Wednesday 27 November 2013

Las 24 horas. Capítulo Seis (segunda parte): Desencuentros


Dejó pasar unos días. En realidad, estaba esperando una llamada que nunca llegó ni llegaría. La espera se hizo larga, se sintió larga. — ¿Qué esperaba? ¿A quién esperaba? ¿Para qué le esperaba?— Estoy casi seguro que se lo planteaba y conocía perfectamente la respuesta. Pero, como todos en algún momento de nuestras vidas, o algunos en todo momento, prefería mentirse, disimular que no tenía respuestas y que, sin embargo, la espera sinsentido en realidad daba dirección y destino a su vida. Es que ¿cuantos somos realmente honestos con nosotros mismos? Decimos, deliberamos, argumentamos, defendemos la honestidad con el prójimo pero traicionamos al primero con quien deberíamos ser, con quien somos; o mejor, a quien somos. Creemos y nos convencemos que algo o alguien nos falta, que no estamos completos y que para lograrlo necesitamos de alguien o algo. De allí creamos una meta o personificamos la meta en alguien. Generalmente, la meta o destino dependerá de la comunidad o sociedad o cultura en la que estemos inmersos —casarse antes de los 20 o vivir para vestir santos; tener relaciones sexuales antes de los 18 con alguien del sexo opuesto o ser homosexual; ir a la Universidad o acarrear bolsas al hombro; fumar marihuana, usar drogas o fumar para escaparse; y tantas otras. Una vez que la mente decide el destino o meta, creará la ficción de la necesidad imperiosa de conseguirla. De no conseguirla o demorar en hacerlo, el vacío sobrevendrá, la falta inevitablemente se hará presente. Una falta, un vacío que es tan ficticio como la necesidad creada. Me detengo aquí para continuar con nuestra historia, la que nos ocupa y dejo el planteo para continuarlo en alguna de nuestras próximas meditaciones.

 

Intentó con todas las fuerzas abandonar el departamento. Fue a la Facultad. Era inútil; las clases le parecían ahora aburridas. Observaba desde lejos a los profesores moverse delante del aula, gesticular, pero todo asemejábasele a una película muda. El resto de los compañeros dejaron de existir. Miraba el cuaderno de tanto en tanto y las hojas seguían en blanco. Si no estaba en la Facultad lo encontraba la noche en la biblioteca. No leía. Iba para estar rodeado de gente que no le implicara el esfuerzo monumental de intercambiar palabras. Tomaba un libro, cualquier libro, buscaba un lugar con algunos lectores, se sentaba, abría el libro en cualquier página, fijaba la vista en ella, y así permanecía por horas, en la misma página, en la misma posición  hasta que el sueño o las ganas de ir al baño lo vencían. Entonces, sólo entonces, se levantaba e iba a orinar o defecar y volvía a su asiento a seguir sentado. Si el cansancio lo podía, cerraba el libro, o lo dejaba donde lo había encontrado, y volvía caminando al departamento para hacer tiempo. Las compras se hicieron más esparcidas, incluso las del supermercado. La heladera, antes repleta de frutas, verduras, carnes y algún que otro plato previamente preparado, aparecía casi vacía a excepción de algunas botellas con agua corriente (que tampoco renovaba a diario como antes). Perdió peso, se quedó pálido y ojeroso en una semana. Líneas negras empezaron a aparecerle en el párpado inferior. El no afeitarse sumó a la imagen del deterioro.

Volvía al departamento a cualquier hora, lo más tarde y más cansado posible. Apenas probaba bocado. Su lugar contra la pared junto al ventanal lo esperaba. Desde allí la mirada clavada en el teléfono al otro lado de la habitación. No había tenido noticias y ya habían pasado casi dos semanas desde aquel primer encuentro. Decidió tentar la suerte otra vez. Entró en trance, se levantó, los pasos lo llevaron hacia el teléfono, marcó el número ya grabado a fuego en la mente. Del otro lado el tono indicaba que alguien estaba usando la línea. Clavó el receptor en el aparato y de seguido marcó. De nuevo, ocupado. Repitió el procedimiento sin interrupción unas cinco o seis veces. A esta altura no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Era él inmerso en una especie de ritual que consistía en levantar el tubo, marcar el número, escuchar el sonido que indicaba que del otro lado alguien estaba usando la línea, colgar para solamente volver a comenzar el círculo tan estúpido y sin sentido como desesperado.

¡Finalmente llama!—pensó. En ese instante salió del trance. — ¿Qué digo? ¿Quién contestará?—las preguntas se sucedían una tras otra en un intervalo que duro uno, dos, tres timbrazos. La misma voz de la vez anterior del otro lado. Evidentemente, no era Pablo. Tampoco hoy estaba allí. Tampoco hoy se conocía el paradero o cuando volvería. Pese a ello, Daniel se presentó: un amigo del interior que ahora vivía en Buenos Aires. El interlocutor hizo lo propio, quizá movido por la lástima, quizá por cortesía, o mero aburrimiento. Era el padre. Se llamaba Adalberto. Esta sería la primera de varias charlas de ocasión entre los dos. No se conocerían hasta meses después. Pero iniciaron una invisible e intangible relación movida por el fantasma del vínculo que los unía, el hijo, la fijación, el Pablo que parecía no existir.

Cada vez que llamaba la respuesta era la misma y quien se la daba también. Adalberto explicaba en voz tranquila y pausada que Pablo no estaba, que recién había salido, que creyó verlo pero al volverse a llamarlo ya no estaba y demás. A veces hasta daba la sensación que sí se encontraba presente, que se hacía negar. En esas ocasiones el padre cambiaba el tono de voz, era definitivamente distinto. Es decir, la conversación empezaba como siempre pasando revista de la semana o los días anteriores, el país, el mundo, el clima, la corrupción. Y cuando se venía la pregunta— ¿Está Pablo?—el padre hacía una pausa—¿Estaría mirándolo?—y volvía a la conversación con palabras de disculpas, entrecortadas, explicando que por una u otra razón el hijo no se encontraba y no conocía paradero ni tenía remota idea de cuando lo vería, pero aseguraba le dejaría el recado. Después de unas frases más la conversación se desinflaba. Daniel y Adalberto de despedían hasta la próxima vez para de nuevo iniciar la misma coreografía verbal con el teléfono como canal.

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