Dejó pasar unos días. En realidad, estaba
esperando una llamada que nunca llegó ni llegaría. La espera se hizo larga, se sintió
larga. — ¿Qué esperaba? ¿A quién esperaba? ¿Para qué le esperaba?— Estoy casi
seguro que se lo planteaba y conocía perfectamente la respuesta. Pero, como
todos en algún momento de nuestras vidas, o algunos en todo momento, prefería
mentirse, disimular que no tenía respuestas y que, sin embargo, la espera
sinsentido en realidad daba dirección y destino a su vida. Es que ¿cuantos
somos realmente honestos con nosotros mismos? Decimos, deliberamos,
argumentamos, defendemos la honestidad con el prójimo pero traicionamos al
primero con quien deberíamos ser, con quien somos; o mejor, a quien somos. Creemos
y nos convencemos que algo o alguien nos falta, que no estamos completos y que
para lograrlo necesitamos de alguien o algo. De allí creamos una meta o
personificamos la meta en alguien. Generalmente, la meta o destino dependerá de
la comunidad o sociedad o cultura en la que estemos inmersos —casarse antes de
los 20 o vivir para vestir santos; tener relaciones sexuales antes de los 18
con alguien del sexo opuesto o ser homosexual; ir a la Universidad o acarrear
bolsas al hombro; fumar marihuana, usar drogas o fumar para escaparse; y tantas
otras. Una vez que la mente decide el destino o meta, creará la ficción de la
necesidad imperiosa de conseguirla. De no conseguirla o demorar en hacerlo, el vacío
sobrevendrá, la falta inevitablemente se hará presente. Una falta, un vacío que
es tan ficticio como la necesidad creada. Me detengo aquí para continuar con
nuestra historia, la que nos ocupa y dejo el planteo para continuarlo en alguna
de nuestras próximas meditaciones.
Intentó con todas las fuerzas abandonar
el departamento. Fue a la Facultad. Era inútil; las clases le parecían ahora
aburridas. Observaba desde lejos a los profesores moverse delante del aula,
gesticular, pero todo asemejábasele a una película muda. El resto de los compañeros
dejaron de existir. Miraba el cuaderno de tanto en tanto y las hojas seguían en
blanco. Si no estaba en la Facultad lo encontraba la noche en la biblioteca. No
leía. Iba para estar rodeado de gente que no le implicara el esfuerzo
monumental de intercambiar palabras. Tomaba un libro, cualquier libro, buscaba un
lugar con algunos lectores, se sentaba, abría el libro en cualquier página,
fijaba la vista en ella, y así permanecía por horas, en la misma página, en la
misma posición hasta que el sueño o las
ganas de ir al baño lo vencían. Entonces, sólo entonces, se levantaba e iba a
orinar o defecar y volvía a su asiento a seguir sentado. Si el cansancio lo podía,
cerraba el libro, o lo dejaba donde lo había encontrado, y volvía caminando al
departamento para hacer tiempo. Las compras se hicieron más esparcidas, incluso
las del supermercado. La heladera, antes repleta de frutas, verduras, carnes y algún
que otro plato previamente preparado, aparecía casi vacía a excepción de
algunas botellas con agua corriente (que tampoco renovaba a diario como antes).
Perdió peso, se quedó pálido y ojeroso en una semana. Líneas negras empezaron a
aparecerle en el párpado inferior. El no afeitarse sumó a la imagen del
deterioro.
Volvía al departamento a cualquier hora,
lo más tarde y más cansado posible. Apenas probaba bocado. Su lugar contra la
pared junto al ventanal lo esperaba. Desde allí la mirada clavada en el teléfono
al otro lado de la habitación. No había tenido noticias y ya habían pasado casi
dos semanas desde aquel primer encuentro. Decidió tentar la suerte otra vez. Entró
en trance, se levantó, los pasos lo llevaron hacia el teléfono, marcó el número
ya grabado a fuego en la mente. Del otro lado el tono indicaba que alguien
estaba usando la línea. Clavó el receptor en el aparato y de seguido marcó. De nuevo,
ocupado. Repitió el procedimiento sin interrupción unas cinco o seis veces. A esta
altura no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Era él inmerso en una
especie de ritual que consistía en levantar el tubo, marcar el número, escuchar
el sonido que indicaba que del otro lado alguien estaba usando la línea, colgar
para solamente volver a comenzar el círculo tan estúpido y sin sentido como
desesperado.
¡Finalmente llama!—pensó. En ese instante
salió del trance. — ¿Qué digo? ¿Quién contestará?—las preguntas se sucedían una
tras otra en un intervalo que duro uno, dos, tres timbrazos. La misma voz de la
vez anterior del otro lado. Evidentemente, no era Pablo. Tampoco hoy estaba allí.
Tampoco hoy se conocía el paradero o cuando volvería. Pese a ello, Daniel se presentó:
un amigo del interior que ahora vivía en Buenos Aires. El interlocutor hizo lo
propio, quizá movido por la lástima, quizá por cortesía, o mero aburrimiento. Era
el padre. Se llamaba Adalberto. Esta sería la primera de varias charlas de ocasión
entre los dos. No se conocerían hasta meses después. Pero iniciaron una
invisible e intangible relación movida por el fantasma del vínculo que los unía,
el hijo, la fijación, el Pablo que parecía no existir.
Cada vez que llamaba la respuesta era la
misma y quien se la daba también. Adalberto explicaba en voz tranquila y
pausada que Pablo no estaba, que recién había salido, que creyó verlo pero al
volverse a llamarlo ya no estaba y demás. A veces hasta daba la sensación que sí
se encontraba presente, que se hacía negar. En esas ocasiones el padre cambiaba
el tono de voz, era definitivamente distinto. Es decir, la conversación empezaba
como siempre pasando revista de la semana o los días anteriores, el país, el
mundo, el clima, la corrupción. Y cuando se venía la pregunta— ¿Está Pablo?—el
padre hacía una pausa—¿Estaría mirándolo?—y volvía a la conversación con
palabras de disculpas, entrecortadas, explicando que por una u otra razón el
hijo no se encontraba y no conocía paradero ni tenía remota idea de cuando lo vería,
pero aseguraba le dejaría el recado. Después de unas frases más la conversación
se desinflaba. Daniel y Adalberto de despedían hasta la próxima vez para de
nuevo iniciar la misma coreografía verbal con el teléfono como canal.
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