Decidió no arriesgarse más de esa forma. No
valía la pena. Al menos, no por ahora y de esa manera tan lanzada. Tenía sus
regulares, como él gustaba llamarles.
El corazón se le había apagado. El sexo
que tenía era por deporte, por no estar solo en tal o cual noche, para sentirse
vivo, o simplemente para sacarse la calentura. Había logrado conocer algunas
personas en la Universidad. Pero ninguno de ellos lo frecuentaba. Él tampoco lo
hacía. Como vivía en un bloque de apartamentos el contacto con los vecinos era esporádico,
de tanto en tanto el algún ascensor, cerca de la puerta de entrada al edificio,
o entrando o saliendo de su guarida. Hablaba con la familia los domingos por la
mañana. Lo hacía desde un locutorio en el centro, cerca de Puerta del Sol. La conversación
se extendía entre treinta minutos y no más de una hora. Las preguntas y las
respuestas se repetían cada semana: clima, rutina diaria y semanal, exámenes,
precios de productos alimentarios esenciales de un lado y otro del Atlántico. Primero
hablaba con la madre, después con el padre repitiendo algunos de los temas
tocados minutos antes. Y si había algún hermano, lo mismo otra vez. Así
sucesivamente hasta terminar por ese domingo.
Se fue el invierno, que ese año se extendió
hasta abril con fríos polares en toda Europa. La primavera tardía trajo consigo
una Madrid bulliciosa, inagotable, con gente en las calles céntricas las 24
horas. Por ese entonces Daniel gustaba de quedarse en el apartamento luego de
regresar de la Universidad o de la biblioteca central. En una de esas caminatas
de vuelta al hogar en las que iba irremediablemente con la cabeza en las nubes,
tropezó con un hombracho de casi dos metros de altura. Rogelio González su
nombre. Era originario de Barcelona pero había llegado a Madrid el año
anterior. La crisis financiera ya se hacía notar y era España de los primeros países
en recibir el sacudón. Muchas familias se desmembraban perdiendo miembros que
buscaban horizontes en otros países y hasta en otros continentes. Rogelio era
uno de ellos. Empezó en Madrid pero tenía en claro que bien podría ser la
primera parte de un viaje mucho más largo hacia alguna tierra en donde la
oportunidad de trabajar dignamente existiera.
Luego del tropiezo, o más bien la
embestida, Daniel trastabilló y cayó al suelo en un reguero de papeles,
cuadernos, y libros. Rogelio se disculpó; no lo había visto venir en dirección contraria
pues también estaba con la cabeza en otro lado, en otro mundo. Desde el momento
en que se miraron existió un código, algo de complicidad. Nunca llegarían a ser
del otro y, sin embargo, eran dos extraños de tantos otros que pasaban la vida
en un coma diario sin mucho sentido, con poco que esperar del día siguiente y
menos de un futuro del que ni siquiera pensaban.
Juntaron entre los dos los papeles,
cuadernos, y libros. Cuando Daniel se disponía a seguir caminando, dio las
gracias y la espalda para continuar la marcha. Rogelio extendió la mano y lo tomó
del hombro derecho con un gentil pero firme agarre. Daniel se paralizó no de
miedo sino de intriga. Hay momentos en la vida en que la duda es tan grande y
las ganas de conocer un poco más tan acuciantes que el peligro no importa, no
se piensa, no se ve. Frente a él un hombracho de alrededor de 35 años, casi dos
metros de altura, hombros anchos, pecho prominente, y brazos amplios. El rostro
de calmada profundidad, sin llegar a estar encajado pero tampoco relajado. No hablaba
mucho. Observaba.
Terminaron siendo amigos, grandes
camaradas de ventura y desventura. Nunca sucedió ni sucedería algo carnal entre
ellos. Existió sí una complicidad tan absoluta como tácita entre ambos. Los dos
lo necesitaban y mucho. Los dos se necesitaban. No lo sabían pero ambos lo
intuyeron. Esa noche del día en que se conocieron durmieron juntos en la misma
cama. No ensayaron el sexo ni lo intentaron si quiera; permanecieron el uno al
lado del otro, cada uno de su lado de la cama. Al principio, hablaron. Al cabo
de un rato, silencio. Luego, ronquidos y otros ruidos guturales de un lado
tanto como del otro.
A la mañana siguiente se despidieron. Estaban
en el apartamento de Rogelio por lo que éste bajo a destrabar la puerta de
entrada al edificio que a esa hora se cerraba con llave por seguridad. Se
dieron la mano y un adiós corto la coreografía de la despedida. Daniel giró y comenzó
a alejarse. Luego de unos pasos comprendió que no habían intercambiado dirección,
número telefónico, u otro dato para mantener el contacto; solamente conocía el
nombre de pila de este individuo. Estaba acostumbrado. Pero había algo distinto
en este encuentro… Al tomar la primer esquina y antes de entrar por la boca de
Metro, de nuevo el mismo brazo lo jala del hombro derecho. Rogelio, esta vez
agitado, lo había corrido para entregarle un papel con el número de teléfono y
la dirección del apartamento en el que habían pasado la noche, su hogar de ahora,
su hogar por ahora. Daniel lo tomó sin entender mucho, lo miró y sin pensarlo
dos veces, lo metió en el bolsillo trasero del pantalón. Extendió la mano
derecha, saludó a Rogelio como había hecho minutos atrás y se fue corriendo a
tomar el Metro. Rogelio lo miraba medio perplejo, inmutable, desaparecer entre
varios otros transeúntes que entraban y salían de allí.
Sentado ya en el vagón Daniel volvió en sí.
Miró a ambos lados como para asegurarse que esta vez nadie lo había seguido. Cuando
estuvo realmente tranquilo con el chequeo, metió la mano en el bolsillo trasero
del pantalón y sacó el estrujado papel que leía el nombre completo de Rogelio, dirección
y número telefónico. Como golpeado por rayo, la idea le cayó fulminante. Dejo el
vagón en la estación siguiente, tomó metro en dirección opuesta y en unos
minutos más tarde estaba llamando al apartamento que escasamente media hora atrás
había dejado…