En realidad desde la ventanilla del tren imagina cual, de entre un grupo, es su casa. Solamente tiene un pedazo de recorte de papel con su dirección—o al menos, la que Daniel cree es su dirección.
Pocos minutos después el tren amaina su marcha. El final, el comienzo, están llegando. La máquina se detiene por completo. Están en Ezpeleta.
¿Bajar o quedarse en el vagón? Se incorpora, da unos pasos y se detiene delante de una de las puertas dobles. Toma el estribo. Desciende un escalón. Se paraliza. Esos segundos se sentían eternos. El tren empezaba a moverse lentamente y él seguía en el mismo escalón, asido al estribo.
Como sacado de un trance, la bocina del tren que anticipa la marcha rompe el silencio y lo despierta— ¡El tren se mueve! ¡Y yo aun encima!
De un salto abandona el vagón. En el andén solamente él y su alma: ¿y ahora?
Abre el puño derecho y lee el mismo papel que viera antes, ahora hecho un bollo arrugado y húmedo de traspiración. Alza la mirada y se dirige irresoluto hacia la salida de la estación.
La noche era de una oscuridad cerrada. Sin embargo, la tormenta había pasado y el cielo se mostraba limpio con pequeñas luces a todo lo ancho. Esto le dio una cierta calma. ¿Derecha o izquierda? ¿Para dónde ir? No conocía el lugar, eran pasadas la 1:30 de la mañana y no se veía un alma.
Luego de dubitar unos segundos, comienza un lento caminar y decide ir a la derecha. Algo le dice que debe de ser en esa dirección. Sabe que (o supone) su casa debe estar a orillas o muy cerca de las vías—cada vez que hablaban por teléfono el pitar del tren se escuchaba claro, como si estuviera a unos pocos metros de distancia.
La calle inmediatamente fuera de la estación es 25 de Mayo. Revisa el papel nuevamente: dice Bartolomé Mitre. Pero algo lo lleva, lo empuja hacia la derecha. Decide continuar. A unos metros, un paso a nivel y cruza al otro lado de las vías. ¡Eureka! Su corazón, su pecho se llenan de una mezcla de alivio y excitación: ¡Bartolomé Mitre! Estaba en lo cierto. A esta altura de encontraba entre los números 500 a 550. El papel mostraba claramente 1701. Y dedujo que las cuadras iban de 50 en 50 números. A seguir caminando pensó.
Casi las 2:30 de la mañana. Dejando atrás la estación, dirige la marcha a Bartolomé Mitre 1701. Las primeras cuadras están asfaltadas. Casas modestas, departamentos y edificios de una o dos plantas, algunos pequeños negocios que no son más que habitaciones de esas mismas casas transformadas en almacenes, kioscos o verdulerías. Una, dos, tres cuadras. De súbito, todo cambia. El asfalto se termina, las casas se convierten en precarias construcciones u obras a medio terminar. Vegetación a ambos lados de la calle. Aparecen zanjas por donde se ve correr un agua oscura y espesa. Y, como dijera antes, el asfalto termina para dar lugar a una mezcla de tierra compacta y escombro. La iluminación artificial que metros antes existía, si bien escasa, permitía ver unos pasos adelante y atrás, ahora se hacía más disipada. Como en tantos otros casos, evidentemente el intendente de turno o el gobernador se había olvidado de las promesas pre-electorales y había preferido invertir el dinero para las obras en arcas propias, intuyó Daniel.
Pese al silencio y la nada, él seguía adelante. No estoy seguro si estaba decidido, dormido o simplemente no prestaba caso alguno a las circunstancias que lo rodeaban. El continuaba. Cinco, diez, quince minutos después y a paso tranquilo al principio, luego a marcha rápida y agitada, llega a destino. Allí está: pasadas las 3 de la mañana y se encuentra frente a Bartolomé Mitre 1701. Para su sorpresa, no es la casa que había imaginado, aquella que veía en cada viaje cada vez que tomaba el tren y se sentaba del mismo lado. No se desilusionó.
De frente, hacia la izquierda, una entrada amplia que podría bien ser un garaje cubierto con techo de chapa. Pero no había automóvil, solamente un amplio espacio vacío. De fondo, un telón plástico separando el garaje de lo que sería un patio o jardín. Hacia la derecha del garaje, la casa de una planta. De frente, una cortina metálica de esas bien pesadas de negocio, pintada hace rato de un color marrón ganado por el óxido (quizá de hecho el color era a causa del óxido). Esa no podía ser la entrada—pensó, pero no se veía puerta alguna. Observó nuevamente, mejor, y se dio cuenta que la puerta estaba al costado, entre el garaje y la casa. Como el garaje no contaba con portón ni rejas no separación alguna respecto de la vereda, se acercó. Estaba a escasos dos metros de la puerta.
En ese momento, como despertándose de otro trance por segunda vez esa noche, se observa a sí mismo, mira su reloj y se da cuenta que son pasadas las 3 de la mañana. No puede llamar a la puerta, por lo menos, no a esa hora. No tiene idea de quien vive en esa casa. En realidad supone que esa persona vive allí. Pero, aunque fuera cierto, tampoco sabe si esa persona vive sola en esa casa. ¿Tendría familia? ¿Vivía con alguien? ¿Vivía aquí? Recién en ese momento se da cuenta que estaba en medio de un lugar desconocido, a una hora poco sociable para visitas con la idea de golpear la puerta de alguien que no esperaba verlo y sin siquiera saber si ese alguien vivía allí.
Se turbó; mas no cambió de idea. Caminó hacia la esquina, en dirección a la estación. Se detuvo. Estaba allí. No podía dejar semejante viaje en un intento sin siquiera comprobar si estaba en lo cierto o no. No tenía miedo de equivocarse. ¿Se decepcionaría?: de seguro. Sin embargo, sabía que sería peor volver a Buenos Aires sin haber tocado a la puerta. Decidió entonces quedarse allí. Se sentó en la esquina, apoyando la espalda contra el poste de luz, y esperó una, dos, tres horas.
Tuesday 29 October 2013
Monday 28 October 2013
Las 24 horas. Capítulo Dos: Tren a Ezpeleta
Ya en las calles, Daniel se echa a deambular sin rumbo; como desorientado pero a la vez llevado por una fuerza sutil de la que no podía librarse. Serían como las 12:10 de la noche. La tormenta había pasado dejando por doquier sus marcas. Los pocos especimenes arbóreos que todavía se conservaban en la zona aparecían lastimados brutalmente. El agua en el suelo llegaba a los tobillos y con el pasar de los automóviles se manifestaba en pequeñas olas sin destino. Él, inmutable, continuaba su marcha. La oscuridad se había convertido en su celosa compañera. Ni un alma en metros. Algún ladrido perdido a lo lejos. Las canaletas de las viejas casas todavía descargaban líquido desde sus entrañas. Parecía perdido. Empero, dirigía los pasos como de la mano del destino, llevado por una fuerza que no entendía y sin embargo aceptaba. Sin ponerse a pensar cómo ni preguntárselo, tras no menos de cuarenta cuadras, a lo lejos se vislumbraban las luces del ferrocarril.
Con su mente aún obnubilada, atraviesa la Plaza Constitución; aquí sí que se hacían presentes varios “fenómenos”. A decir verdad, rostros deshumanizados harto extraños que exhalaban intenciones funestas. Por el contrario, Daniel siguió enderezado hacia la estación sin inmutarse. Si no lo conociera, diría que actuaba seguro para no mostrar miedo, cuando, en realidad, pasó por entre estos personajes sin siquiera notar su presencia, existiendo, continuando sólo por una razón. Sin darse la más mínima cuenta, jugaba por entero con el peligro de aquel entorno nefasto. Para él resultaba el más emocionante y aterrador de los juegos, no por las circunstancias que lo rodeaban sino por el hecho que el fracaso de su empresa era casi seguro. De todas maneras, era toda la razón que él veía para existir. ¿Por qué no hacerlo?, llegó a preguntarse en un rapto de lucidez.
Dentro del lugar -serían pasadas las 12:50- se apresura a comprar su boleto. Recién en este momento se siente nervioso. ¿Por qué? No me creerían. Solamente por la posibilidad de haber perdido el último tren hacia su suerte. Sucede que el país vivía una de las peores crisis económicas en décadas. En consecuencia, entre los recortes de costumbre, las autoridades habían cancelado horarios y recorridos. Otra persona en su lugar hubiera esperado al día siguiente. Pero él no. De seguro se preguntarán: ¿por qué no ir por otros medios? Tampoco. El viaje debía de hacerse a bordo de un vagón. Nuevamente se interrogarán acerca de la causa y nuevamente tendrán que esperar como él lo hizo esa y otras tantas veces...
Para su suerte, el último tren aún no había partido. Luego de tomar el boleto, vuela hacia el andén. La locomotora comenzaba la marcha y, sin hesitaciones, corre tras la huella hasta alcanzarla. Finalmente, cuando consigue asirse a uno de los estribos siente alivio.
Escuchando el silencio. Engañando al entendimiento. Sin sueños que seguir. Sin alas con que volar. Sólo dudando. Así se encontraba. Llevado por una decisión huérfana de razón, seca de sed...
Continuó su trayecto. Como quedara dicho, era demasiado tarde ya. La compañía en el vagón no era del todo agradable. Escasa concurrencia; eso sí, de lo más selecta. Vagabundos, pordioseros, aire envilecido de susurro etílico. A media e intermitente luz. Sin embargo, nada parecía afectarlo. Inmutable en su asiento, rostro hacia la ventanilla, mirada perdida en la oscura distancia pero con la certeza de esperar una llegada. Lejano a esta tierra y, a la vez, tan dentro de aquel momento. Viviendo el presente, el ahora, pero sin hacerlo consciente. Conectado a su realidad, desconectado de la realidad.
Uno de los hombres que se encontraba en el asiento anterior al suyo, sin aparente motivo, comenzó a vociferar. Y, de un movimiento, saltó y tomó de la chamarra a quien tenía en frente. Comparados, el primero era una mole maciza y alta; el segundo, un pequeño proyecto de ser humano que le llegaría a poco más que la cintura. Una vez que lo tiene entre las manos, comienza a golpearlo en toda su humanidad, a puñetazos y puntapiés indiscriminados. Pero nadie intervenía. Al llegar a Avellaneda, el hombrecillo, ya deshecho, descendió como pudo arrastrándose. Y el otro, con algo de sangre en los nudillos, ocupó nuevamente el lugar en el que estaba. A todo esto, y pese a haberlo presenciado en total inmediatez, Daniel no demostró sorpresa. No por miedo o cobardía, sino porque un solo motivo lo movía. El resto no importaba; apenas si existía.
A veces, la vida es dulce, dulce como néctar. Otras, amarga. Y también, creo la peor opción, insípida. Ya en Sarandí, el gigante nos deja. Restaban escasamente cuatro almas en aquel vagón. Y así pasaron Villa Dominico, Wilde, Don Bosco, Bernal, etc., etc. A esta altura, eran solamente él y alguien dormido.
Viéndose tan cercano al destino, el miedo se presentó nuevamente. ¿Seguía o desistía? Pero ya estaba allí. ¿Qué más daba? ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no lo recibiera? ¿Ser echado? Sí, es cierto, no parece mucho. Y lo era. Quebraría la existencia en pedazos. Pero, de hecho, ya estaba destrozado. Quizá por fin tendría un punto de partida, o un final; no esa nebulosa que lo cubría desde que se conocieron, esa incertidumbre que lo tenía paralizado desde entonces.
¿Y volver? Por un lado, a esas alturas no tendría tren en que hacerlo. Sabía que debería esperar al menos seis horas por el próximo. Es cierto, desconocía casi por completo a donde iba; el éxito de la aventura no parecía plausible. Pero, seguir haciendo oídos sordos al llamado que nacía desde adentro era imposible. Debía continuar. No tenía otra razón mejor para vivir -o morir. Entonces, ¿por qué no?
De pronto allí está. Luego de seis o siete estaciones. Quiere gritar; no puede. Una extraña sensación, mezcla de pasión y odio desbordantes, se lo impide. Aquéllo que buscaba sin saberlo conscientemente. Su casa. La de ese ser, esa persona a quien su vida, latir, soplos pertenecían. Una incontenible presión lo sacude desde las entrañas...
Con su mente aún obnubilada, atraviesa la Plaza Constitución; aquí sí que se hacían presentes varios “fenómenos”. A decir verdad, rostros deshumanizados harto extraños que exhalaban intenciones funestas. Por el contrario, Daniel siguió enderezado hacia la estación sin inmutarse. Si no lo conociera, diría que actuaba seguro para no mostrar miedo, cuando, en realidad, pasó por entre estos personajes sin siquiera notar su presencia, existiendo, continuando sólo por una razón. Sin darse la más mínima cuenta, jugaba por entero con el peligro de aquel entorno nefasto. Para él resultaba el más emocionante y aterrador de los juegos, no por las circunstancias que lo rodeaban sino por el hecho que el fracaso de su empresa era casi seguro. De todas maneras, era toda la razón que él veía para existir. ¿Por qué no hacerlo?, llegó a preguntarse en un rapto de lucidez.
Dentro del lugar -serían pasadas las 12:50- se apresura a comprar su boleto. Recién en este momento se siente nervioso. ¿Por qué? No me creerían. Solamente por la posibilidad de haber perdido el último tren hacia su suerte. Sucede que el país vivía una de las peores crisis económicas en décadas. En consecuencia, entre los recortes de costumbre, las autoridades habían cancelado horarios y recorridos. Otra persona en su lugar hubiera esperado al día siguiente. Pero él no. De seguro se preguntarán: ¿por qué no ir por otros medios? Tampoco. El viaje debía de hacerse a bordo de un vagón. Nuevamente se interrogarán acerca de la causa y nuevamente tendrán que esperar como él lo hizo esa y otras tantas veces...
Para su suerte, el último tren aún no había partido. Luego de tomar el boleto, vuela hacia el andén. La locomotora comenzaba la marcha y, sin hesitaciones, corre tras la huella hasta alcanzarla. Finalmente, cuando consigue asirse a uno de los estribos siente alivio.
Escuchando el silencio. Engañando al entendimiento. Sin sueños que seguir. Sin alas con que volar. Sólo dudando. Así se encontraba. Llevado por una decisión huérfana de razón, seca de sed...
Continuó su trayecto. Como quedara dicho, era demasiado tarde ya. La compañía en el vagón no era del todo agradable. Escasa concurrencia; eso sí, de lo más selecta. Vagabundos, pordioseros, aire envilecido de susurro etílico. A media e intermitente luz. Sin embargo, nada parecía afectarlo. Inmutable en su asiento, rostro hacia la ventanilla, mirada perdida en la oscura distancia pero con la certeza de esperar una llegada. Lejano a esta tierra y, a la vez, tan dentro de aquel momento. Viviendo el presente, el ahora, pero sin hacerlo consciente. Conectado a su realidad, desconectado de la realidad.
Uno de los hombres que se encontraba en el asiento anterior al suyo, sin aparente motivo, comenzó a vociferar. Y, de un movimiento, saltó y tomó de la chamarra a quien tenía en frente. Comparados, el primero era una mole maciza y alta; el segundo, un pequeño proyecto de ser humano que le llegaría a poco más que la cintura. Una vez que lo tiene entre las manos, comienza a golpearlo en toda su humanidad, a puñetazos y puntapiés indiscriminados. Pero nadie intervenía. Al llegar a Avellaneda, el hombrecillo, ya deshecho, descendió como pudo arrastrándose. Y el otro, con algo de sangre en los nudillos, ocupó nuevamente el lugar en el que estaba. A todo esto, y pese a haberlo presenciado en total inmediatez, Daniel no demostró sorpresa. No por miedo o cobardía, sino porque un solo motivo lo movía. El resto no importaba; apenas si existía.
A veces, la vida es dulce, dulce como néctar. Otras, amarga. Y también, creo la peor opción, insípida. Ya en Sarandí, el gigante nos deja. Restaban escasamente cuatro almas en aquel vagón. Y así pasaron Villa Dominico, Wilde, Don Bosco, Bernal, etc., etc. A esta altura, eran solamente él y alguien dormido.
Viéndose tan cercano al destino, el miedo se presentó nuevamente. ¿Seguía o desistía? Pero ya estaba allí. ¿Qué más daba? ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no lo recibiera? ¿Ser echado? Sí, es cierto, no parece mucho. Y lo era. Quebraría la existencia en pedazos. Pero, de hecho, ya estaba destrozado. Quizá por fin tendría un punto de partida, o un final; no esa nebulosa que lo cubría desde que se conocieron, esa incertidumbre que lo tenía paralizado desde entonces.
¿Y volver? Por un lado, a esas alturas no tendría tren en que hacerlo. Sabía que debería esperar al menos seis horas por el próximo. Es cierto, desconocía casi por completo a donde iba; el éxito de la aventura no parecía plausible. Pero, seguir haciendo oídos sordos al llamado que nacía desde adentro era imposible. Debía continuar. No tenía otra razón mejor para vivir -o morir. Entonces, ¿por qué no?
De pronto allí está. Luego de seis o siete estaciones. Quiere gritar; no puede. Una extraña sensación, mezcla de pasión y odio desbordantes, se lo impide. Aquéllo que buscaba sin saberlo conscientemente. Su casa. La de ese ser, esa persona a quien su vida, latir, soplos pertenecían. Una incontenible presión lo sacude desde las entrañas...
Friday 25 October 2013
Capítulo Uno (anexo): meditaciones
Como dice
la canción “había una vez un niñito,
libre travieso y sonriente, mas un triste día, fue malo el destino y aquella alegría
se fue de repente…En su mirada distante, hay un fulgor diferente. En su
sonrisa, que era tan clara, ya no es tan linda y frecuente…”
"Alma
compartida entre tantos seres que no son,
o mejor,
que quieren ser mas no encuentra el camino.
¿Cuándo,
cómo, quién sabe si existe tal razón?
Y sin
embargo marchan cual manada a paso cansino.
Creo no ven
esa misma realidad estos ojos observan;
convencidos
parecen de estar haciendo lo debido.
¿Debido de
acuerdo a quién? Y no tienen respuesta
cuando a esta pregunta se enfrentan.
¿Será
entonces que no les interesa, felices son sus existencias o por simple miedo a
hallar real sentido?
Perro,
casa, auto, niños, vacaciones anuales y domingos reunidos
Receta
simple y efectiva para la felicidad terrena.
¿Cierto?
Ustedes digan pues sus caras reflejan llantos contenidos.
Si fue
sueño en etapas primeras, hoy la concreción debería llenarlos de gracia plena.
No es
crítica o burla lo que inspira la pluma.
Es intentar
comprender aquello que ahoga el gozo
de
transformar deseos en aparente suma.
¿O será
(como dudo) el pálido rostro de la soledad desmigaja el todo en pútridos
trozos?"
Wednesday 23 October 2013
Las 24 horas. Capítulo Uno: Nuestro protagonista
¿Por qué estoy escribiendo? Debe ser que
una historia así no debe dejarse perder. Quizá sea impotencia; no lo sé. De
todas formas, la causa poco importa. Sí, en cambio, el hecho que finalmente lo
he conseguido y que mi alma se alivia de alguna forma.
Antes de comenzar con el relato me veo en
la obligación de admitir que esta tarea ya había sido iniciada varias veces. La
última vez, si mal no recuerdo, hace poco más de dos años. ¿Y los resultados?,
se preguntarán. Tan agudo fue el dolor que provocaron los actos y sucesos que
van a conocer que no emergían fuerzas suficientes ni valentía tal como para
lograr rescatarlos sin caer en desoladora destrucción. Una vida desbaratada en
jirones. Una existencia cuya razón había dejado de ser. Un sueño malherido,
agonizante, manantial de infinito desasosiego. Poco restaba de, por entonces,
ese alma, como para haberle exigido resguardar su alrededor.
Hecha la aclaración, que personalmente
consideraba necesaria, de seguro para expiar la culpa por la sin dudas
desacertada decisión, mejor será dar inicio al relato. Más o menos, comenzaba así...
Córdoba al 1500. Barrio de Almagro,
Capital Federal, Argentina. Unos pocos años atrás. Último miércoles de marzo.
Noche sin luna. Cielo gris ceniza. Amenaza con arreciar una de esas tormentas
que se prolongan indefinidamente. El aire viciado de humedad hace la
respiración algo lenta. Desde la ventana
de uno de los departamentos que da a la calle, todavía virgen al vital fluido,
se escapa una tenue luz proveniente quizá de un cuarto contiguo.
Habitación grande que podríamos
individualizar como sala de estar (y vaya que es un nombre correctísimo para ese lugar, por lo
menos en este caso). Paredes blancas no muy altas cubiertas por una tenue capa
de pintura algo ajada y adornadas con algunos cuadros de familia. Unos pocos
muebles. Al centro, justo frente a él, una mesa ratona de forma oval, sin
polvo. Encima, sólo un elemento: el teléfono.
Desarmado en el sillón. Solo. No era
raro. Al contrario, como de costumbre y más que nunca en los últimos tiempos. Habitación
grande que podríamos individualizar como sala de estar (etiqueta acertada para
ese lugar, al menos en este caso). Paredes blancas no muy altas cubiertas por
una tenue capa de pintura algo ajada y adornadas con algunos cuadros de
familia. Unos pocos muebles, al centro, justo frente a él, una mesa ratona de
forma oval, sin polvo. Encima, solamente un elemento: el teléfono. Entredormido,
sin ser aún las nueve. Quizá para otro no suene extraño. Sin embargo, lo es
pues acababa de almorzar tras haberse levantado de su, a esta altura, hediondo
nido, al igual que lo había hecho el día anterior y el anterior a éste desde
hacía exactamente mes y medio: desde su regreso. Ni un suspiro alrededor.
Completa soledad. Él y su alma entregados a la lenta erosión que la melancolía
provoca en seres formidables pero sin iniciativa.
Con una explosión de entrada, abre la
lluvia. Daniel, sí, tal su gracia, no se inmuta. Al contrario, parece irradiar
una sensación de profundo alivio. El agua cae a vómitos. El teléfono suena. Por
primera vez, se experimenta algo de ansiedad, mezcla de duda y miedo, en el
ambiente.
A excepción de salir para procurarse
alimentos, engullirlos o defecarlos, su vida se movía al compás de ese timbre.
La espera era lenta tortura. Al escucharlo, se turbaba hondamente. Si no era
esa persona a quien esperaba, la desolación volvía a hacer estragos. Vivía en estado
de trance desde que se conocieron. Volaba remotamente sin salir de su
habitación. Ido la mayor parte de sus días. Creíase dueño de un todo, dueño de
qué, finalmente, dueño de nada. Era devorado constantemente por los demonios
que bullían en la sangre y se ensañaban con su alma ya hecha trozos sin siquiera evidenciar
entendimiento alguno. Ansiedad pueril mezcla de inmadurez y dolorosa pasión,
resultado de un primer encuentro con el amor, sólo que uno errado. Uno de
tantos encuentros que sin embargo son únicos pues marcan una existencia tan
hondo y zanjan una herida por demás profunda que hace imposible pensar en
volver atrás, en seguir viviendo.
Sueños que no pudieron ser. Ternura
desperdiciada en platónicas conversaciones. Aún así, asfixiado de pesares
inacabables, creía fervientemente que esa era la máxima experiencia, el mayor
acercamiento que podría tener vez alguna con un sentimiento como éste, tan
frenético y lascivo, y a la vez, de semejante ternura y virtud. ¿Y cómo no
hacerlo si esta era su primera experiencia con el mundo? Veintidós años y no se
explicaba cómo había llegado a ellos. A veces, pensaba, por generación espontánea.
Casi toda su niñez estuvo gravemente enfermo, aislado de los demás críos que
jugaban plácidamente mientras los miraba como encerrado en una caja de cristal
desde su habitación. Luego, cuando todo parecía haber pasado, comenzó a
exigirse demasiado. Tanto en deportes como intelectualmente, sin que nadie lo
percibiera, buscaba ser el mejor, como queriendo superar una prueba contra
quien sabe que eventualidad. Debía ser primero a cualquier precio, aunque
significara dejar de vivir la vida por tanto esfuerzo en llegar; ¿llegar a dónde?
Parecía no sentir, no darse cuenta de lo
circundante. Se relacionaba con los demás en forma superficial, pese a que en
el interior se entregaba de lleno, con extrema pureza y sin dejo de maldad o
atisbo de interés propio. Un ser único, mezcla químico-mágica de inacabables y
furiosas sensaciones dormidas y un alma demasiado transparente para poder
controlarlos y ocultarlos de oportunistas o aprovechadores sin el más mínimo
escrúpulo. En esos u otros días, resultaba peligroso presentarse de esa manera.
Y él lo hacía sin saberlo. Deambulaba por el mundo con esa arrolladora
personalidad todavía en gestación, a la vez simple, y donde quiera que fuera
irradiaba ánimo con su sola presencia.
Remedos quedaban del gallardo joven que
había sido. Su rostro todavía era el de un niño. De cabello castaño enmarañado
en brujones por la desidia. Ojos azul verdosos o verde azulados, dependiendo
del tiempo. Mas, para quienes lo conocían de antes, era claro que habían
perdido esa, difícil de describir, magia de luz que emanaban. Mostrábanse
apagados, tristes, desdibujados. El único detalle que no había sido estropeado
era el de la caída aguileña de su nariz que le otorgaba al conjunto una armonía
casi amoral, profana, motivo de los grandes vaivenes que había padecido.
Extrañamente, el bello no había crecido demasiado; barba ni bigote eran
profusos. Aún así, era evidente el desaseo y la desatención. Había perdido
varios kilos. Hasta el andar con porte de varón que tanto lo caracterizaba se
había reducido a dejarse arrastrar por la inercia. Encorvado, con los hombros
hacia adelante, su andar era el de una persona mayor y enferma.
Tarda, pero contesta. Sus ojos se llenan
de un brillo difícil de describir. La voz va variando de nerviosa y cortada a
plácida. Deambular incesante, primero de la sala a la cocina; luego, sólo en la
sala, frente al ventanal. Pero, siempre, con la mirada peligrosamente extraviada
entre la lívido, la pasión y la locura. En una mano el aparato, y en la otra,
el tubo. Con destreza, desfilaba de tal forma entre las habitaciones y el
mobiliario que conseguía estirar al máximo el cable y todo sin arrojar nada al
suelo.
Más de media hora y la conversación llega
a su final. Despedida desbordante de sentimientos demasiado íntimos. Atiborrado
de contradicciones, e inmediatamente luego de cortar, toma un sobretodo y se
echa a la crudeza exterior.
Monday 21 October 2013
Las 24 horas. Palabras iniciales
Las 24 horas es la historia de Daniel, un joven del interior de Argentina que, como tantos otros, se muda a la Capital del país a comenzar sus estudios universitarios.
Veremos a Daniel desde sus comienzos en San Miguel, rodeado de familia y algunos otros personajes. De aire solitario pero positivo, llevaba los días contemplándolos más que viviéndolos.
Todo cambia en Buenos Aires, la Capital. El encontrarse solo lo llevará a probar nuevas experiencias, algunas intencionalmente, otras que se le presentan. Los límites desaparecerán, tanto externa como internamente.
Comenzará allí un círculo de eventos que lo obligará a vivir cada una de las 24 horas de cada uno de los días que siguen. La soledad, la desesperación, el desasosiego, la ilusión de la mano del desencanto, nostalgias, aventura y desventura… la vida. Y como cada una de las vidas de aquellos seres excepcionales que tienen la capacidad de darse cuenta que estamos de paso, o más bien, que siempre estamos, cada una de las experiencias parecerá empujarlo al mismo punto, al de salida. Así acompañaremos a Daniel en este viaje circular en donde perderse implica encontrarse… olvidar trae consigo recordar.
Los Capítulos serán subidos a este blog lunes, miércoles y viernes de cada semana. Será un trabajo en borrador, abierto a comentarios. No hay límites así que siéntanse libres para expresarse. Cada comentario será valioso a la hora de enriquecer las experiencias que vivirá Daniel y que compartiremos con él.
Gracias por compartir este espacio que no es mío, es nuestro.
Veremos a Daniel desde sus comienzos en San Miguel, rodeado de familia y algunos otros personajes. De aire solitario pero positivo, llevaba los días contemplándolos más que viviéndolos.
Todo cambia en Buenos Aires, la Capital. El encontrarse solo lo llevará a probar nuevas experiencias, algunas intencionalmente, otras que se le presentan. Los límites desaparecerán, tanto externa como internamente.
Comenzará allí un círculo de eventos que lo obligará a vivir cada una de las 24 horas de cada uno de los días que siguen. La soledad, la desesperación, el desasosiego, la ilusión de la mano del desencanto, nostalgias, aventura y desventura… la vida. Y como cada una de las vidas de aquellos seres excepcionales que tienen la capacidad de darse cuenta que estamos de paso, o más bien, que siempre estamos, cada una de las experiencias parecerá empujarlo al mismo punto, al de salida. Así acompañaremos a Daniel en este viaje circular en donde perderse implica encontrarse… olvidar trae consigo recordar.
Los Capítulos serán subidos a este blog lunes, miércoles y viernes de cada semana. Será un trabajo en borrador, abierto a comentarios. No hay límites así que siéntanse libres para expresarse. Cada comentario será valioso a la hora de enriquecer las experiencias que vivirá Daniel y que compartiremos con él.
Gracias por compartir este espacio que no es mío, es nuestro.
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