentro… Al tomar la primer esquina y antes de entrar por la boca de Metro, de nuevo el mismo brazo lo jala del hombro derecho. Rogelio, esta vez agitado, lo había corrido para entregarle un papel con el número de teléfono y la dirección del apartamento en el que habían pasado la noche, su hogar de ahora, su hogar por ahora. Daniel lo tomó sin entender mucho, lo miró y sin pensarlo dos veces, lo metió en el bolsillo trasero del pantalón. Extendió la mano derecha, saludó a Rogelio como había hecho minutos atrás y se fue corriendo a tomar el Metro. Rogelio lo miraba medio perplejo, inmutable, desaparecer entre varios otros transeúntes que entraban y salían de allí.

Sentado ya en el vagón Daniel volvió en sí. Miró a ambos lados como para asegurarse que esta vez nadie lo había seguido. Cuando estuvo realmente tranquilo con el chequeo, metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó el estrujado papel que leía el nombre completo de Rogelio, dirección y número telefónico. Como golpeado por rayo, la idea le cayó fulminante. Dejo el vagón en la estación siguiente, tomó metro en dirección opuesta y en unos minutos más tarde estaba llamando al apartamento que escasamente media hora atrás había dejado…

Thursday 12 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Ocho (tercera parte): Madrid


Al principio se llenó de salidas, ruido, gente y sustancias. Las semanas corrían y cuando quiso darse cuenta, febrero y los cursos llegaron. La Universidad lo aburría. Pero, como tonto no era, entendía bien que para quedarse en Madrid tenía que esforzarse algo en los estudios o al menos, aparentar hacerlo. Terminadas las horas de estar sentado o escuchar estupideces de tamaño académico, tomaba el metro y terminaba en Puerta del Sol. O mejor dicho, allí empezaba. De ahí, a uno de los bares en Chueca; el que fuera. Desde mediados de la tarde hasta que oscurecía, alguna que otra bebida en mano, comenzó a ir para no sentiré solo y descubrió de inmediato que fuera por la apariencia, el acento o algo en el aire en que se presentaba, llamaba la atención. No era raro que terminara la noche en el apartamento del acompañante de turno que había conocido horas antes.
Sino sucedía algún encuentro casual, o no le apetecía lo que encontraba, los pasos lo llevaban a Malasaña. Era ya generalmente de noche, o al menos de seguro había oscurecido. No muchos se animaban a aventurarse a Plaza del Dos de Mayo a esas horas. De verde había poco, y el gris del cemento ganaba metros a todo lo alto y ancho del lugar dando un aspecto de obra en construcción sin terminar, que remataba en juegos para niños haciendo esquina con dos calles, construidos con tan rústicos elementos, solo caños de acero, que resultaban completar la pintura de degradación. En esa época la plaza contaba con una especie de anfiteatro de no muchos escalones, pero suficientes como para esbozar el semicírculo tan característico. A esas horas no había presentaciones artísticas. Sin embargo, pintorescos personajes ponían el bizarro espectáculo noche tras noche.  Drogadictos y rateros salían de entre las piedras y arbustos y la tomaban de un zarpazo. Daniel no tenía miedo. Allí tuvo las primeras experiencias con la marihuana, el éxtasis y la coca. Nada muy fuerte porque el tiempo y el dinero de que disponía no le alcanzaban para más. Pero sí que experimentó.
Toda esa época fue de experimentación en realidad; sexual, sensorial, intelectual y social. Se sentía por primera vez cómodo en su piel. En ocasiones, se daba asco a si mismo también. No le importaba. Intuía que él o la situación no durarían como para que se agrave y lamentarse. Tenía razón. Así como entró, salió de todo eso de un día para el otro.
Era viernes. Había comenzado como siempre de entre copas en bares. Conoció a un brasilero bajito y fibroso, de cuerpo atlético y sonrisa de guasón. Cuando salió del bar, éste lo siguió a unos pasos de distancia hasta Malasaña. Ya en la plaza se le acercó sin la menor delicadeza, lo tomó de la cintura, y le tocó el sexo mientras intentaba besarlo. Daniel se dejó llevar. En un rato habían vuelto al bar del que salieron. Se encontraron con una amiga del brasilero. Una rubia exuberante de senos grandes y firmes y ojos de fuego vestida de pies a cabeza en cuero negro tan pegado al cuerpo que parecía una segunda piel. Ella era de República Dominicana y lo demostraba con un acento tan dulce como caliente. Ofrecieron llevarlo al apartamento del brasilero para continuar bebiendo la noche. Cuando salieron a la calle tomaron para un callejón doblando la esquina, donde se encontraron con una camioneta algo desarmada. Daniel quedó encerrado en la caja, sin ventanas, con lo que sentía eran varias botellas. La razón, o excusa, fue que adelante no había espacio suficiente para los tres. No temió. Le pareció algo raro peor no se inmutó. Sólo se dio cuenta de lo surrealista de la situación momentos después cuando por el ajetreo de la camioneta no podía mantenerse sentado en los montículos que usaba a manera de asiento. Fue como despertarse de un trance. Ni siquiera conocía los nombres de sus nuevos amigos. Se asustó por primera vez— ¿A dónde lo llevaban? ¿Qué le harían? Abrió una botella que tenía entre las piernas. Estaba tan oscuro que no pudo leer la etiqueta. La probó de un trago, sin dudarlo; era champagne. Siguió bebiendo hasta que la camioneta hizo un alto definitivo. No tenía la remota idea de cuánto tiempo había pasado. La puerta de la caja se abrió y allí estaban el brasilero y la dominicana, ambos con enormes sonrisas y ojos brillantes.
Subieron los tres al apartamento. La dominicana no se iba. Abrieron más botellas. Comenzaron a tocarse, todos, indistintamente de quien pusiera las manos en cual parte de que cuerpo. Luego se quitaron las chamarras y camisetas, seguidos por calzados y pantalones. Terminaron los tres en ropa interior, la dominicana sin sostén exhibiendo dos prominencias perfectamente esculpidas que tentaban la boca de cualquiera. Se besaban, apretaban los cuerpos unos contra otro, a veces los dos muchachos, otras veces alguno de ellos con la hembra, y otras los tres. Improvisaron un sofá y la alfombra en el suelo como lecho. Se arrancaron entre si lo poco que les quedaba para estar desnudos.
Después de algunos juegos sexuales, Daniel cedió al alcohol y cerró los ojos para entregarse a un sueño profundo. Cuando volvió en si era de día. Estaba solo en la habitación, desnudo sobre el sofá, sus cosas regadas por el piso. Se levantó y escuchó la ducha. El brasilero le gritó acto seguido preguntándole si ya estaba despierto. Contestó que sí y tomó las prendas para vestirse tan rápidamente como pudo. Palpó la billetera en el bolsillo trasero del jean: estaba todo allí, a excepción de unos billetes; pero recordaba que no le quedaba mucho dinero la noche anterior. Luego el brasilero le explicaría que la dominicana había tomado el dinero para hacerse de más bebida la noche anterior pero que había partido sin volver aun.
Esperó como pudo. En cuanto el acompañante estuvo listo, tomó la calle y se despidió cortés pero intempestivamente. No dejó más datos que el nombre de pila. Caminó y caminó hasta que se dio vuelta y el brasilero había desaparecido. Se alivió. Parecía estar entero, posesiones a salvo (a excepción de algunos billetes). Había logrado escaparle al destino…

Tuesday 10 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Ocho (segunda parte): Madrid


Era la primera vez que viajaba tan lejos y solo, y por tanto tiempo. El programa comenzaba en febrero y terminaba a comienzos del próximo diciembre. Como llegaba mes y medio antes para hacerse del lugar—y escaparle a las fiestas con la familia, no hubo mayor comitiva para recibirlo en el aeropuerto. La Universidad anfitriona había enviado a último momento a uno de sus alumnos. Así Daniel dejó el avión, hizo los trámites de migraciones, tomó la maleta y salió a través de las puertas a un hall grande con mucha gente. Algunas de estas personas estaban esperando a todas luces a familiares y amigos debido a las fiestas. Otros, simplemente de negocios. Entre ellos, carteles en varios idiomas. Uno indicaba su nombre y apellido. Ahí estaba Carlos López, el alumno de segundo año que se encargaría de él y su traslado.
Se presentaron brevemente. Daniel cortó la conversación en seco sin formalidad alguna para pedir a su guía que lo lleve cuanto antes al hospedaje. Quería desempacar, darse una ducha, comer algo y salir cuanto antes al ruedo de las calles madrileñas.
Tomaron el Metro desde barajas a la ciudad. Carlos ofreció ir en taxi. Si bien Daniel había mostrado apuro, no era el tiempo lo que lo empujaba. Era conocer, ver lo nuevo. Y el Metro ofrecía mucho más aventura para él que un taxi. Después de todo, seguramente sería el medio de transporte que más usaría intuyó. Así que mejor conocerlo cuanto antes. Luego de dos o tres conexiones y varias estaciones llegaron a Duque de Pastrana. Recordaría por año la voz grabada de la mujer al llegar el metro a esa estación—Bienvenidos a Duque de Pastrana. Años después volvería la misma voz a recibirlo, nostalgias…
Cruzaron la calle inmediatamente pegada a la boca del metro. Una y otra esquina, y a unos doscientos metros un grupo de edificios altos. Se dirigían a la séptima planta de uno de ellos entre varios otros. Al aproximarse a la entrada lo recibió una recepción cubierta de vegetación de hojas anchas y largas. De entre ellas, un pasillo ancho de piedra que parecía abrirse y luego cerrarse en una cueva hacia la entrada vidriada principal. Como en Buenos Aires, se sintió inmediatamente libre. Esta vez, sin embargo, la libertad le dolía un poco.
Carlos metió la mano derecha en el bolsillo para tomar las llaves de la puerta de acceso. Abrió y acto seguido se las pasó a Daniel. Este tomó las llaves con una mano y la maleta con la otra y se dirigió  hacia las puertas del ascensor que vio al final del vestíbulo. Carlos lo siguió sin dar indicaciones pues el otro parecía tan seguro de saber dónde estaba y a donde se dirigía que pensó innecesario hacerlo. Ya dentro del ascensor, Daniel mira la botonera y pregunta sin hacerlo directamente a su acompañante— ¿Qué piso? A lo que el otro responde —Planta séptima. Subieron sin dirigirse la palabra. Una vez en la séptima planta, repitieron el procedimiento refiriéndose al número de departamento para uno, y de apartamento para el otro. Así llegaron al apartamento 26 de la planta séptima. Daniel abrió la puerta y se encontró con un ambiente completamente distinto al que le esperara años atrás en Avenida Córdoba, allá lejos en Buenos Aires.
La puerta principal abría a una gran sala con piso de cerámica blanca y paredes también blancas. Sobre el piso, una gran alfombra con borlas en los bordes. Sobre ella una meza con cubierta de vidrio grueso y cuatro sillas de madera pesada, seguramente algarrobo. De costado, siempre en la misma habitación, un enorme sillón de cuero marrón de tres plazas. Frente al sillón, otra alfombra algo más pequeña que la anterior y sobre ella una mesa también con patas de madera y cubierta de vidrio, pero algo menos y mucho más baja, a manera de mesa de te. La habitación toda, que hacía esquina en el edificio, estaba rodeada de grandes ventanales que daban una magnifica vista de la ciudad de lejos. Al costado de la mesa principal, estas ventanas en particular se abrían a un pequeño balcón con piso de madera y barandas metálicas. Otra mesa, esta vez de plástico y metal y dos sillas, también de plástico y metal. Detrás de la gran mesa, y al costado de la puerta de entrada al apartamento, la cocina. Una mesada de mármol negro en forma de “L”. EL piso de cerámica blanca se repetía; en realidad continuaba la misma habitación. Todos los adminículos de la cocina moderna. Abrió la nevera y para sorpresa de Daniel encontró alimentos frescos como para toda la semana, algunas comidas hechas incluso. Abrió las alacenas que estaban por encima de las hornallas para encontrarlas también completas de cajas y latas con alimentos. Recién allí se dio cuenta que sobre la mesa principal había una carpeta con papeles varios de la Universidad anfitriona y una carta del Decano de la Facultad dándole la bienvenida. Entre tanto, Carlos estaba aún al costado del marco de la puerta de entradas esperando a ser invitado a pasar.
Daniel pasó revista del resto del apartamento. Una habitación con cama doble, armario de algarrobo hasta el techo al costado de la puerta, de frente a la cama. Como cabecera, una ventana enorme. Y a ambos lados de la cama dos mesas similares, también de algarrobo. Toda la habitación con piso de la misma cerámica blanca, pero casi cubierta toda por una alfombra azul oscuro. La última habitación no podía ser otra que el baño. De un lado la ducha, del otro la bañera. Pileta, inodoro, bidet, espejo del piso al techo y de pared a pared, un pequeño mueble debajo de la pileta y otro contra la pared. Se sintió feliz. Volvió a la cama y se arrojó encima. En ese instante recordó a su acompañante. Volvió a la puerta donde Carlos aun esperaba. Lo saludó extendiéndole la mano derecha, y luego de un apretón y un gracias, le dio la espalda y cerró la puerta.

Monday 9 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Ocho: Madrid


La carta, carta que nunca tuvo remitente ni fue enviada, rezaba:

“… sobre qué puedo escribir. Los días pasan lento. El frío es, más que de costumbre, agobiante. Sólo en ocasiones hay suficiente luz solar como para templar el rostro. Casi ya una costumbre, orejas y nariz heladas.

Hoy estoy de camino a Atocha desde Talavera de la Reina. A través de la ventana, vías con miles de viajes en el lomo. A ambos lados, bosques grises sin hojas. Solamente ramas y más ramas tan entrecruzadas que hacen difícil la visión. Entre ellas, pequeños poblados de casas oscuras. Todas de ladrillo de un rojo viejo y opaco, como con musgo. Techos a dos aguas, muy simples y de tejas también negruzcas.

En las estaciones intermedias, donde no se hacen altos, escasa cantidad de personas. Tal vez sea el frío (a esta altura insensible); tal vez la hora (lo olvidada, son casi las dos de la tarde).

///en seguida continúo. Es que parece haber inspección de tickets ahora mismo///

Recordar. Pasiones muertas, sueños eclipsados. ¿Comprendes? Ni vestigios de esa historia. Al menos, nada se mueve aquí dentro. Su rostro, desdibujado. Su voz, olvidada. Sus palabras, arduo resulta encontrarlas.

¿Y duele? No lo sé. Parece que algo. No con seguridad pues aunque no consigue ya despertar esas sensaciones encontradas, algo queda, algo que hace suyas estas líneas.

De tanto en tanto, cada vez más espaciado, la necesidad de pensar un instante en él (sí, él) –aquí el segundo “él” aparece subrayado, vuelve…

Cada día parece tan similar al anterior. Si el cielo no es gris, casi negro seguramente. De tanto en tanto alguna ventana entreabierta entre tanta amalgama de nubes y nubarrones deja entrever algo del celeste cielo al que tanto estaba acostumbrado. De la luz solar escasean las noticias. Ha de ser por eso que la gente aquí es tan pálida. Y si no es esa la razón principal, de seguro contribuye bastante.

También apostaría a que esa falta de luminosidad natural, a la que tan apegados estamos los latinos, seguramente es lo que ocasiona que los lugareños tengan ese carácter tan apocado a esta altura del año, a veces distante, otras ausente, que los hace particulares. En ocasiones me encuentro perplejo ante una charla, simple conversación acerca de cualquier tema y para mi sorpresa, quien sea interlocutor no se expresa a nuestra manera, es decir, directamente. Mas bien es como que en esas circunstancias se ve uno obligado a “leer subtítulos”. Al principio incluso, y en especial si uno no está de visita turística, puede llegar a opacar en algo el júbilo de la experiencia en tierras lejanas. Es cuestión, como todo quehacer humano, de acostumbrarse seguramente. O al menos, eso espero.”

 

Daniel había llegado a Madrid en diciembre. La situación en Buenos Aires se le había hecho insostenible. En lugar de hacer todo cuanto la potencia daba, solamente existía la posibilidad remota de inhalar. Sí, parece increíble pero así era. La sola idea de acercarse a ese recuerdo, ya desmigajado, lo desgarraba. ¿Y por qué continuaba? Creo que, a este punto, podría casi asegurar, porque lo sentía. La vida se transformó en los tres años escasos que pasaron. ¿Para dónde? De seguro, para mal. ¿Lo sabía? Sí; aun en ese estado lamentable en el que pasaba la mayor parte de las horas, un vestigio de humanidad exhalaba de esa persona. Estaba perdiendo todo, si es que algo le quedaba. Es decir, material y familiarmente poseía lo mismo que al empezar aquella aventura. Pero desde él, los lazos que una vez lo unieron con todo lo que conocía y daba sustento a su existencia, habían enflaquecido demasiado. Por dentro, demacrado, obsoleto, inimaginablemente derruido. En el exterior, algo distinto, aunque no todos podían darse cuenta del consumo; él no los dejaba. Y seguía en el mismo lugar de siempre, esta vez sin compañía. El teléfono ya no sonaba. Al menos, no al compás que buscaba. Para peor, le había sido imposible... Muerte de los sueños… ¿Cómo se sigue? Luego que intentamos todo, o al menos así lo creemos, de perseguir aquello a lo que signamos como meta, de posponer o abandonar otras en pos de ésta… y cuando estamos ahí, casi al conseguirla, dependiendo tan solo de nuestra elección, aparece el miedo; el pánico nos invade y… nos alejamos. Se encontraba justamente en uno de esos momentos. No sabía a donde ir, con quien hablar. Pero tenía bien en claro dos cosas: primero, que no podía seguir así; segundo, que debía hacer algo definitivo al respecto. Necesitaba con urgencia un cambio fundamental. Necesitaba aire puro, terminar con las historias sin sentido que se le repetían constantemente en la mente. Necesitaba empezar a vivir de nuevo. O dejar de hacerlo definitivamente. En todo caso, era ya tiempo.

           

Los estudios habían continuado brillantemente. Tan brillantemente que logró una beca para pasar el año siguiente en una institución hermana a la suya pero en España debido a algún convenio internacional de cooperación mutua. Mientras estudiaba, uno de esos tantos días en los que flotaba en los pasillos de la Universidad vio el poster dando noticia de la oportunidad. — ¿Por qué no?—se preguntó. Tomó nota de la dirección de correo en la palma de la mano izquierda, volvió al departamento, puso el curriculum vitae en orden actualizando algunos detalles, redactó una breve carta de presentación y envió todo el material por correo al día siguiente. Un mes más tarde resultaba ser seleccionado para pasar el año siguiente en Madrid. Sus estudios allí serían convalidados en Buenos Aires. No perdía nada. Continuó con las asignaturas que le quedaban hasta el final del semestre así como las costumbres diarias que ya estaban instaladas desde hacía rato. Visitó a la familia por un fin de semana en noviembre para despedirse (no le quedaba más tiempo para hacerlo con la excusa de los exámenes finales, preparativos para el viaje y no recuerdo cuantas otras razones entremezcladas). Ya en Buenos Aires terminó (o exterminó) los exámenes finales. Preparó la maleta el día anterior al vuelo. Fue tranquilo a Ezeiza en tren y ómnibus. Amaneció en unas horas en Barajas.

Friday 6 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Siete: Y la vida sigue... [meditaciones]


Violeta Parra nos dice “[g]racias a la vida, que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto…” De poco consuelo nos sirve la frase cuando lloramos, cuando padecemos, cuando alguien o algo nos falta, cuando perdemos la salud, el dinero, el amor… Y, sin embargo, la vida (al menos en este tipo de existencia) es eso, una seguidilla de acontecimientos buenos y malos, tristes y alegres, dulces y amargos desde que nacemos hasta que el cuerpo físico dice basta, acontecimientos que se suceden…porque…la vida sigue…

El tema es rico, muy rico, y mucho se ha escrito al respecto. En principio podemos acordar subdividirlo en acontecimientos positivos, negativos y neutrales o neutros. Los primeros, aquellos que subjetivamente producen algún tipo de placer o felicidad en el sujeto de quien se trate. Los negativos, aquellos que traen como consecuencia (quizá resultado) lo contrario. Y neutrales, los que son intrascendentes al sujeto.

Del otro lado tenemos al sujeto quien es el “motor” o “receptáculo”, incluso ambos, de estos acontecimientos positivos, negativos y neutrales que de suyo tendrá una respuesta ante ellos que también podemos ver como positiva, negativa o neutral. Cuando utilizo la expresión “tendrá una respuesta” me refiero a que el sujeto valora, evalúa, merita el acontecimiento respecto a él mismo y/o su situación.

Parecería simple pensar que un acontecimiento positivo traerá consigo efecto positivo en el sujeto; de la misma manera con los acontecimientos negativos y neutrales. Es esta una manera híper-sencilla de observar el fenómeno que nos ocupa. A diario encontramos ejemplos de individuos, sujetos que reaccionan, responden de maneras totalmente distintas ante el mismo acontecimiento. Para muestra, el caso de la confirmación de un embarazo: para el sujeto A puede constituir la concreción de un anhelo (respuesta positiva) mientras que para su pareja, sujeto B, puede traducirse en un castigo (respuesta negativa) o desentendimiento (neutralidad). Aclarado el panorama general, dejo de lado en esta meditación acontecimientos positivos, negativos y neutrales así como respuesta del sujeto positiva y negativa para detenernos en aquella neutral, central al capítulo que estamos tratando.

Desidia, evitar el sufrimiento, evadir, problemas, preferir “no ver”, hacer “oídos sordos”, y tantas otras acciones, omisiones y razones hacen que el sujeto pase por la vida, o momentos o temporadas, en un estado que damos en llamar aquí de neutralidad. No es mera indiferencia, pues la indiferencia en sí misma implica una valoración, mas el hecho de transitar la vida “dormido”, anclado en el pasado o con la vista, la mente en el futuro, sin estar presente, sin ser presente, significa algo distinto, profundo.

Llamo neutralidad aquí al estado en que nos encontramos cuando nos identificamos con pensamientos y/o emociones, deseos, reacciones, y demás sin estar conscientes, sin estar presentes, sin ser en el ahora. Es de hecho, el estado normal de muchos. En este estado nuestra mente, el ego tiene la llave, el mando. Pasa generalmente desapercibido pues el malestar es en la mayor parte de los casos mínimo, y se confunde con aburrimiento, nerviosismo, o simplemente molestia con uno mismo, o la situación en la que estamos (incluyendo al otro en lo situacional). Cuando el estado egoico, esto es, en el que la mente esta aferrada o identificada con determinado pensamiento y/o emoción, deseo, reacción, y demás se descalabra por la razón que fuere es que aparece la respuesta negativa del sujeto (ej. sufrimiento por la pérdida, baja autoestima, comportamientos auto-destructivos, etc.). Lo que en realidad sucede es que la mente, el ego se encuentra, se percibe, se siente amenazado. Y es justamente cuando el circulo vicioso se repite y nuestra mente, el elemento egoico nos lleva a pensar en tiempos pasados (que siempre seguramente han sido mejores, o al menos eso nos hacemos creer) o tiempos por venir que traerán la solución al problema por el que transitamos (o al menos eso nos decimos).

¿Cuánta gente conocemos que se comportan de esta manera? Reflexionando al respecto, ¿no hemos pasado nosotros mismos en algún momento de nuestra vida por estados similares? Ir por la vida en “piloto-automático”. Confundir quien somos con aquello que creemos somos, fuimos o “seremos”. Esto es lo que pasa con nuestro protagonista, y cuyas consecuencias son en parte relatadas en el capítulo siete. Un muchacho que por circunstancias de la vida se ha identificado con acontecimientos situacionales y circunstanciales ajenos a quien es y ha quedado, se ha dejado anclado allí. Si bien físicamente continua “viviendo”, la vida sigue sucediendo, desenvolviéndose a su alrededor y él no es participe, no es.

Aceptar el ahora, las circunstancias situacionales que nos tocan vivir, “rendirse” ante lo que sucede es simplemente aceptar lo fáctico, aquello que es y se encuentra fuera de nuestro poder. Que el sol salga o se ponga; que alguien muera físicamente, que llueva, que el perro del vecino nos ataque o nos llegue algún regalo por correo son acontecimientos que se dan sin o con causante humano, naturalmente o por voluntad de otro, pero en ningún caso por voluntad propia. “Rendirse” ante ellos no significa entregarse derrotado. Se refiere a aceptarlos como son hechos, circunstancias situacionales. No son nosotros. No son lo que somos. Si nos identificamos con ellos, es la identificación egoica la que aparece, la mente nos dice que somos a través de tal o cual hecho, acción, omisión, objeto, otro sujeto, y demás. Nos faltan aquel hecho, acción, omisión, objeto, otro sujeto, y demás, y allí entramos “en picada”. El problema no comienza al caer “en picada”. El problema empieza con la identificación, es poner en marcha el “piloto-automático” y dejar de vivir el presente, dejar de ser.

Párrafo aparte merecen pasado y futuro. Es de suyo que planear nuestro futuro o tomar como enseñanza el pasado contribuyen a nuestro presente, no están en contra del ser, subrayo. Fijar metas, comprender errores poder coadyuvar a mejorar nuestras circunstancias situacionales (ej. mejor posición financiera, relaciones de pareja, etc.). Distinto es la identificación con el pasado o el futuro. Es allí cuando dejamos el presente, el ser siendo y añoramos lo que fuimos y soñamos con lo que podemos ser.

Por estas mismas razones es que Violeta Parra agradece a la vida tanto por la risa cuanto por el llanto. Porque de una u otra forma, risa y llanto tienen que ver con vivir viviendo. El estado de presencia, el estar presente, el ser siendo es más sencillo de lo que imaginamos. No seamos lo que fuimos. No seamos lo que seremos. Pues sino, no somos. Seamos siendo.

Tuesday 3 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Siete (segunda parte): Y la vida sigue...


Volviendo al lechero, es simplemente un colectivo grande, muy grande. Un ómnibus “adaptado” para largas distancias. Cuando digo “adaptado” me refiero a que el cambio es meramente nominal. Sigue siendo el mismo automotor con la misma estructura de los ómnibus locales pero se los llama de mediana y larga distancia simplemente por los kilómetros de más que hacen en comparación con sus pares capitalinos. Cuando digo largas distancias pensemos en alrededor de 1700 kilómetros de distinto tipo de caminos: asfalto, ripio, tierra, barro, y tantos otros. La única adaptación que tienen respecto de los pares de la ciudad es que cuentan con una especie de cuartito, caja, más bien armario angosto a manera de baño en el que apenas uno entra. Los asientos en doble hilera con pasillo intermedio y otra doble hilera. El espacio entre los asientos de adelante y atrás es tan angosto que las rodillas de uno terminan inevitablemente en la espalda de otro. En alguna que otra ocasión, hasta gente parada haciendo todo el trayecto. Este tipo de viaje sucedía más a menudo en fechas como estas donde todos tenían la misma misión: llegar a la casa de familia.

¿Por qué lechero? Porque como bien indica el nombre hace lo que haría un vendedor de leche de los de antaño (y los que aún existen por allí); visita casa por casa con la camionetita típica de pequeña caja y techo enclenque llevando consigo botellas de vidrio todas de igual tamaño llenas del blanco líquido elemento. La coreografía es siempre la misma, dejando las botellas con leche recién ordeñada frente a las puertas de entrada y llevándose las vacías del día anterior. El prodigio del ómnibus lechero hace exactamente lo mismo. Detiene la marcha, para en cuanto pueblo, pueblito y poblacho, aldea, casa o casucha, poste de luz con señal, tranquera y cuanta parada exista o sea reclamada por algún viajero y descarga bultos y pasajeros ya algo tiesos de estar tanto tiempo apretados entre el asiento de adelante, el de atrás y el del costado—si es que tuvieron suerte de sentarse. Para esto no es extraño que algún otro de los pasajeros se baje de la nave a estirar las piernas, los brazos, el cuerpo todo y sea seguido por varios más. Para cuando el conductor se da cuenta ya son al menos una decena los que están caminando alegremente al costado del camino, fumando, charlando, o de cara al sol. Seguidamente comienza a llamarlos dando aviso de la partida inmediata; nadie le presta atención. La voz empieza a subir en directa relación a ser ignorado. Cuando ya está a los gritos y alguno que otro se digna a volver a los asientos que antes ocupara, va tras el resto y los espanta a manera de llevar gallinas al gallinero, moviendo y aleteando los brazos como empujándolos dentro del vehículo. No termina de subir el último que las llaves están en el encendido, pasa de neutral a primera y continua la marcha lenta pero irremediablemente constante hacia cada destino.

El trayecto se hizo corto. O mejor dicho, fue largo, larguísimo, pero no lo notó. Le fue intrascendente, no estaba presente, no era presente. En realidad, gustaba de los viajes largos, especialmente entre extraños. Si estaba de humor y se daba la oportunidad, entablaba extensas charlas acerca de cualquier tema que el acompañante de turno gustara o él mismo propusiera. Si no lo estaba, como en esta oportunidad, se sentaba, no abría la boca en todo el viaje salvo para ingerir algún alimento o beber, y pegaba la cabeza contra la ventana o cerraba los ojos. No dormía pero si la persona de al lado mostraba interés en entablar diálogo y él no lo sentía así, lo invadía mágicamente, a voluntad por supuesto, un estado de soponcio instantáneo y el sueño lo ganaba—o pretendía que así fuera. La irrevocable intención de no hablar era tan evidente y de tal grado de perfección por la práctica que quien fuera el receptor entendía la indirecta o asumía el cansancio del muchacho y generalmente lo dejaban en paz por el resto del viaje.

Llegó a San Miguel. Uno de los hermanos lo esperaba en la terminal. Se saludaron formalmente, sin mucha muestra de afecto, intercambiaron algunas frases y se dirigieron a la casa familiar. Era un 20 de diciembre o algo así pues el día de Navidad estaba casi encima. Al menos creo que fue así ya que los regalos ya estaban comprados y escondidos como cada año en una de las piezas para que los más pequeños no se apuraran a abrirlos antes de tiempo.

Días faltaban nomas para Nochebuena y padres e hijos se hacían presentes. Luego tíos y tías, primos primeros, segundos y terceros, alguna novia o novio de turno, el loro, el perro, gato o tortuga de alguno. Daniel no se sentía mal en ese bullicio de gente, música y demás. Tampoco se sentía bien. Permanecía inmutable, inescrutable. A cualquier comentario respondía mecánicamente, cortésmente de manera tan profesional como eficiente ya que llevaba meses practicándola en Buenos Aires. Cumplía con lo que se le pedía y tan pronto podía evadía la compañía o sin razón o excusa ni aviso previo dejaba la habitación en que se encontraba.

Las fiestas llegaron y pasaron como así las visitas. A mediados de enero el calor se hace insoportable en esa zona del país. Pero en Buenos Aires también. De hecho, la inmensa ciudad es un desierto en términos de población y aparece desolada sin el ruido y movimientos diarios. Sin embargo, con el pretexto de estudios atrasados y planes para adelantar en algunas asignaturas, Daniel empacó, saludó, y le dio la espalda a la casa de la familia para ir a la terminal y de allí en el lechero una vez más a la ciudad capital. Sabía que el viaje sería otra tortura pero también sabía con certeza que sería más corto y menos lento que quedarse. No lo pensó dos veces. Pagó el boleto, subió al mamotreto y se entregó al viaje de regreso.

Monday 2 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Siete: Y la vida sigue...,


 

Los días otoñales de abril y mayo dieron paso a un crudo invierno en Buenos Aires ese año. Pero la primavera estalló a todo color y el comienzo del verano hizo de la ciudad un infierno. Como dada año la ciudad era un atiborro de población permanente, población golondrina que iba y venía por temporadas desde el interior del país y del resto de Latinoamérica a estudiar o trabajar o ambos, y otros que iban desde un día a un fin de semana para hacer las compras para las fiestas. La capital se transforma de hormiguero en hormiguero reventado y hay gente a todas horas en las calles a manera de marea humana.

En el ambiente educativo el panorama es similar. Aquellos que no estudiaron se apuran a cerrar el año haciendo malabares. Aquellos que fueron más aplicados siguen por impulso. En este medio el ciclo lectivo llegaba a su fin en la Universidad. Daniel se encontró con varias asignaturas aprobadas; más de las que había calculado. Es que, literalmente, se encontró con ellas. Había perdido completo interés en la carrera desde aquel encuentro. Sin embargo, no había desertado. A todas luces estaba triste, andaba sonámbulo por la vida mas no era estúpido. Bien sabía que si no continuaba estudiando o no pasaba de año debería dejar Buenos Aires y volverse a sus pagos. Ni pensarlo. La sola idea lo extenuaba. No concebía alejarse… ¿alejarse de quién? Sí, de aquel fantasma que cada vez se hacía más etéreo.

Las imágenes que tenía de aquel encuentro estaban algo desdibujadas por la repetición constante en la mente. La voz, que no había escuchado desde aquel día, se le mezclaba con otras que recordaba de distintas personas. Las conversaciones con el padre de Pablo continuaron pero eran espaciadas. Sentía algo de pudor en molestar al hombre que nada tenía que ver en esta historia y pese a ello era partícipe involuntario. Le parecía injusto. Entonces, solamente llamaba se la desesperación le ganaba o la soledad le torcía la voluntad.

Muy pronto comprendió que podía seguir triste y al mismo tiempo continuar utilizando sus funciones vitales. Las que eran automáticas como respirar las consideró una bendición. Si todo fuera así de fácil, llegaría a pensar. Las que eran voluntarias, desarrollaría una forma particular de concretarlas tan simple como efectiva, una especie de piloto automático que le permitiría estar presente físicamente sin ser presente. Solía presentarse a todos en la Facultad, entablar charlas banales, pero hasta allí llegaba. La pared entre él y el resto se había hecho tan alta como impenetrable. Toda relación era superficial pero le ayudaba a seguir con la vida, a llenar los días, el tiempo que de otra manera sentía vacío y se tornaba insoportable. Tiempo le sobraba. Los estudios siempre le resultaron tarea sencilla.

Comenzó a llenarse de horarios. Decidió remediarlo inventándose, creando compromisos con quien podía y estaba presto a hacer cosas que nunca habría ni siquiera soñado. Practicó deportes y juegos cuyos nombres no era capaz de pronunciar. Visitó los barrios porteños solo o acompañado de alguien de turno. Comenzó a frecuentar bares de todo tipo y cualquier otro lugar donde no estuviera o, mejor dicho, se sintiera solo. Es así que si bien gustaba de ir al cine preferiría evitarlo en esta época. Llegaría a estar tan ocupado que debió en algunas ocasiones levantarse a las cinco de la mañana o acostarse pasada la medianoche para ir a algún mini mercado que estuviera abierto las 24 horas y hacer las compras semanales para tener lo necesario y subsistir.

Aspecto y comportamiento eran lo que la gente llama “normal”. Se presentaba cortés, sonreía, argumentaba y contra-argumentaba con comentarios que los demás encontraban inteligentes…

En ese entonces vislumbró que pese a estos esfuerzos, irremediablemente le sobraría tiempo entre diciembre y febrero o marzo. Volver a Tucumán tantas semanas se le hacía pesado de solamente pensarlo. De seguro lo tendría que hacer para las fiestas; la familia no entendería la ausencia, lo tomarían como un desaire, no lo perdonarían o peor, se darían cuenta del cambio y empezarían a hacer preguntas que él no tenía intención de contestar. Era pues diciembre… estaba decidido a ir, pasar algunos días con la familia, las fiestas y después… ¿y después?

 

Efectivamente, a mediados de diciembre tomó el lechero a San Miguel. Como no había pensado en comprar el boleto antes—en realidad lo pensaba cada día, todos los días desde meses atrás, pero evitaba o posponía el hacerlo hasta que se hizo imposible postergarlo más— tuvo que decidirse por el medio de transporte más económico. Los precios en esa época del año se hacen exorbitantes para viajar el transporte público. Con la crisis internacional que con trombos y trompetas venia el país no era la excepción. Así que a los aumentos esperables en esta época del año le fueron agregados otros que los dueños de las compañías consideraron buena previsión. Sabían perfectamente que pese a las quejas los usuarios pagarían lo que fuera para ver a la familia en las fiestas.

Parte de ese gran negocio son justamente los estudiantes. Buenos Aires es la principal metrópoli del país con las principales Universidades también. Así que pese a que Argentina cuenta con centros de educación superior públicos y privados a todo lo largo y ancho del territorio, mucha gente del interior continua enviando a sus hijos a la Paris latinoamericana. Es cierto, cada vez menos queda de la opulencia de décadas pasadas. La arquitectura sigue allí, pero no se traduce ya en aquellos que pueblan la ciudad. Años de corrupción estatal y desidia privada han colaborado hombro a hombro en desmantelarla de a poco.  Las corrientes migratorias han disminuido, pero son varios los factores que de alguna manera las mantienen fluyendo aunque con cauce menor. A veces por el sueño de vivir en una ciudad grande (enorme), otras por escapar de la familia, poner distancia a penas de amor o simplemente como intento de mejorar la situación financiera. Todavía existía y aun actualmente existe, la idea que en centros tan grandes como la capital del país la gente vive mejor, gana más dinero por hacer menos y todo está al alcance de la mano… ¡Si supieran!

Friday 29 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis: Desencuentros [meditaciones]


¿Estar perdido o ser encontrado? ¿Ser encontrado o encontrarse? ¿Estar solo o estar con alguien? ¿Necesitamos de alguien más para ser encontrados? ¿Qué significa ser encontrado o encontrarse? ¿Cómo puede alguien encontrar algo en nosotros que nosotros mismos no podemos?


La mayoría de la gente cree en el efecto "felices para siempre" traducido a esa situación en la que, finalmente, alguien aparece en su vida y los “encuentra” para “completarlos”. En otras palabras, la mayoría de la gente define o entiende vida como completa sólo y únicamente en el caso que cumplan con alguien más, con las expectativas de alguien ajenos a quien son, otro ser, otro ente.


Tal vez sea posible (incluso cierto) que algunas de nuestras características pueden llegar a la luz solamente cuando alguien hace su entrada en nuestra vida. Al igual que cualquier reacción, cualquier cambio necesita una acción a suceder. Sin embargo, para definir toda nuestra naturaleza, todo nuestro ser a partir de lo que la presencia de otra persona desencadena en nosotros parece ponernos a merced del otro. El ser es en tanto sea reconocido por un par. Hasta que eso no suceda es ser no es. Ahora bien, si el ser no es, ¿Qué es?


Por definición, ser es aquello que tiene su propia naturaleza, características particulares, esencia. Probablemente uno de los mayores problemas de los seres que llamamos seres humanos tienen que enfrentar es definir su propia existencia—esto es, los demás seres animados e inanimados son sin la capacidad (¿o necesidad?) de preguntarse por qué o cómo.

Con el fin de hacer eso, en principio el “observar” quién y qué son en realidad parece funcionar. Para esa empresa, no sólo se utilizan cinco sentidos sino también la voluntad de hacerlo. Es que si nos detuviéramos en los cinco sentidos, creo que nadie tendría problemas en verse, oírse o escucharse, y demás. La ecuación simple parece ser más complicada cuando agregamos el intelecto, la mente.

Allí es también donde parece radicar el problema. En la segunda parte de la ecuación: la mente. Es que los sentidos, a menos que ellos tengan algún problema—el ciego que no puede ver, el sordo que no puede escuchar, etc., nos informan acerca de la realidad como es. La mente, en cambio, traduce aquello que es a nuestro alrededor de acuerdo a vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás. De esta forma, aquello que se nos “aparece” tendrá invariablemente características de ser y otras que nosotros agregamos.

He aquí entonces el sujeto que somos desdoblado en dos, el ser y el ego; este último, entendido al menos aquí, como mente. Es así que tenemos aquello que en esencia somos y la mente, el ego, que nos dice qué, quiénes somos o debemos ser. Como la mente no es esencia sino que es producto de vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás no vive en el ser siendo sino que se encuentra condicionada por vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás. A menos que nos demos cuenta, que estemos presentes en el aquí y ahora y “veamos” que quienes somos no necesariamente coincide con quienes creemos ser, no reconoceremos, no disociaremos el ego del ser.

Esto trae como consecuencia que el ego necesita para existir de identificación. Esta identificación se da a través de algo—ej. vivencias, conocimientos pre-adquiridos, cultura, y demás, o alguien. El ser es; punto. No necesita de algo o alguien para completarse. Sin embargo, el ego cree—nos hace creer—que para ser necesitamos de algo fuera de nosotros.

A mayor escala, existen “egos sociales”. La identificación pasa del individuo a un determinado grupo humano o comunidad. De allí, dependiendo del nivel de identificación social egoica tenemos disputas entre naciones—utilizo la palabra ‘naciones’ en sentido sociológico y no la palabra estado para evitar connotaciones legales y políticas en cuanto al vínculo que une a los miembros de la sociedad de que se trate. Algunas de estas identificaciones sociales egoicas son tan antiguas que es fácil ver el sinsentido si nos detenemos a observarlas desde el plano del ser, sin identificación con el ego. Incluso, algunos seres “inteligentes”  se han dado cuenta de ello y utilizan estas disputas entre naciones para fines propios, tanto económicos como políticos, creando o manteniendo el “enemigo afuera”. Es nuevamente identificación del ego a través del otro. Yo soy en tanto y en cuanto existe el otro. Mi nación existe en tanto tengo un enemigo, el otro. Un tanto ingenuo, ¿no les parece? Pero, es tan simple e ingenuo que en general preferimos ignorarlo.

 

Un pequeño paréntesis. No voy a detenerme en analizar el ego societario. Para eso tenemos el blog de teoría legal y política en el que pasamos revista de estos temas. Aquí continúo con el análisis a partir, a través y desde el individuo, desde el ser.


Desde la identificación del ego, la mente con aquello que no somos, con el accidente como sostenía Aristóteles, con lo que aparece—en el sentido de aparente, de forma versus esencia, como adelantamos existe lo que es y parece existir otro plano, lo que deberíamos ser. De allí, de esta consecuencia, aparecen varios resultados. Entre ellos, limitaciones autoimpuestas, culpa a los demás, excusas, el medio ambiente en general parece estar siempre presente en la existencia de la mayoría. Sin embargo, son todas estas contingencias que aceptamos— ¿Qué inventamos?—y están ahí para hacernos vivir una vida cómoda, pero sin rumbo. Para satisfacer al ego, a nuestra mente.


Si tuviera una sola oportunidad, ¿la dejaría pasar? En concreto, tenemos una vida; o mejor, hasta donde sabemos, este tipo de existencia en que nuestro ser se muestra en un cuerpo físico se da una sola vez. Parece  mejor empezar a vivir lo mejor que podemos. Por nuestra cuenta o con alguien. Sin embargo, estar con alguien y la soledad reinando, quizá deje al ego saciado… pero nuestro ser estará por cierto cuestionándonos.



Atrevámonos  a dejar de vivir en potencial, errores incluidos. Atrevámonos a escuchar al ser, a escucharnos, a vernos como somos. Nadie va a ver quién o qué somos si no lo vemos nosotros. Vivamos en el ser, como ser. Seamos.
Por eso “desencuentros” solamente sucederán con el ser que somos cuando dejamos al ego identificarnos con formas, con lo que no somos. Si nos “desencontramos”, busquemos dentro. La respuesta siempre está allí, en quienes somos, en que somos… en el ser.

Wednesday 27 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis (segunda parte): Desencuentros


Dejó pasar unos días. En realidad, estaba esperando una llamada que nunca llegó ni llegaría. La espera se hizo larga, se sintió larga. — ¿Qué esperaba? ¿A quién esperaba? ¿Para qué le esperaba?— Estoy casi seguro que se lo planteaba y conocía perfectamente la respuesta. Pero, como todos en algún momento de nuestras vidas, o algunos en todo momento, prefería mentirse, disimular que no tenía respuestas y que, sin embargo, la espera sinsentido en realidad daba dirección y destino a su vida. Es que ¿cuantos somos realmente honestos con nosotros mismos? Decimos, deliberamos, argumentamos, defendemos la honestidad con el prójimo pero traicionamos al primero con quien deberíamos ser, con quien somos; o mejor, a quien somos. Creemos y nos convencemos que algo o alguien nos falta, que no estamos completos y que para lograrlo necesitamos de alguien o algo. De allí creamos una meta o personificamos la meta en alguien. Generalmente, la meta o destino dependerá de la comunidad o sociedad o cultura en la que estemos inmersos —casarse antes de los 20 o vivir para vestir santos; tener relaciones sexuales antes de los 18 con alguien del sexo opuesto o ser homosexual; ir a la Universidad o acarrear bolsas al hombro; fumar marihuana, usar drogas o fumar para escaparse; y tantas otras. Una vez que la mente decide el destino o meta, creará la ficción de la necesidad imperiosa de conseguirla. De no conseguirla o demorar en hacerlo, el vacío sobrevendrá, la falta inevitablemente se hará presente. Una falta, un vacío que es tan ficticio como la necesidad creada. Me detengo aquí para continuar con nuestra historia, la que nos ocupa y dejo el planteo para continuarlo en alguna de nuestras próximas meditaciones.

 

Intentó con todas las fuerzas abandonar el departamento. Fue a la Facultad. Era inútil; las clases le parecían ahora aburridas. Observaba desde lejos a los profesores moverse delante del aula, gesticular, pero todo asemejábasele a una película muda. El resto de los compañeros dejaron de existir. Miraba el cuaderno de tanto en tanto y las hojas seguían en blanco. Si no estaba en la Facultad lo encontraba la noche en la biblioteca. No leía. Iba para estar rodeado de gente que no le implicara el esfuerzo monumental de intercambiar palabras. Tomaba un libro, cualquier libro, buscaba un lugar con algunos lectores, se sentaba, abría el libro en cualquier página, fijaba la vista en ella, y así permanecía por horas, en la misma página, en la misma posición  hasta que el sueño o las ganas de ir al baño lo vencían. Entonces, sólo entonces, se levantaba e iba a orinar o defecar y volvía a su asiento a seguir sentado. Si el cansancio lo podía, cerraba el libro, o lo dejaba donde lo había encontrado, y volvía caminando al departamento para hacer tiempo. Las compras se hicieron más esparcidas, incluso las del supermercado. La heladera, antes repleta de frutas, verduras, carnes y algún que otro plato previamente preparado, aparecía casi vacía a excepción de algunas botellas con agua corriente (que tampoco renovaba a diario como antes). Perdió peso, se quedó pálido y ojeroso en una semana. Líneas negras empezaron a aparecerle en el párpado inferior. El no afeitarse sumó a la imagen del deterioro.

Volvía al departamento a cualquier hora, lo más tarde y más cansado posible. Apenas probaba bocado. Su lugar contra la pared junto al ventanal lo esperaba. Desde allí la mirada clavada en el teléfono al otro lado de la habitación. No había tenido noticias y ya habían pasado casi dos semanas desde aquel primer encuentro. Decidió tentar la suerte otra vez. Entró en trance, se levantó, los pasos lo llevaron hacia el teléfono, marcó el número ya grabado a fuego en la mente. Del otro lado el tono indicaba que alguien estaba usando la línea. Clavó el receptor en el aparato y de seguido marcó. De nuevo, ocupado. Repitió el procedimiento sin interrupción unas cinco o seis veces. A esta altura no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Era él inmerso en una especie de ritual que consistía en levantar el tubo, marcar el número, escuchar el sonido que indicaba que del otro lado alguien estaba usando la línea, colgar para solamente volver a comenzar el círculo tan estúpido y sin sentido como desesperado.

¡Finalmente llama!—pensó. En ese instante salió del trance. — ¿Qué digo? ¿Quién contestará?—las preguntas se sucedían una tras otra en un intervalo que duro uno, dos, tres timbrazos. La misma voz de la vez anterior del otro lado. Evidentemente, no era Pablo. Tampoco hoy estaba allí. Tampoco hoy se conocía el paradero o cuando volvería. Pese a ello, Daniel se presentó: un amigo del interior que ahora vivía en Buenos Aires. El interlocutor hizo lo propio, quizá movido por la lástima, quizá por cortesía, o mero aburrimiento. Era el padre. Se llamaba Adalberto. Esta sería la primera de varias charlas de ocasión entre los dos. No se conocerían hasta meses después. Pero iniciaron una invisible e intangible relación movida por el fantasma del vínculo que los unía, el hijo, la fijación, el Pablo que parecía no existir.

Cada vez que llamaba la respuesta era la misma y quien se la daba también. Adalberto explicaba en voz tranquila y pausada que Pablo no estaba, que recién había salido, que creyó verlo pero al volverse a llamarlo ya no estaba y demás. A veces hasta daba la sensación que sí se encontraba presente, que se hacía negar. En esas ocasiones el padre cambiaba el tono de voz, era definitivamente distinto. Es decir, la conversación empezaba como siempre pasando revista de la semana o los días anteriores, el país, el mundo, el clima, la corrupción. Y cuando se venía la pregunta— ¿Está Pablo?—el padre hacía una pausa—¿Estaría mirándolo?—y volvía a la conversación con palabras de disculpas, entrecortadas, explicando que por una u otra razón el hijo no se encontraba y no conocía paradero ni tenía remota idea de cuando lo vería, pero aseguraba le dejaría el recado. Después de unas frases más la conversación se desinflaba. Daniel y Adalberto de despedían hasta la próxima vez para de nuevo iniciar la misma coreografía verbal con el teléfono como canal.

Monday 25 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis: Desencuentros


Pasó el fin de semana exaltado. Pero la exaltación le duraría eso, un fin de semana, ese fin de semana. El domingo el llamado diario no se hizo. Lunes y martes, tampoco. Para el miércoles Daniel estaba desesperado— ¿Llamo? ¿Sigo esperando? Ese día decidió no ir a la Universidad. Se quedó en la cama hasta el mediodía; casi no había pegado un ojo. Desde la cama miraba el teléfono y nada. Se levantaba, iba hacia la cocina por agua o al baño o simplemente a estirar las piernas, volvía a mirar el teléfono y nada.

Se levantó a las 12 exactamente. No se duchó ni se lavó siquiera la cara; no desayunó. Se sentó en el piso del living-comedor, con la espalda contra la pared, justo al lado del ventanal que daba al fondo de la habitación, de cara al edificio de enfrente. Sumergió la cabeza entre las rodillas y puso las manos encima de la nuca, como protegiéndose—o escondiéndose. Estaba llorando.

Al rato secó las lágrimas con los puños de la camisa que vestía desde el lunes, secó la nariz, se incorporó y dirigió los pasos hacia el teléfono. Marcó el número. Había tono…llamaba…una, dos, tres veces…no atendían. Cortó y marcó inmediatamente el mismo número… Una voz desconocida—Hola, ¿Quién es?—No es Pablo, pensó. Se estremeció, el pensamiento de le enturbió; no respondió. Atinó solamente a terminar la comunicación sin pensarlo dos veces incrustando el tubo en el aparato. Volvió sobre sus pasos en dirección al lugar que ocupara antes; se detuvo. Algo lo arrastró nuevamente hacia el teléfono. Llamó… La misma voz contesta—Hola, ¿Quién es?—Se presentó con el nombre a secas y preguntó sin más preámbulo por Pablo. No estaba; de hecho no había vuelto a la casa desde el domingo y no era sabido cuando volvería. Agradeció la información y, sin esperar a despedirse, terminó la charla.

Ahora sí volvió sobre sus pasos hasta la pared y se sentó en la misma posición que antes, con la mirada perdida. No pensaba; no entendía. Estaba presente pero a la vez ausente. Era y no era. Comenzó a hacerse preguntas y a contestarlas mentalmente, en silencio. Aquel silencio que fuera su compañero en San Miguel, que lo era ahora en Buenos Aires y que lo volvería ser durante toda la vida sin importar la geografía. Es que, como comprendería no obstante cambiemos aquello de está afuera, más allá de quien somos, más allá de nuestro ser siendo es exactamente este ser siendo el que será constante como así también nuestros puntos fuertes y miedos y debilidades. Solamente haciendo algo al respecto, observando el ser siendo que somos es que aquello que no somos, el afuera acompañará el cambio.

 

Las preguntas eran varias. Las respuestas, también. Iba y venía de una idea a otra en una sucesión interminable. Se contestaba, se respondía, para luego refutarse y preguntarse una y otra vez. Argumentos y contraargumentos. Sin embargo, pese a la miríada de pensamientos, uno era el constante, el centras: ¿Estar solo o estar con alguien? “La soledad me matará” reza la canción. Y sin embargo, este muchacho no estaba muerto cuando estaba (se sentía) solo. Y no me refiero al extremo de estar reducido a cenizas o unos metros bajo tierra o en alguna caja. Era feliz, se puede decir al menos contento, ocupaba espacios y tiempos pensando mucho pero nunca abatido (a excepción de raras o contadas ocasiones en las que sentía el entorno en contra). Compartía risas, alegrías y tristezas con aquellos a quienes quería y lo querían; incluso con extraños.

Hoy (o ayer o el día anterior) había conocido a alguien… debería ser FELIZ. Mas, ese día no solo no era feliz, ni siquiera sentía su presencia. Desde el momento en que se conocieron se encontraba a diario ensimismado pensando en esa persona, planteándose hipotéticas situaciones (algunas mejores que otras, pero ninguna grata). Esperando un  llamado que nunca llegaba (a esta altura sabía que no llegaría).

Era claro que había conocido a alguien hace meses a través del teléfono y que finalmente, luego de varias posposiciones, se habían conocido en persona. Si tenía en cuenta el proceder de la otra persona antes de aquel encuentro real, era obvio que verse en una segunda oportunidad no iba a ser tan fácil. ¿Qué me hace esperar? —Era el planteo que aparecía cada vez más seguido la mente atiborrada de imaginarios eventos. Si veía, observaba y vivía cada día con una sensación de malestar o confusión que antes no existía, al menos no de la misma forma, ¿para qué continuar?—se decía. La vida es para ser vivida y ser feliz: ¿de dónde salió que hubiera que hacerlo con alguien para lograrlo? Era un convencido que todo aquello que nos proponemos puede lograrse por el propio esfuerzo. ¿Y esto? Esta relación que primero no tenía etiqueta definida (amigos o algo más; real o virtual; imaginada o vivida); que no avanzaba, que se estancaba; que no era porque, quizá, tampoco había sido. Allí justamente estaba la cuestión: no era una decisión ni debería haber sido un esfuerzo individual. En una relación del tipo que fuere existen al menos dos sujetos que deberían trabajar, en mayor o menor medida, para la consecución de un fin común—le dictaba algo la lógica y más el sentido común. Al menos, ese es el principio de cualquier sociedad o grupo humano—había aprendido y repetido hasta el hartazgo en la Universidad. En una sociedad mínima de dos sujetos, si uno de ellos no suma y/o aporta la colaboración que le toca, nos encontraremos de seguro en poco tiempo con que el restante individuo desarrollará todas o la mayoría de las tareas—continuaba reflexionando. En un plazo mayor, cansancio y agotamiento de seguro sobrevendrán, sumados a un posible desdén que incluso podría engendrar rechazo hacia el otro.

¿Puede remediarse? No lo sabía. No tenía respuesta. ¿Vale la pena intentarlo? Para no contestar en términos absolutos, prefería en esta oportunidad dejar el interrogante sin respuesta (aunque la conocía bien). Quizá, tal vez la pregunta debería haber sido otra: — ¿estar con ESE alguien o estar solo? La respuesta intuitiva que se le ocurría es que no podía estar con cualquier alguien. Respecto de ESE alguien, no lo sabía, no lo entendía… o mejor, no quería saberlo, no quería entenderlo…

Friday 22 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cinco (segunda parte): Primer encuentro


El día continuaba presentándose perfecto para caminar. Cielo celeste, sin nubes y sol espléndido. Luego de unos minutos que parecieron horas en los que Daniel no emitió sonido alguno, Pablo comenzó la conversación preguntando por el viaje y dando explicaciones de su retraso. Daniel escuchó la mitad; su concentración estaba en el movimiento de los labios de su interlocutor. No es que los encontraba sensuales o sexualmente atractivos; simplemente llamaban la atención.

Dejaron atrás la estación. Tomaron hacia la derecha por la calle paralela a las vías del tren. Se miraban, caminaban, cruzaban algún que otro comentario seguidos de silencios largos. Al principio, asfalto a ambos lados. Unas pocas calles más y el asfalto cedió lugar a calles polvorientas de tierra, arena y piedra. A ambos lados zanjas con algo de líquido oscuro corriendo en pequeños arroyos. La vegetación antes inexistente ganaba terreno. En general nada pintoresco; grandes plantas de cardo, cañas y maleza. El espectáculo se repetía junto a las vías del tren con otra zanja y el mismo tipo de verde. Simétricamente, del otro lado la vista era exactamente la misma. El silencio era interrumpido de tanto en tanto por la aparición de algún perro suelto o ladridos de algún otro desde detrás de portones que dejaban entrever el hocico del animal.

Daniel no volvía en sí. Su parte de la charla se limitó a recitar oralmente el curriculum vitae: edad, lugar de nacimiento, educación, experiencia laboral, residencia actual. Pablo escuchaba sin preguntar. En realidad no había qué preguntar. Daniel exponía toda su vida a manera de entrevista sin requerir interrogatorio previo. Pablo, en cambio, mencionó algunos detalles de los estudios y la familia, algo respecto del trabajo, pero era información vaga, en retazos: vivía con el padre y un hermano— ¿Qué paso con la madre?; estudiaba ciencias económicas— ¿estaba entrado en los 20s y aun no se había recibido?; trabajaba en temas contables desde la casa— ¿no era contador y hacía contaduría? ¡¿En la casa?! Daniel no preguntó más allá de lo que se le decía. No era desconfianza ni desinterés. Estaba nervioso. En un estado de exaltación a la vez que confundido. Se apuraba por dar información. Seguía cada comentario de Pablo con una frase o expresión de exclamación, subrayando cualquier cosa que el acompañante dijera, como si fuera un mérito o proeza— ¡qué bien!, ¡qué buena oportunidad!, ¡excelente!

Caminaron y caminaron. Se miraron. Hablaron. Se detuvieron. Más bien, Pablo detuvo el paso. Daniel hizo lo mismo, siguiéndolo, sin darse cuenta. Estaban frente a un hotel alojamiento  del que Daniel no se había percatado (en realidad, se daría cuenta de ello mucho tiempo después). Pablo pregunta si lo conocía. Daniel, incauto, respondió que no, que nunca lo había visto, y que no siquiera sabía dónde estaban. Pablo lo miró de arriba abajo fijando los ojos en el rostro del otro. —Sigamos caminando, dijo. Y retomaron la marcha, esta vez en sentido contrario, en dirección a la estación.

Años mas tarde Daniel repetiría esa escena en su mente y recién entonces se preguntaría si el encuentro del hotel alojamiento fue casual. Posiblemente no, pensaría entonces. Pero decidió no cambiar la magia de ese encuentro. Como la vida le enseñaría, aquello que vivimos podemos recordarlo de dos formas: como sucedió o como sentimos que sucedió. Y entre elegir una visión oscura y una llena de magia, Daniel nunca se preguntó si quiera por la primera.

Siguieron hablando de generalidades. Un poco más tarde estaban de regreso en la estación. Había anochecido, serían más de las nueve. Pablo acompañó a Daniel a la boletería para preguntar el horario del próximo tren a Constitución. —en diez minutos, dijo la persona detrás de la ventanilla. Se dirigieron juntos al andén. No hablaron más. Unos diez minutos después los altoparlantes anunciaban la llegada del tren. Instantes que se sintieron iban lentos, ahí estaba.

Pablo extiende la mano y se despide de Daniel. El otro se quedó a medio camino esperando el beso en la mejilla como sucedió al encuentro. No entendió bien. Nunca había sentido algo así. Obviamente, estaba acostumbrado a besos en la mejilla. Pero los que recordaba en realidad eran algo así como una función mecánica. Fue la primera vez, quizá la única, que realmente sintió labios, el beso, sus labios, su beso. En cambio, al momento de despedirse, hubo una imperceptible distancia.

Un rápido —nos vemos, de Pablo. La locomotora comienza a moverse lenta. Primer pitada. Daniel toma el estribo y sube de un salto al vagón. Va hacia un asiento y se zambulle contra la primer ventanilla que ve. Pablo extiende la mano derecha, la agita en el aire, se da vuelta, y desaparece en dos pasos entre la gente.

—Nos vemos, dijo Pablo—pensaba Daniel entre excitado y nervioso. Si solamente hubiera sabido o intuido que ya no se verían. Para ser más preciso, lo harían pero mucho tiempo más tarde, sin planearlo, sin buscarlo, en circunstancias muy diferentes.

Ahora tampoco lo sabía pero el destino le aseguraba una larga espera. Tan larga como penosa. Se sentiría inalcanzable, fuerte, blando, tierno, todo al mismo tiempo. Suspiraba mientras recordaba cada momento juntos, cada paso, cada frase y palabra. Tiempo después también se daría cuenta que él había sido el motor principal y protagonista del diálogo, casi monólogo. No lo recordaría con exactitud de tantas veces que lo repetiría en su mente. Sin embargo, se daría cuenta que el interlocutor había sido más pasivo y menos interlocutor de lo que él habría querido y que su imaginación había construido. Incluso, años más tarde vería que Pablo no era tan alto ni tan ancho o definido como la imagen que tenía guardada en la memoria. Gestos y modales, amanerados por demás. La forma de vestir, ciertamente algo desarreglada. Solamente el timbre de voz de seguiría resultando algo familiar. Es decir, sería el único elemento que coincidiría con la imagen que se había formado (o deformado) luego de aquel primer encuentro.

Pero, para este nuevo encuentro, les tengo que contar una serie de otros eventos. Algunos, desencadenados por este primer encuentro. Otros, por la vida misma, y otros, otros sucedieron quien sabe porque.

Imagino estarán pensando—mmm, la historia de dos homosexuales. Y debo decir, así parece. Pero, me permito adelantarles, no lo es. Los dos protagonistas se encontrarán nuevamente, ya lo veremos. Uno de ellos efectivamente era y es homosexual. El otro, en cambio, podría haberlo sido. Mas, el género nunca le interesó. Buscaba algo mucho más simple; nada sensual, nada sexual. Es que a veces una rosa es simplemente eso, una rosa.

Tuesday 19 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cinco: Primer encuentro


¿Cómo se conocieron? Trataré de relatarlo tal cual sucedió. Será difícil—ha pasado largo tiempo, y más que tiempo, han ocurrido un sinnúmero de eventos que han degradado los recuerdos. Pero, como dicen, al fin y al cabo la vida no es la que vivimos sino aquella que vivimos y como la recordamos para contarla. Y esto es lo que recuerdo…

Supongo que era sábado. Fin de semana de seguro pues no tenía que ir a la Facultad y disponía de todo el día para la aventura. Uno de los primeros de abril. Todavía el tibio calor de un verano tardío se hacía sentir—parecía una tarde de primavera más que de otoño. El cielo amaneció celeste, limpio, sin nubes. Por cierto, serían como las cuatro o cinco. Ya hacía un rato había recibido la llamada confirmando el encuentro en la estación de trenes—a unos pocos pasos de su casa. O al menos eso creía Daniel por el sonido de la locomotora cuando hablaban por teléfono. Estas llamadas se habían hecho cada vez más constantes. De una o dos veces por semana pasaron a tres o cuatro por día los días se semana; y los fines de semana se sucedían en interminables conversaciones que le complicaban el resto de las tareas ya que cuando quería acordarse, supermercados y demás negocios habían cerrado. Generalmente se levantaba temprano para hacer las compras y disponer del resto del fin de semana para estar a la espera de la llamada que iniciaría la sucesión de emociones que lo mantenían “vivo”.

El interregno entre a llamada y la hora del arribo pareció interminable. Ambos, dolor de cabeza y el hormigueo interno producto de los nervios destrozados por la ansiedad lo gobernaban. Ahora, desde la distancia, intuyo que no sabía siquiera que esperaba o a que se exponía—o a los suyos. No es que no le importaba. Recientemente se había transformado en un manojo de nervios impulsado por emociones y sensaciones diametralmente opuestas. Cambiaba de estado de ánimo constantemente, desde la mayor alegría hasta la desesperación absoluta. Es por esto que entiendo el proceder. La soledad y la falta de acercamiento a otra persona, de cariño, de ternura, hace que nos arrebatemos y vivamos aventuras impensadas en circunstancias “normales” tan solamente por ser oídos, abrazados, tocados… queridos (o al menos mentirnos para sentir que lo somos).

Luego de haber estado todo ese tiempo recostado en el piso de la sala de estar y de haber tomado unas aspirinas, se hizo la hora. Dirigió la marcha a la estación como se había estipulado. Prefirió caminar pues así podía dejar el departamento antes y salir de la caja en la que pasaba la mayor parte de las horas. Llegó a Plaza Constitución con tiempo de sobra. Sabía que esto no era garantía de llegar a la hora convenida puesto que los trenes partían generalmente retrasados, si es que lo hacían. Era una de esas etapas históricas en que el gobierno de turno buscaba privatizar cuanta empresa estatal pudiera por lo que dejaba la inversión de obras y reparaciones al mínimo, la empresa caía en picada, se sucedían los accidentes y la gente no tenía más remedio que aceptar que las privatizaciones eran la mejor—única—opción. Los 90s fueron la década caracterizada por este tipo de privatizaciones en Argentina. El siguiente gobierno de encargaría de re-estatizar lo que el anterior había privatizado. Alguna otra tragada y cuentas engordando en Suiza, Islas Caimán o algún otro paraíso financiero como era y es costumbre en gobiernos latinoamericanos.

Pasaje de ida y vuelta a Ezpeleta. Realmente puntual. Hasta esperó del lado del andén en que supuestamente debía aparecer. En el trayecto observó algunos jóvenes en bicicleta y, debido a que habían acordado que la otra persona llegaría con la suya, ciertamente que estaba desconcertado. Pensó en preguntarles a uno por uno. Pero parecía un poco arriesgado—quizá fueran vecinos. Así, decidió esperar regresando al sitio del andén que supuso le correspondía. No conocía el lugar, era un completo extraño.

Esperó y esperó. Un tiempo largo, o por lo menos así pareció. Cuando había pasado poco más de media hora y ya estaba desinflado de esperanza, aunque a lo lejos, observó que un tren se aproximaba. Ya habían pasado dos, pero este le produjo una sensación extraña. Decidió aguardar un poco más.

Al detenerse, descendieron unas personas. Siguió sentado. El tren partió. Nadie que respetara las características anunciadas. Y, sin embargo, al girar la cabeza y ver hacia atrás—es extraño pero puedo jurar que supo que allí estaba, se hizo presente. En un instante sintió que le conocía. Supo que su vida, sin poder describirlo con palabras, sufría un quiebre, salía de su cauce, comenzaba… terminaba… se encontraba consigo mismo y, a la vez, perdía el sentido irremediablemente. Algo que marcaría el resto de sus días estaba sucediendo. Y él se entregó, se dejó llevar.

Se le acerca, lo observa, se observan. Daniel extendió la mano. Pablo, hizo caso omiso y le besó la mejilla derecha. Se quedó quieto. Sintióse presente. Todo él en un instante. Entendió todo y entendía absolutamente nada. En efecto, no es un error de tipeo ni de impresión. Era él. Un joven mayor que Daniel, de unos 27 ó 28 años de edad, morocho de tez, cabello corto, oscuro, ojos amarronados, sin brillo, como difíciles de descifrar—o más bien sin mayor secreto como la esfinge de Oscar Wilde, labios gruesos que invitaban al menos a observarlos. Había algo en esos labios, en la forma en que los movía al hablar, y cuando estaban en reposo. No eran gruesos, pero si carnosos, jugosos, y terminaban en forma de “V” al centro del labio superior que los recortaban perfectamente en la cara. La voz era la misma de las conversaciones telefónicas; no se asemejaba en nada a la de los porteños que conocía. Sabía que Ezpeleta era provincia, pero Pablo parecía tener acento del interior del país, sin poder descifrar de dónde. De mediana estatura y contextura, vestido de camiseta blanca algo ajustada que dejaba deslizar desde sus mangas cortas unos bíceps no muy grandes pero bien entrenados. Pantalón corto sobre la rodilla y calzado deportivo. De su biciclo, nada que merezca ser anotado.

Él también conoció a Daniel de inmediato. Parecían predestinados a ese encuentro pero a la vez como si ambos lo hubiesen sabido de antemano o se conocieran de tiempo antes y volvieran a verse. Sin palabras, luego de saludarse, comenzaron a alejarse de la estación caminando. Pablo hacía las veces de guía. Minutos después de comenzar a andar el camino, sin dirección, dialogaban naturalmente de sus vidas, recuerdos, proyectos, miedos, tropiezos y logros, de todo y nada…

Monday 18 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Cuatro (segunda parte): ¡Viva Buenos Aires!


Bien al centro, edificios altos. Cada vez más dentro de la Avenida comienzan a achicarse y se transforman de oficinas en lo que deben ser departamentos. Algún que otro negocio. Una plaza o plazoleta a mano derecha. Más edificios de departamentos. Una marea de automóviles detrás, al costado y por delante del taxi. En su vida había visto tantos vehículos juntos. Gente yendo, gente viniendo. Algunos solos, otros en parejas o paseando perros, otros tantos en grupos.

Daniel miraba a través de la ventanilla entreabierta a diestra y siniestra. Giraba la cabeza y miraba hacia atrás. Tenía miedo. Estaba excitado. Se sentía vivo. Unos 15 a  20 minutos después de dejar Retiro y el taxista repite por tercera vez, ahora casi gritando— ¡Muchacho! ¡Acá estamos! ¡Ya llegamos! Daniel lo mira, no entiende. Un segundo después se da cuenta como en una revelación: está en Buenos Aires. ¡Llegó a destino!  

Deja el taxi, toma la maleta, paga y le da la espalda al auto y al conductor que aún estaba contando el dinero recibido. Como en trance, mira los edificios frente a él. Luego mira hacia arriba y entretiene el pensamiento viendo un balcón seguido de otro y otros tantos. Este sería su nuevo hogar por ahora, por quien sabe cuánto.

A paso lento llega a la entrada de uno de los edificios. Llama como había arreglado de antemano a la portería. Una voz entrecortada, lo que parece una y media frase, silencio. Daniel no entiende. Un minuto, cinco minutos, diez minutos esperando. Al rato, un hombre de mediana estatura y mediana edad (o al menos eso aparentaba) se aparece vestido de overol con la parte superior desabotonada, mostrando algo se su velludo pecho. Era el portero.

Se miran de reojo, se presentan y Daniel es admitido. Caminan por el hall de entrada. Espejo contar la pared derecha (de hecho, todo el muro esta espejado). A la izquierda, pared blanca con un macetón en la esquina y un palo de agua que aseguraba muchos años y poco cuidado. Las paredes se acercan luego de unos metros en un pasillo angosto. Allí, puertas para dos ascensores. Al final, otra puerta que debería ser para la escalera de emergencia.

Llaman al ascensor. No hay dialogo. Las puertas se abren. Entran. El portero presiona el número siete. La subida se sintió lenta, muy lenta para Daniel. Observaba de reojo al portero de tanto en tanto. Recién ahora se daba cuenta que no conocía su nombre. Le preguntó—Disculpe, ¿cómo se llama?—a manera de excusa para iniciar una conversación.  —Raúl—contestó secamente el interlocutor y continuó con la mirada fija en la pared del ascensor. Daniel miró el techo, el piso, a los costados. Se sentía incómodo. De tanto en tanto observaba en overol abierto del hombre y su pecho velludo.

Llegaron al séptimo piso. Vuelta a la derecha, y otra vez a la derecha. Departamento A. el portero toma de su bolsillo un manojo de llaves y abre la puerta. Pasa Daniel. Pasa el portero. Vuelve a meter la mano en el bolsillo y saca un minúsculo llavero con dos llaves, estira el brazo y las deposita sin más aviso o ceremonia en la mano derecha de Daniel (quien intuye son las llaves de acceso al edificio y a su nuevo departamento). El portero se da media vuelta, sale y cierra a puerta detrás de él.

Daniel se ve solo en ese, su nuevo hogar. No entendió muy bien a su anfitrión. Se quedó pensando medio perplejo unos segundos. Sacudió la cabeza como sacándose la idea de encima y observólo todo por primera vez. Era un espacio amplio. O así parecía puesto que en realidad estaba pelado. Como mobiliario, una mesa con patas metálicas y tapa de vidrio grueso transparente al medio de lo que sería el comedor, living o living-comedor—pensó. De acompañamiento, cuatro sillas también con patas metálicas y asientos y respaldos en símil cuero negro. Paredes blancas sin adorno alguno. Alfombra verde claro que aun olía a pegamento. Hacia la izquierda de ese ambiente, la cocina perfectamente instalada, impecable, con todas las comodidades de un hogar moderno—horno y hornallas eléctricas, campana extractora de aromas indeseables, frízer y heladera, lavaplatos, lavarropas, agua caliente y fría, y algún que otro detalle que ahora mismo no me viene a la cabeza.

Se sintió bien, muy bien. El olor a la alfombra nueva o el pegamento que usaron para fijarla le recordaría siempre ese momento con felicidad. Volviendo hacia la puerta de entrada, que da lugar a una especie de pasillo interno, dos puertas enfrentadas. De un lado, el cuarto de baño con lo básico, muy básico—ni siquiera un espejo. Del otro lado, la que sería su habitación. Abre la puerta y se encuentra con un ventanal de frente y paredes blancas más la misma alfombra verde claro que se repetía en todo el piso del departamento, excepto el baño y la cocina.

Volvió sus pasos hacia el cuarto principal, la gran sala que sería su living-comedor y cocina. Abrió la maleta. Se dio cuenta que no tenía lugar donde colgar sus cosas, no habían cajones o armarios donde acomodarlos. De seguido, pensó en comer. Frízer y heladera estaban obviamente vacíos. Era media tarde. Estaba cansado. Pensó en bajar por comida pero recordó que lo único cerca era una estación de servicio con el respectivo kiosco. Preguntar al portero parecía un esfuerzo titánico. No por lo hermético que se mostraba este personaje más por las pocas ganas y escasas energías que le restaban a Daniel.

Miró nuevamente dentro de la maleta. Encontró alfajores, turrones y una bolsa de frutos secos. Agua seguramente tenia. Lo comprobó revisando la grifería en la cocina y baño. Era un hecho. Tenía todo lo suficiente como para no morirse de hambre o sed lo que le restaba del día. Allí se quedaba. Al día siguiente exploraría el área.

¿Y dormir? No había cama. Más bien, no había mueble alguno. Solamente la mesa y las cuatro sillas. La alfombra era nueva, se notaba. Esponjosa sí, pero no como para servir de cama, ¿o sí? Tiró un tallón al piso, se acostó encima. Empezó a moverse de un lado a otro. Se quedó boca arriba, viendo el techo blanco, viendo la nada, pensando en nada. Cerró los ojos, se durmió. Estaba en casa.