Monday 28 October 2013

Las 24 horas. Capítulo Dos: Tren a Ezpeleta

Ya en las calles, Daniel se echa a deambular sin rumbo; como desorientado pero a la vez llevado por una fuerza sutil de la que no podía librarse. Serían como las 12:10 de la noche. La tormenta había pasado dejando por doquier sus marcas. Los pocos especimenes arbóreos que todavía se conservaban en la zona aparecían lastimados brutalmente. El agua en el suelo llegaba a los tobillos y con el pasar de los automóviles se manifestaba en pequeñas olas sin destino. Él, inmutable, continuaba su marcha. La oscuridad se había convertido en su celosa compañera. Ni un alma en metros. Algún ladrido perdido a lo lejos. Las canaletas de las viejas casas todavía descargaban líquido desde sus entrañas. Parecía perdido. Empero, dirigía los pasos como de la mano del destino, llevado por una fuerza que no entendía y sin embargo aceptaba. Sin ponerse a pensar cómo ni preguntárselo, tras no menos de cuarenta cuadras, a lo lejos se vislumbraban las luces del ferrocarril.

Con su mente aún obnubilada, atraviesa la Plaza Constitución; aquí sí que se hacían presentes varios “fenómenos”. A decir verdad, rostros deshumanizados harto extraños que exhalaban intenciones funestas. Por el contrario, Daniel siguió enderezado hacia la estación sin inmutarse. Si no lo conociera, diría que actuaba seguro para no mostrar miedo, cuando, en realidad, pasó por entre estos personajes sin siquiera notar su presencia, existiendo, continuando sólo por una razón. Sin darse la más mínima cuenta, jugaba por entero con el peligro de aquel entorno nefasto. Para él resultaba el más emocionante y aterrador de los juegos, no por las circunstancias que lo rodeaban sino por el hecho que el fracaso de su empresa era casi seguro. De todas maneras, era toda la razón que él veía para existir. ¿Por qué no hacerlo?, llegó a preguntarse en un rapto de lucidez.

Dentro del lugar -serían pasadas las 12:50- se apresura a comprar su boleto. Recién en este momento se siente nervioso. ¿Por qué? No me creerían. Solamente por la posibilidad de haber perdido el último tren hacia su suerte. Sucede que el país vivía una de las peores crisis económicas en décadas. En consecuencia, entre los recortes de costumbre, las autoridades habían cancelado horarios y recorridos. Otra persona en su lugar hubiera esperado al día siguiente. Pero él no. De seguro se preguntarán: ¿por qué no ir por otros medios? Tampoco. El viaje debía de hacerse a bordo de un vagón. Nuevamente se interrogarán acerca de la causa y nuevamente tendrán que esperar como él lo hizo esa y otras tantas veces...

Para su suerte, el último tren aún no había partido. Luego de tomar el boleto, vuela hacia el andén. La locomotora comenzaba la marcha y, sin hesitaciones, corre tras la huella hasta alcanzarla. Finalmente, cuando consigue asirse a uno de los estribos siente alivio.

Escuchando el silencio. Engañando al entendimiento. Sin sueños que seguir. Sin alas con que volar. Sólo dudando. Así se encontraba. Llevado por una decisión huérfana de razón, seca de sed...

Continuó su trayecto. Como quedara dicho, era demasiado tarde ya. La compañía en el vagón no era del todo agradable. Escasa concurrencia; eso sí, de lo más selecta. Vagabundos, pordioseros, aire envilecido de susurro etílico. A media e intermitente luz. Sin embargo, nada parecía afectarlo. Inmutable en su asiento, rostro hacia la ventanilla, mirada perdida en la oscura distancia pero con la certeza de esperar una llegada. Lejano a esta tierra y, a la vez, tan dentro de aquel momento. Viviendo el presente, el ahora, pero sin hacerlo consciente. Conectado a su realidad, desconectado de la realidad.

Uno de los hombres que se encontraba en el asiento anterior al suyo, sin aparente motivo, comenzó a vociferar. Y, de un movimiento, saltó y tomó de la chamarra a quien tenía en frente. Comparados, el primero era una mole maciza y alta; el segundo, un pequeño proyecto de ser humano que le llegaría a poco más que la cintura. Una vez que lo tiene entre las manos, comienza a golpearlo en toda su humanidad, a puñetazos y puntapiés indiscriminados. Pero nadie intervenía. Al llegar a Avellaneda, el hombrecillo, ya deshecho, descendió como pudo arrastrándose. Y el otro, con algo de sangre en los nudillos, ocupó nuevamente el lugar en el que estaba. A todo esto, y pese a haberlo presenciado en total inmediatez, Daniel no demostró sorpresa. No por miedo o cobardía, sino porque un solo motivo lo movía. El resto no importaba; apenas si existía.

A veces, la vida es dulce, dulce como néctar. Otras, amarga. Y también, creo la peor opción, insípida. Ya en Sarandí, el gigante nos deja. Restaban escasamente cuatro almas en aquel vagón. Y así pasaron Villa Dominico, Wilde, Don Bosco, Bernal, etc., etc. A esta altura, eran solamente él y alguien dormido.
Viéndose tan cercano al destino, el miedo se presentó nuevamente. ¿Seguía o desistía? Pero ya estaba allí. ¿Qué más daba? ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no lo recibiera? ¿Ser echado? Sí, es cierto, no parece mucho. Y lo era. Quebraría la existencia en pedazos. Pero, de hecho, ya estaba destrozado. Quizá por fin tendría un punto de partida, o un final; no esa nebulosa que lo cubría desde que se conocieron, esa incertidumbre que lo tenía paralizado desde entonces.

¿Y volver? Por un lado, a esas alturas no tendría tren en que hacerlo. Sabía que debería esperar al menos seis horas por el próximo. Es cierto, desconocía casi por completo a donde iba; el éxito de la aventura no parecía plausible. Pero, seguir haciendo oídos sordos al llamado que nacía desde adentro era imposible. Debía continuar. No tenía otra razón mejor para vivir -o morir. Entonces, ¿por qué no?

De pronto allí está. Luego de seis o siete estaciones. Quiere gritar; no puede. Una extraña sensación, mezcla de pasión y odio desbordantes, se lo impide. Aquéllo que buscaba sin saberlo conscientemente. Su casa. La de ese ser, esa persona a quien su vida, latir, soplos pertenecían. Una incontenible presión lo sacude desde las entrañas...

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