Wednesday 23 October 2013

Las 24 horas. Capítulo Uno: Nuestro protagonista

            ¿Por qué estoy escribiendo? Debe ser que una historia así no debe dejarse perder. Quizá sea impotencia; no lo sé. De todas formas, la causa poco importa. Sí, en cambio, el hecho que finalmente lo he conseguido y que mi alma se alivia de alguna forma.

Antes de comenzar con el relato me veo en la obligación de admitir que esta tarea ya había sido iniciada varias veces. La última vez, si mal no recuerdo, hace poco más de dos años. ¿Y los resultados?, se preguntarán. Tan agudo fue el dolor que provocaron los actos y sucesos que van a conocer que no emergían fuerzas suficientes ni valentía tal como para lograr rescatarlos sin caer en desoladora destrucción. Una vida desbaratada en jirones. Una existencia cuya razón había dejado de ser. Un sueño malherido, agonizante, manantial de infinito desasosiego. Poco restaba de, por entonces, ese alma, como para haberle exigido resguardar su alrededor.

Hecha la aclaración, que personalmente consideraba necesaria, de seguro para expiar la culpa por la sin dudas desacertada decisión, mejor será dar inicio al relato. Más o menos, comenzaba así...

 

Córdoba al 1500. Barrio de Almagro, Capital Federal, Argentina. Unos pocos años atrás. Último miércoles de marzo. Noche sin luna. Cielo gris ceniza. Amenaza con arreciar una de esas tormentas que se prolongan indefinidamente. El aire viciado de humedad hace la respiración algo lenta.  Desde la ventana de uno de los departamentos que da a la calle, todavía virgen al vital fluido, se escapa una tenue luz proveniente quizá de un cuarto contiguo.

Habitación grande que podríamos individualizar como sala de estar (y vaya que es un  nombre correctísimo para ese lugar, por lo menos en este caso). Paredes blancas no muy altas cubiertas por una tenue capa de pintura algo ajada y adornadas con algunos cuadros de familia. Unos pocos muebles. Al centro, justo frente a él, una mesa ratona de forma oval, sin polvo. Encima, sólo un elemento: el teléfono.

Desarmado en el sillón. Solo. No era raro. Al contrario, como de costumbre y más que nunca en los últimos tiempos. Habitación grande que podríamos individualizar como sala de estar (etiqueta acertada para ese lugar, al menos en este caso). Paredes blancas no muy altas cubiertas por una tenue capa de pintura algo ajada y adornadas con algunos cuadros de familia. Unos pocos muebles, al centro, justo frente a él, una mesa ratona de forma oval, sin polvo. Encima, solamente un elemento: el teléfono. Entredormido, sin ser aún las nueve. Quizá para otro no suene extraño. Sin embargo, lo es pues acababa de almorzar tras haberse levantado de su, a esta altura, hediondo nido, al igual que lo había hecho el día anterior y el anterior a éste desde hacía exactamente mes y medio: desde su regreso. Ni un suspiro alrededor. Completa soledad. Él y su alma entregados a la lenta erosión que la melancolía provoca en seres formidables pero sin iniciativa.

Con una explosión de entrada, abre la lluvia. Daniel, sí, tal su gracia, no se inmuta. Al contrario, parece irradiar una sensación de profundo alivio. El agua cae a vómitos. El teléfono suena. Por primera vez, se experimenta algo de ansiedad, mezcla de duda y miedo, en el ambiente.

A excepción de salir para procurarse alimentos, engullirlos o defecarlos, su vida se movía al compás de ese timbre. La espera era lenta tortura. Al escucharlo, se turbaba hondamente. Si no era esa persona a quien esperaba, la desolación volvía a hacer estragos. Vivía en estado de trance desde que se conocieron. Volaba remotamente sin salir de su habitación. Ido la mayor parte de sus días. Creíase dueño de un todo, dueño de qué, finalmente, dueño de nada. Era devorado constantemente por los demonios que bullían en la sangre y se ensañaban con su alma ya  hecha trozos sin siquiera evidenciar entendimiento alguno. Ansiedad pueril mezcla de inmadurez y dolorosa pasión, resultado de un primer encuentro con el amor, sólo que uno errado. Uno de tantos encuentros que sin embargo son únicos pues marcan una existencia tan hondo y zanjan una herida por demás profunda que hace imposible pensar en volver atrás, en seguir viviendo.

Sueños que no pudieron ser. Ternura desperdiciada en platónicas conversaciones. Aún así, asfixiado de pesares inacabables, creía fervientemente que esa era la máxima experiencia, el mayor acercamiento que podría tener vez alguna con un sentimiento como éste, tan frenético y lascivo, y a la vez, de semejante ternura y virtud. ¿Y cómo no hacerlo si esta era su primera experiencia con el mundo? Veintidós años y no se explicaba cómo había llegado a ellos. A veces, pensaba, por generación espontánea. Casi toda su niñez estuvo gravemente enfermo, aislado de los demás críos que jugaban plácidamente mientras los miraba como encerrado en una caja de cristal desde su habitación. Luego, cuando todo parecía haber pasado, comenzó a exigirse demasiado. Tanto en deportes como intelectualmente, sin que nadie lo percibiera, buscaba ser el mejor, como queriendo superar una prueba contra quien sabe que eventualidad. Debía ser primero a cualquier precio, aunque significara dejar de vivir la vida por tanto esfuerzo en llegar; ¿llegar a dónde?

Parecía no sentir, no darse cuenta de lo circundante. Se relacionaba con los demás en forma superficial, pese a que en el interior se entregaba de lleno, con extrema pureza y sin dejo de maldad o atisbo de interés propio. Un ser único, mezcla químico-mágica de inacabables y furiosas sensaciones dormidas y un alma demasiado transparente para poder controlarlos y ocultarlos de oportunistas o aprovechadores sin el más mínimo escrúpulo. En esos u otros días, resultaba peligroso presentarse de esa manera. Y él lo hacía sin saberlo. Deambulaba por el mundo con esa arrolladora personalidad todavía en gestación, a la vez simple, y donde quiera que fuera irradiaba ánimo con su sola presencia.

 

Remedos quedaban del gallardo joven que había sido. Su rostro todavía era el de un niño. De cabello castaño enmarañado en brujones por la desidia. Ojos azul verdosos o verde azulados, dependiendo del tiempo. Mas, para quienes lo conocían de antes, era claro que habían perdido esa, difícil de describir, magia de luz que emanaban. Mostrábanse apagados, tristes, desdibujados. El único detalle que no había sido estropeado era el de la caída aguileña de su nariz que le otorgaba al conjunto una armonía casi amoral, profana, motivo de los grandes vaivenes que había padecido. Extrañamente, el bello no había crecido demasiado; barba ni bigote eran profusos. Aún así, era evidente el desaseo y la desatención. Había perdido varios kilos. Hasta el andar con porte de varón que tanto lo caracterizaba se había reducido a dejarse arrastrar por la inercia. Encorvado, con los hombros hacia adelante, su andar era el de una persona mayor y enferma.

 

Tarda, pero contesta. Sus ojos se llenan de un brillo difícil de describir. La voz va variando de nerviosa y cortada a plácida. Deambular incesante, primero de la sala a la cocina; luego, sólo en la sala, frente al ventanal. Pero, siempre, con la mirada peligrosamente extraviada entre la lívido, la pasión y la locura. En una mano el aparato, y en la otra, el tubo. Con destreza, desfilaba de tal forma entre las habitaciones y el mobiliario que conseguía estirar al máximo el cable y todo sin arrojar nada al suelo.

Más de media hora y la conversación llega a su final. Despedida desbordante de sentimientos demasiado íntimos. Atiborrado de contradicciones, e inmediatamente luego de cortar, toma un sobretodo y se echa a la crudeza exterior.

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