Sí, merecen unas palabras, un
capítulo, un libro entero. Casa en Ringuelet, nuestra casa, la casa de la
familia Núñez-Curti, siempre ha sido una especie de zoológico. Los tres
hermanos crecimos rodeados de perros y gatos, pero también palomas (de distintos
tipos), patos y patas, tortugas, pajaritos, loros, conejos, nutrias, flamencos,
búhos y lechuzas, teros, y hasta una puma. Seguramente me olvido de varios
otros integrantes del clan, pero ya con éstos se pueden dar una idea del tipo
de niñez y adolescencia que tuvimos: verde, cálida y, por sobretodo,
multicultural y cosmopolita.
¿Multicultural y cosmopolita?
Sí, insisto. No eran o so seres humanos estos amigos emplumados o peludos o
escamados, pero cada uno vivía en una comunidad en la que pese a ser en teoría
predadores algunos, y presas normalmente otros, se respetaban y vivían sin más
discusiones que algún picotazo, mordida, ladrido, o graznido. Ese modo de vivir
me enseñó desde muy temprana edad que pese a que todos tenemos rasgos naturales
definidos por nuestra genética (ADN), la elección es diaria entre hacer y no hacer, y exclusiva
de cada uno.
Son varios los personajes que
aparecieron en tantos años. Lucas, el pato que Papá cazó. Bixú, nuestra perra
cruza entre pequinés y fox-terrier. Archi, mi pata, amiga y compañera
inseparable a la hora de ver el Show de Xuxa cada día a las cinco de la tarde.
La Gorda, esa gata blanca y negra que me esperaba fuera de la casa hasta que
llegara a la noche, a cualquier hora, de la Facultad luego de haber dado clases…
Y tantos, tantos más… Bruja, nuestra puma; Pinki, el gato blanco con corazón
tan grande que no le entraba en el cuerpo; su amigo, el siempre pequeño Gato
Negro; y su eterna enamorada, de toda la vida, esta y posiblemente las
próximas, la Gata Gris con sus ataques de histeria y carácter siempre fuerte.
La gallina que vivía en el terreno de enfrente, y que cruzaba solita la calle,
iba al fono de la casa, subía a la parrilla,
y ponía huevos todos los días puntualmente, para luego desandar el camino, y
volver a su casa frente a la nuestra.
Robertino, nuestro primer
carancho (le siguieron unos diez más con el tiempo). En realidad, el carancho
de El Gordo. Apareció un día en el techo de casa, y El Gordo empezó, como El
Principito y el zorro, a acercarse a él cada día un poco más, hasta que le dio
de comer en el pico. Sí, acercando la mano de a poco, con un trocito de carne
cruda para repetirlo innumerables veces. Nunca lo atamos, nunca lo encerramos,
o encadenamos. Siempre permaneció libre, con las alas completas, pero no se iría.
Se quedaría allí varios años, hasta la próxima existencia. Es cierto, iba y
venia de paseos quien sabe a donde, sobrevolaba el barrio, pero siempre,
siempre regresaba a casa, nuestra casa, su casa.
Un poco más pequeño, en porte y
estatura, pero el más gallardo de todos, Nico, el chimango pareja de Mamá. Como
lo leen en estas líneas, apareció también en casa un día quien sabe de donde,
para quedarse. De inmediato, adoptó a Mamá como pareja. Una vez (al menos) por
año comenzaba a juntar ramitas en el jardín del fono, las traía una por una a
la ventana que da entre el patio del jardín y la cocina, las mostraba a Mamá
con un aleteo y el pecho erguido, y las llevaba y depositaba en la parrilla (la
misma parrilla donde años antes la gallina ponía huevos). A veces, le entregaba
presentes a Mamá, que mayormente consistían en esqueletos de rana perfectamente
separados de la carne, pero aun, de alguna manera, completos. No lo vi irse de esta
existencia. No estaba en casa. Ya me había ido…
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