Tuesday 29 October 2013

Las 24 horas. Capítulo Dos (segunda parte): Tren a Ezpeleta

En realidad desde la ventanilla del tren imagina cual, de entre un grupo, es su casa. Solamente tiene un pedazo de recorte de papel con su dirección—o al menos, la que Daniel cree es su dirección.
Pocos minutos después el tren amaina su marcha. El final, el comienzo, están llegando. La máquina se detiene por completo. Están en Ezpeleta.

¿Bajar o quedarse en el vagón? Se incorpora, da unos pasos y se detiene delante de una de las puertas dobles. Toma el estribo. Desciende un escalón. Se paraliza. Esos segundos se sentían eternos. El tren empezaba a moverse lentamente y él seguía en el mismo escalón, asido al estribo.

Como sacado de un trance, la bocina del tren que anticipa la marcha rompe el silencio y lo despierta— ¡El tren se mueve! ¡Y yo aun encima!

De un salto abandona el vagón. En el andén solamente él y su alma: ¿y ahora?

Abre el puño derecho y lee el mismo papel que viera antes, ahora hecho un bollo arrugado y húmedo de traspiración. Alza la mirada y se dirige irresoluto hacia la salida de la estación.

La noche era de una oscuridad cerrada. Sin embargo, la tormenta había pasado y el cielo se mostraba limpio con pequeñas luces a todo lo ancho. Esto le dio una cierta calma. ¿Derecha o izquierda? ¿Para dónde ir? No conocía el lugar, eran pasadas la 1:30 de la mañana y no se veía un alma.

Luego de dubitar unos segundos, comienza un lento caminar y decide ir a la derecha. Algo le dice que debe de ser en esa dirección. Sabe que (o supone) su casa debe estar a orillas o muy cerca de las vías—cada vez que hablaban por teléfono el pitar del tren se escuchaba claro, como si estuviera a unos pocos metros de distancia.

La calle inmediatamente fuera de la estación es 25 de Mayo. Revisa el papel nuevamente: dice Bartolomé Mitre. Pero algo lo lleva, lo empuja hacia la derecha. Decide continuar. A unos metros, un paso a nivel y cruza al otro lado de las vías. ¡Eureka! Su corazón, su pecho se llenan de una mezcla de alivio y excitación: ¡Bartolomé Mitre! Estaba en lo cierto. A esta altura de encontraba entre los números 500 a 550. El papel mostraba claramente 1701. Y dedujo que las cuadras iban de 50 en 50 números. A seguir caminando pensó.


Casi las 2:30 de la mañana. Dejando atrás la estación, dirige la marcha a Bartolomé Mitre 1701. Las primeras cuadras están asfaltadas. Casas modestas, departamentos y edificios de una o dos plantas, algunos pequeños negocios que no son más que habitaciones de esas mismas casas transformadas en almacenes, kioscos o verdulerías. Una, dos, tres cuadras. De súbito, todo cambia. El asfalto se termina, las casas se convierten en precarias construcciones u obras a medio terminar. Vegetación a ambos lados de la calle. Aparecen zanjas por donde se ve correr un agua oscura y espesa. Y, como dijera antes, el asfalto termina para dar lugar a una mezcla de tierra compacta y escombro. La iluminación artificial que metros antes existía, si bien escasa, permitía ver unos pasos adelante y atrás, ahora se hacía más disipada. Como en tantos otros casos, evidentemente el intendente de turno o el gobernador se había olvidado de las promesas pre-electorales y había preferido invertir el dinero para las obras en arcas propias, intuyó Daniel.

Pese al silencio y la nada, él seguía adelante. No estoy seguro si estaba decidido, dormido o simplemente no prestaba caso alguno a las circunstancias que lo rodeaban. El continuaba. Cinco, diez, quince minutos después y a paso tranquilo al principio, luego a marcha rápida y agitada, llega a destino. Allí está: pasadas las 3 de la mañana y se encuentra frente a Bartolomé Mitre 1701. Para su sorpresa, no es la casa que había imaginado, aquella que veía en cada viaje cada vez que tomaba el tren y se sentaba del mismo lado. No se desilusionó.

De frente, hacia la izquierda, una entrada amplia que podría bien ser un garaje cubierto con techo de chapa. Pero no había automóvil, solamente un amplio espacio vacío. De fondo, un telón plástico separando el garaje de lo que sería un patio o jardín. Hacia la derecha del garaje, la casa de una planta. De frente, una cortina metálica de esas bien pesadas de negocio, pintada hace rato de un color marrón ganado por el óxido (quizá de hecho el color era a causa del óxido). Esa no podía ser la entrada—pensó, pero no se veía puerta alguna. Observó nuevamente, mejor, y se dio cuenta que la puerta estaba al costado, entre el garaje y la casa. Como el garaje no contaba con portón ni rejas no separación alguna respecto de la vereda, se acercó. Estaba a escasos dos metros de la puerta.

En ese momento, como despertándose de otro trance por segunda vez esa noche, se observa a sí mismo, mira su reloj y se da cuenta que son pasadas las 3 de la mañana. No puede llamar a la puerta, por lo menos, no a esa hora. No tiene idea de quien vive en esa casa. En realidad supone que esa persona vive allí. Pero, aunque fuera cierto, tampoco sabe si esa persona vive sola en esa casa. ¿Tendría familia? ¿Vivía con alguien? ¿Vivía aquí? Recién en ese momento se da cuenta que estaba en medio de un lugar desconocido, a una hora poco sociable para visitas con la idea de golpear la puerta de alguien que no esperaba verlo y sin siquiera saber si ese alguien vivía allí.


Se turbó; mas no cambió de idea. Caminó hacia la esquina, en dirección a la estación. Se detuvo. Estaba allí. No podía dejar semejante viaje en un intento sin siquiera comprobar si estaba en lo cierto o no. No tenía miedo de equivocarse. ¿Se decepcionaría?: de seguro. Sin embargo, sabía que sería peor volver a Buenos Aires sin haber tocado a la puerta. Decidió entonces quedarse allí. Se sentó en la esquina, apoyando la espalda contra el poste de luz, y esperó una, dos, tres horas.

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