Pasaron tantos años, creo que 16. La vida siguió. Daniel
volvió casi cada año a San Miguel. El resto de la familia sigue allí. Amigos y compañeros
de la infancia también. Las costumbres diarias casi no han cambiado. Al principio
le producía una cierta nostalgia volver. Hace tiempo había escuchado una frase
que decía algo así: lo difícil de volver cuando uno se ha ido mucho tiempo no
radica en que las cosas hayan cambiado mas en que aun sigan igual. Cuando lo escuchó
por primera vez lo entendió literalmente. Y sí, tuvo miedo de volver. Cuando llegó,
quiso huir. Se ahogó en su propio ser esos días. Ahora comprendía: la frase no
se refería a los demás. Se refería a él.
Es que aventurarse al mundo como lo hizo y volver al
punto de partida siendo el mismo definitivamente hubiera sido triste. Debería ser
por eso aquellas sensaciones encontradas hace tiempo. Pero, con las cosas y
personas y situaciones que había vivido, sobrellevado y soportado o que le
pasaron por encima en el trayecto, hoy se sentía cansado pero sólido por
primera vez en la vida.
Vivía en Buenos Aires. Después de idas y venidas, terminó
la Universidad solamente un año más tarde de lo planeado (que de todas maneras
lo llevó a terminar exactamente de acuerdo al plan oficial de la carrera). Había
cambiado varias veces de trabajo. Había sido protagonista en varias camas
ajenas pues prefería mantener la suya para el descanso. De parejas, no le
aparecieron, o mejor, no las escogió pese a la abundante oferta. Comprendió
hace tiempo que la soledad no era su enemiga ni un estado, era una decisión.
A veces la vida nos lleva a lugares físicos y no físicos
y debemos entregarnos. La mayoría teme perderse, equivocarse, no volver a
encontrar el camino. Daniel se perdió. Se animó a perderse. Pero perderse,
entregarse, implica rendirse, dejarse llevar. Cuando nos dejamos llevar y
estamos por entero entregados en cuerpo, mente y espíritu, y a la vez logramos
ser presentes, fuerzas que todos sentimos, intuimos, mas no todos queremos
aceptar, vienen en nuestra ayuda, nos iluminan. La mente se aclara no porque
sabemos que la ayuda está en camino sino porque le quitamos poder a lo que nos
sucede o acontece. Y quitándole poder simplemente aceptando aquello que nos
sucede o nos acontece evitamos envolvernos en situaciones inútiles de
pensamientos sin uso. Es que las cosas son como son. Tan obvio, tan simple.
Si sabemos escuchar, si abrimos nuestro entendimiento
y confiamos, nos abrimos al mundo, el mundo se abre ante nosotros, nos da las
respuestas que necesitamos cuando las necesitamos. Estar presente, ser, no
requiere de tiempo… solamente de un cambio interno. Porque cualquier cambio que
deseemos ver en el mundo refleja algún aspecto de nuestro ser que queremos
modificar.
En esas situaciones es fácil confundir al otro con
algo que necesitamos. De allí, el otro pasa de ser sujeto a objeto de alguna de
nuestras tantas necesidades. Luego de un tiempo en que las cosas parecerán funcionar
bien, el otro se aleja, no se comporta de la manera que buscamos, o simplemente
no cubre nuestras necesidades. Aceptar lo que es implica dejar de mentir, de
mentirnos y evadirnos. El otro no cubre nuestras expectativas (ni nunca lo hará)
porque la respuesta nunca estuvo fuera de nosotros.