El domingo de pascuas había llegado. Desde
el jueves el paso de familiares, conocidos y amigos había sido incesante en la
casa de los Alva. Todos estaban cansados, pero todos aun mantenían la incólume presencia.
Ninguno quería ser el primero en desertar, en mostrar debilidad. Ese día la
casa trajo consigo movimiento y ruido desde temprano. Los creyentes preparándose
desde temprano para ir a la iglesia local. Los no creyentes, también iban por
la sola idea de vestirse de fiesta y compararse con lo mejor que tenían con la
sociedad del poblado y miembros de una parentela que veían rara vez pero que entendían
debían impresionar. Daniel fue con ellos y volvió con ellos también. No emitió
sonido ni demostró interés en hacerlo.
De nuevo en la casa el almuerzo fue más
grande y espectacular que el de días anteriores. Platos y platillos de
variedades interminables. Vacunos, porcinos, ovinos se repartían en jugosos
pedazos junto con ensaladas de todo tipo y bebidas de colores varios. La comilona
siguió por horas. El bullicio y las corridas entre las mesas tanto de adultos
como de niños era fenomenal—y cansador. Daniel se retiró al cuarto luego del
primer plato.
A media tarde cuando los estómagos estaban
a reventar algunos decidieron levantar campamento ya que debían viajar por
horas en tren o por carretera para empezar la cotidianeidad de sus vidas al día
siguiente. La familia y las visitas que quedaban habían salido hacía un rato a
congraciarse con los vecinos. El no gustó nunca de esa actitud que, por otra
parte, consideraba totalmente hipócrita. ¿Cómo desear felicidad o prosperidad a
alguien cuando durante todo el año había sido un enemigo acérrimo, la más vil
de las personas, la comidilla del almuerzo? Simplemente no iba con su modo de
ser. Y pese a su edad, la firmeza en las convicciones lo mantenía en posición.
Se encontró solo en la casa que hasta hacía
unos instantes era un alboroto de voces, risas, ruidos, y demás tumulto sonoro.
Al principio, sintió alivio. Pero le duró poco. Minutos después realmente se
vio solo, se sintió solo, verdaderamente solo. Empezó a mirar hacia los
costados, caminó de habitación en habitación, de abajo hacia arriba, y de
arriba hacia abajo. La sensación de soledad dio lugar a inquietud. Otras sensaciones
se sucedieron, se mezclaron, desde leve molestia hasta tristeza y algo de vacío.
Comenzó a confundirse. ¿Por qué se encontraba en ese estado? No lo entendía. No
se entendía.
Quizá salir a la puerta de calle, ir por
su familia. No se animó. Prefirió la seguridad de la casa, de lo conocido. Sin
embargo, se ahogaba entre nervios y pensamientos que no llegaba a conciliar. Vio
el teléfono. ¿A quién llamar? ¿Amigos? ¿Compañeros? No! Imagínense, ¿Qué les
iba a decir? Y fue entonces cuando tomó un periódico, lo escrutó ya que recordó
haber visto un aviso… encontró el número. Un servicio gratuito de llamadas anónimas
a gente anónima para conocer desconocidos. Se sintió más tranquilo.
Fue hacia las ventanas que daban a la
calle para asegurarse que los parientes no anduvieran cerca. Lo comprobó varias
veces. Dirigió sus pasos hacia la siguiente habitación. Tomó teléfono y marcó el
número. Luego de una serie de intentos, y de seguir instrucciones en la elección
de opciones, grabó un mensaje en el que indicó nombre y dio una muy breve descripción.
Instantes después, allí estaba escuchando voces y mensajes de desconocidos.
Algunos se presentaban describiendo
personalidades de lo más floridas y otros, las más aburridas; qué buscaban en
otros; características físicas; algunos otros iban más allá aun en el
detalle y daban cuenta de sus dotes en términos
genitales. Las edades oscilaban entre grandes extremos, desde casi adolescentes
hasta gente que podrían ser—pensó—sus abuelos.
La incertidumbre, el morbo, la duda o
inquietud, algo de eso o todo junto lo llevó a seguir escuchando. Un primer
mensaje le llega y no sabe qué hacer. Lo escucha: “Hola, lindo perfil ¿querés
que hablemos?”—la otra voz inquiere sin mucho preámbulo. No se da cuenta, elige
una de las opciones que el menú posterior al mensaje le ofrece y lo ignora. Los
nervios lo dejan quieto, inmóvil, con el tubo del teléfono al oído y la mirada
fija en la nada.
Otra presentación le llama la atención. Elige
dejar un mensaje breve de salutación—“Hola, ¿Cómo estás?—Espera, sin respuesta.
Los mensajes se repiten luego de escuchar unos diez o doce de ellos. Cada
tanto, algún nuevo integrante se une. Daniel entra en una especie de euforia y pasa
de uno a otro casi sin escucharlos. Empieza a enviar saludos
indiscriminadamente. Lo que al comienzo era temor, ahora se había enmascarado
en necesidad. Lo extraño es que cuando le contestaban, elegía la opción de
ignorar responder a los posibles interlocutores sin excepción. Era como llegar
al precipicio a cometer suicidio, correr para aventarse al vacío y detenerse a
metros de lograrlo. La sangre le bullía en las venas, sentía el rostro
ardiendo. El pecho latía por entero.
No supo cuánto tiempo pasó pero estaba
tan inmerso en esta actividad que olvidó completamente ir a las ventanas y
comprobar que la familia aun estuviera dando vueltas por el barrio. Olvidó
todo. Estaba entregado a la realidad de conversaciones por empezar que sabía
bien nunca iban a darse. Tan absorto y entregado a esa realidad estaba que no
escucho cuando la puerta de entrada se abrió. Por suerte, uno de sus primos pequeños
llego dando trancazos a la habitación anterior a la que se encontraba e hizo
trizas de un golpe uno de los floreros. Con el estallido Daniel volvió en sí y terminó
la empresa de un fuerte golpe contra el aparato de teléfono. Media vuelta, se incorporó
y dirigió a recibir con una amplia sonrisa a los familiares que volvían. EL
rostro rojizo de tensión y la frente empapada de sudor. Estaban todos tan excitados
que no prestaron atención. Aprovechó la desidia de los demás y se escabulló en
segundos para encerrarse en su habitación.
Era la primera vez que se aventuraba fuera
de las fronteras de la casa, la familia, la escuela, los principios y lo
conocido. Estaba asustado. Estaba aturdido. La confusión era su estado. Pero se
sentía como hace tiempo no lo hacía. Excitación e incertidumbre se mezclaban. Tenía
miedo pero sabía que iría por más. Que había más y quería más.
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