Thursday 11 February 2016

Mi Primer Libro: Animales

Sí, merecen unas palabras, un capítulo, un libro entero. Casa en Ringuelet, nuestra casa, la casa de la familia Núñez-Curti, siempre ha sido una especie de zoológico. Los tres hermanos crecimos rodeados de perros y gatos, pero también palomas (de distintos tipos), patos y patas, tortugas, pajaritos, loros, conejos, nutrias, flamencos, búhos y lechuzas, teros, y hasta una puma. Seguramente me olvido de varios otros integrantes del clan, pero ya con éstos se pueden dar una idea del tipo de niñez y adolescencia que tuvimos: verde, cálida y, por sobretodo, multicultural y cosmopolita.

¿Multicultural y cosmopolita? Sí, insisto. No eran o so seres humanos estos amigos emplumados o peludos o escamados, pero cada uno vivía en una comunidad en la que pese a ser en teoría predadores algunos, y presas normalmente otros, se respetaban y vivían sin más discusiones que algún picotazo, mordida, ladrido, o graznido. Ese modo de vivir me enseñó desde muy temprana edad que pese a que todos tenemos rasgos naturales definidos por nuestra genética (ADN), la elección  es diaria entre hacer y no hacer, y exclusiva de cada uno.

Son varios los personajes que aparecieron en tantos años. Lucas, el pato que Papá cazó. Bixú, nuestra perra cruza entre pequinés y fox-terrier. Archi, mi pata, amiga y compañera inseparable a la hora de ver el Show de Xuxa cada día a las cinco de la tarde. La Gorda, esa gata blanca y negra que me esperaba fuera de la casa hasta que llegara a la noche, a cualquier hora, de la Facultad luego de haber dado clases… Y tantos, tantos más… Bruja, nuestra puma; Pinki, el gato blanco con corazón tan grande que no le entraba en el cuerpo; su amigo, el siempre pequeño Gato Negro; y su eterna enamorada, de toda la vida, esta y posiblemente las próximas, la Gata Gris con sus ataques de histeria y carácter siempre fuerte. La gallina que vivía en el terreno de enfrente, y que cruzaba solita la calle, iba al  fono de la casa, subía a la parrilla, y ponía huevos todos los días puntualmente, para luego desandar el camino, y volver a su casa frente a la nuestra.

Robertino, nuestro primer carancho (le siguieron unos diez más con el tiempo). En realidad, el carancho de El Gordo. Apareció un día en el techo de casa, y El Gordo empezó, como El Principito y el zorro, a acercarse a él cada día un poco más, hasta que le dio de comer en el pico. Sí, acercando la mano de a poco, con un trocito de carne cruda para repetirlo innumerables veces. Nunca lo atamos, nunca lo encerramos, o encadenamos. Siempre permaneció libre, con las alas completas, pero no se iría. Se quedaría allí varios años, hasta la próxima existencia. Es cierto, iba y venia de paseos quien sabe a donde, sobrevolaba el barrio, pero siempre, siempre regresaba a casa, nuestra casa, su casa.


Un poco más pequeño, en porte y estatura, pero el más gallardo de todos, Nico, el chimango pareja de Mamá. Como lo leen en estas líneas, apareció también en casa un día quien sabe de donde, para quedarse. De inmediato, adoptó a Mamá como pareja. Una vez (al menos) por año comenzaba a juntar ramitas en el jardín del fono, las traía una por una a la ventana que da entre el patio del jardín y la cocina, las mostraba a Mamá con un aleteo y el pecho erguido, y las llevaba y depositaba en la parrilla (la misma parrilla donde años antes la gallina ponía huevos). A veces, le entregaba presentes a Mamá, que mayormente consistían en esqueletos de rana perfectamente separados de la carne, pero aun, de alguna manera, completos. No lo vi irse de esta existencia. No estaba en casa. Ya me había ido…

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