El día continuaba presentándose perfecto
para caminar. Cielo celeste, sin nubes y sol espléndido. Luego de unos minutos
que parecieron horas en los que Daniel no emitió sonido alguno, Pablo comenzó
la conversación preguntando por el viaje y dando explicaciones de su retraso.
Daniel escuchó la mitad; su concentración estaba en el movimiento de los labios
de su interlocutor. No es que los encontraba sensuales o sexualmente
atractivos; simplemente llamaban la atención.
Dejaron atrás la estación. Tomaron hacia
la derecha por la calle paralela a las vías del tren. Se miraban, caminaban,
cruzaban algún que otro comentario seguidos de silencios largos. Al principio,
asfalto a ambos lados. Unas pocas calles más y el asfalto cedió lugar a calles
polvorientas de tierra, arena y piedra. A ambos lados zanjas con algo de líquido
oscuro corriendo en pequeños arroyos. La vegetación antes inexistente ganaba
terreno. En general nada pintoresco; grandes plantas de cardo, cañas y maleza. El
espectáculo se repetía junto a las vías del tren con otra zanja y el mismo tipo
de verde. Simétricamente, del otro lado la vista era exactamente la misma. El silencio
era interrumpido de tanto en tanto por la aparición de algún perro suelto o ladridos
de algún otro desde detrás de portones que dejaban entrever el hocico del
animal.
Daniel no volvía en sí. Su parte de la
charla se limitó a recitar oralmente el curriculum vitae: edad, lugar de
nacimiento, educación, experiencia laboral, residencia actual. Pablo escuchaba
sin preguntar. En realidad no había qué preguntar. Daniel exponía toda su vida
a manera de entrevista sin requerir interrogatorio previo. Pablo, en cambio,
mencionó algunos detalles de los estudios y la familia, algo respecto del trabajo,
pero era información vaga, en retazos: vivía con el padre y un hermano— ¿Qué
paso con la madre?; estudiaba ciencias económicas— ¿estaba entrado en los 20s y
aun no se había recibido?; trabajaba en temas contables desde la casa— ¿no era
contador y hacía contaduría? ¡¿En la casa?! Daniel no preguntó más allá de lo
que se le decía. No era desconfianza ni desinterés. Estaba nervioso. En un
estado de exaltación a la vez que confundido. Se apuraba por dar información.
Seguía cada comentario de Pablo con una frase o expresión de exclamación,
subrayando cualquier cosa que el acompañante dijera, como si fuera un mérito o
proeza— ¡qué bien!, ¡qué buena oportunidad!, ¡excelente!
Caminaron y caminaron. Se miraron.
Hablaron. Se detuvieron. Más bien, Pablo detuvo el paso. Daniel hizo lo mismo,
siguiéndolo, sin darse cuenta. Estaban frente a un hotel alojamiento del que Daniel no se había percatado (en
realidad, se daría cuenta de ello mucho tiempo después). Pablo pregunta si lo
conocía. Daniel, incauto, respondió que no, que nunca lo había visto, y que no
siquiera sabía dónde estaban. Pablo lo miró de arriba abajo fijando los ojos en
el rostro del otro. —Sigamos caminando, dijo. Y retomaron la marcha, esta vez
en sentido contrario, en dirección a la estación.
Años mas tarde Daniel repetiría esa
escena en su mente y recién entonces se preguntaría si el encuentro del hotel
alojamiento fue casual. Posiblemente no, pensaría entonces. Pero decidió no
cambiar la magia de ese encuentro. Como la vida le enseñaría, aquello que
vivimos podemos recordarlo de dos formas: como sucedió o como sentimos que sucedió.
Y entre elegir una visión oscura y una llena de magia, Daniel nunca se preguntó
si quiera por la primera.
Siguieron hablando de generalidades. Un poco
más tarde estaban de regreso en la estación. Había anochecido, serían más de las
nueve. Pablo acompañó a Daniel a la boletería para preguntar el horario del próximo
tren a Constitución. —en diez minutos, dijo la persona detrás de la ventanilla.
Se dirigieron juntos al andén. No hablaron más. Unos diez minutos después los
altoparlantes anunciaban la llegada del tren. Instantes que se sintieron iban
lentos, ahí estaba.
Pablo extiende la mano y se despide de
Daniel. El otro se quedó a medio camino esperando el beso en la mejilla como sucedió
al encuentro. No entendió bien. Nunca había sentido algo así. Obviamente,
estaba acostumbrado a besos en la mejilla. Pero los que recordaba en realidad
eran algo así como una función mecánica. Fue la primera vez, quizá la única,
que realmente sintió labios, el beso, sus labios, su beso. En cambio, al
momento de despedirse, hubo una imperceptible distancia.
Un rápido —nos vemos, de Pablo. La locomotora
comienza a moverse lenta. Primer pitada. Daniel toma el estribo y sube de un
salto al vagón. Va hacia un asiento y se zambulle contra la primer ventanilla
que ve. Pablo extiende la mano derecha, la agita en el aire, se da vuelta, y
desaparece en dos pasos entre la gente.
—Nos vemos, dijo Pablo—pensaba Daniel
entre excitado y nervioso. Si solamente hubiera sabido o intuido que ya no se verían.
Para ser más preciso, lo harían pero mucho tiempo más tarde, sin planearlo, sin
buscarlo, en circunstancias muy diferentes.
Ahora tampoco lo sabía pero el destino le
aseguraba una larga espera. Tan larga como penosa. Se sentiría inalcanzable,
fuerte, blando, tierno, todo al mismo tiempo. Suspiraba mientras recordaba cada
momento juntos, cada paso, cada frase y palabra. Tiempo después también se daría
cuenta que él había sido el motor principal y protagonista del diálogo, casi monólogo.
No lo recordaría con exactitud de tantas veces que lo repetiría en su mente. Sin
embargo, se daría cuenta que el interlocutor había sido más pasivo y menos
interlocutor de lo que él habría querido y que su imaginación había construido.
Incluso, años más tarde vería que Pablo no era tan alto ni tan ancho o definido
como la imagen que tenía guardada en la memoria. Gestos y modales, amanerados
por demás. La forma de vestir, ciertamente algo desarreglada. Solamente el
timbre de voz de seguiría resultando algo familiar. Es decir, sería el único elemento
que coincidiría con la imagen que se había formado (o deformado) luego de aquel
primer encuentro.
Pero, para este nuevo encuentro, les
tengo que contar una serie de otros eventos. Algunos, desencadenados por este
primer encuentro. Otros, por la vida misma, y otros, otros sucedieron quien
sabe porque.
Imagino estarán pensando—mmm, la historia
de dos homosexuales. Y debo decir, así parece. Pero, me permito adelantarles,
no lo es. Los dos protagonistas se encontrarán nuevamente, ya lo veremos. Uno de
ellos efectivamente era y es homosexual. El otro, en cambio, podría haberlo
sido. Mas, el género nunca le interesó. Buscaba algo mucho más simple; nada
sensual, nada sexual. Es que a veces una rosa es simplemente eso, una rosa.
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