Monday 6 January 2014

Las 24 horas. Capítulo Nueve: Viento en contra

Era octubre. Los días se habían acortado. El frio empezaba a invadir Madrid. Ese año llegaría con heladas temprano y hasta nieve en diciembre y enero siguiente. Daniel ya era parte—o al menos así se sentía—de la geografía local. Tenía rutinas instaladas desde hacía meses tanto para los estudios como para la vida en general. La mayor parte del tiempo la pasaba ahora en el campus universitario, entre las clases que atendía y la biblioteca. Allí mismo almorzaba, a veces solo, a veces en compañía de alguno de los estudiantes de turno pero nunca con la misma persona—al menos, no a manera de costumbre sino que si se daba el mismo individuo dos veces era mera casualidad.
Sin pensarlo, era la primera vez en mucho tiempo que la nostalgia de aquel primer encuentro no lo perseguía. Lo recordaba, sí. Lo haría siempre, o al menos pensaba por ese entonces. Pero de una manera distinta, latente pero no constante. Tenía la esperanza de borrarlo definitivamente de la memoria, de su ser. La contradicción yacía, como tantas veces nos pasa, en que la misma espera de lograr anular, extinguir algo, en este caso un vago recuerdo, lo vuelve a hacer presente una y otra vez; tantas veces como intentemos hacerlo a un lado.
De todas maneras las incursiones en lo desconocido, o mejor, en los desconocidos, habían cesado por completo. Entendía bien que al único que mentía era a él mismo. Ni siquiera frecuentaba a los regulares—ni se dejaba frecuentar. En los momentos o situaciones en que estaba solo y la universidad no llenaba espacios ni tiempos o las tareas relacionadas con lo doméstico lo ocupaban gustaba de ir al Parque del Retiro o a su apartamento y escuchar el silencio. Si era en el parque, se sentaba generalmente en las escalinatas que dan a la laguna entre locales y turistas y contemplaba el agua—solamente eso, la vista perdida en el líquido oscuro. Si era en el apartamento, se sentaba en el suelo en cualquier posición y allí se quedaba por largo rato observando algún punto en frente con los ojos entreabiertos y jugando a escuchar todo aquello que pudiera romper con la vacuidad sonora—electrodomésticos en automático, vecinos de arriba, de abajo o del costado discutiendo, hablando solos o con alguien, respirando fuerte, alguna mascota, bolsas o papeles estrujados, el ascensor abriendo y cerrando, y tantos otros. No sabría si era meditación lo que hacía. No concentraba la atención en la respiración, en algo específico y, sin quererlo, lo hacía en el todo al mismo tiempo. Nunca se lo cuestionó tampoco. Un día entendió bien que le era grata su propia compañía, que finalmente podía aguantarse, estar consigo mismo, y hasta gustar de su propia compañía, acompañarse. Se disfrutó desde entonces en una dimensión que no comprendía bien pero que tampoco le interesaba comprender.

Uno de esos martes como tantos otros, vuelto de la Universidad y luego de haber cenado, se disponía a ir a la cama cuando el teléfono rompió el silencio de la habitación. Era uno de los hermanos. No se hablaban seguido. Las conversaciones con la familia los domingos se habían espaciado. De un lado, Daniel gustaba cada vez más del silencio y menos de dar explicaciones o de participar de una conversación con el mismo contenido que el de la semana anterior. Del otro, la crisis financiera estaba presente y las comunicaciones internacionales eran un lujo que si bien la familia podía pagar, resultaron catalogadas de superfluas a la hora de recortar gastos. Le llamó algo la atención que la voz del interlocutor fuera la de su hermano y adivinó en el aire que algo andaba mal. Estaba en lo cierto. La Mamá había caído enferma. Un golpe de presión fulminante la tumbó como un rayo hace con un árbol, de golpe, certero, y en el acto. La encontraron minutos después entre el comedor y la cocina desparramada en el suelo, sin sentido, con espuma blanca cayéndole de los labios. Inmediatamente la cargaron en un auto al encontrarla y la trasladaron al hospital más cercano. EL estado, delicado. Todo había sucedido rápido, hacia menos de una hora. Esperaban hacerle estudios y que los especialistas llegaran.
Mientras escuchaba, Daniel no entendía bien que estaba pasando. A medida que recibía más información de boca de su hermano sentía como se encorvaba, se achicaba, hasta terminar de cuclillas en el suelo, con el teléfono incrustado en la oreja derecha. Venite lo antes que puedas, no sabemos qué vaya a pasar—terminó el hermano antes de despedirse.
Se encontró en silencio, solo en la habitación, en cuclillas, y con el tubo del teléfono aun en la mano. No atinó a hacer algo distinto. Se quedó quieto. Decidió tampoco llamar a persona alguna. Era tarde ya y además ninguno de los que frecuentaba en Madrid conocía a la madre. ¿Cómo iban a entenderlo? Se fue a acostar. Lo atrapó un sueño que no esperaba. Se durmió.

La mañana siguiente se incorporó en la cama. Todo parecía haber sido un sueño, más bien una pesadilla. Sin embargo, sabía bien que no había soñado. La mamá había sufrido un accidente y estaba internada. Saltó de la cama y fue hacia el teléfono. Marcó los primeros números y colgó sin terminar. Era temprano en Madrid. Entonces, era apenas de madrugada en San Miguel. Obligóse a esperar, cosa que no fue fácil ni grata. No quiso desayunar ni siquiera el café de cada mañana. No se lavó tampoco la cara. Así como colgó el teléfono, se sentó justo al lado de la mesita donde estaba apoyado y esperó paciente cuatro horas. ¡Timbrazo! EL ruido lo sacó del trance. Atendió. Era el mismo hermano que lo llamó la noche anterior. La mamá aun seguía sin complicaciones, pero sin mejoras. Los especialistas habían ordenado una serie de estudios y determinaron luego de ver los resultados que había sufrido un infarto. Decidieron no intervenirla, estaba demasiado débil. La tendrían en terapia intensiva con observación constante durante al menos 24 horas.

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