Al encontrarse, sin saber cómo,
abandonado a su suerte en la casa, empezó a invadirlo un estremecimiento
producto de la soledad—sin que pudiera entenderlo aún. La familia lo dejaba a
menudo desde aquel fin de semana sin más compañía que la de su alma. Este tipo
de situaciones se daban cada vez con mayor frecuencia. Cuando no quería seguir
a sus padres o hermanos en una de esas salidas que consideraba demasiado
“sociales” o algo por el estilo, se quedaban él, su alma y el mobiliario.
Muchos individuos, sí; pero demasiado callados... Parece mentira pero de vez en
cuando, un poco en broma, un poco en serio, decidía que estos individuos—al
menos, algunos de ellos—eran interlocutores válidos y lograba entablar
conversaciones unilaterales.
Se daría cuenta años después a otra
altura de la vida y luego de haber vivido varias y diferentes situaciones y
personas. Ciertamente, llegaría a la misma conclusión que tenía al ser niño: el
peor y más temido de todos los miedos, el que compartimos con la humanidad
entera es y será el mismo, la soledad. Así es: de niños pasamos tribulaciones
indescriptibles cuando nuestros padres se alejan por cualquier motivo; cuando
cambiamos de curso y debemos enfrentar un nuevo año con quien sabe que nuevos
desconocidos; cuando, en definitiva, nos hallamos solos ante el resto, ante lo
novedoso, ante nosotros mismos. De adultos: exactamente igual. Estamos años luego
de la adolescencia intentando independizarnos, tener un lugar en el mundo,
proyectarnos, vivir solos. Y cuando al fin lo logramos, el siguiente objetivo,
cuando no preocupación es… conseguir quien nos acompañe. Por supuesto, buscamos
el “amor” que nos asegure la felicidad, aquel ser que nos complemente, o más
bien, que nos complete. ¿Dónde quedó el deseo, la búsqueda de independencia, de
libertad? Allí justamente en el lugar de los sueños que son sólo eso, sueños.
Metas inalcanzables para al menos la mayoría de los mortales.
Daniel no era la excepción a la regla. Al
contrario, cumplía todos los requisitos. Escasamente pasados los veinte. Esta
era la vida de Daniel. Su existencia rara vez tenía algo de diferente. Como
tantos otros jóvenes de esa edad recién se entrometía en lo mundano. Pero
aquella llamada de ya hace varios meses lo había dejado inquieto. Había probado
apenas y el gusto a lo desconocido lo consumía. Eso o el aburrimiento de una
vida de adolescente tardío que no daba muestras de mejorar sino se decidía a
hacer algo urgente al respecto.
……………………………….
Era marzo. Aun hacían días de calor de un
verano que empezó tarde. Daniel llega a Buenos Aires para empezar la
Universidad. No podía dejar la casa familiar sin una buena excusa o una razón de
suficiente peso. Era trabajar o estudiar pensó. Como siempre le había ido bien
en los estudios y tenía poca—o nula—experiencia en otras facetas de la vida,
incluida el trabajo, la idea de estudiar una carrera fue la más simple y obvia opción.
Estaban las cuestiones de elegir carrera y lugar donde hacerlo. Aquello que
ciertamente le fuera beneficioso en la escuela primaria y en la secundaria, su contracción
por el estudio y una habilidad innata para adquirir conocimiento y ser creativo
le pesaba a la hora de elegir que hacer, que estudiar. Las carreras de moda no
le llamaban la atención. Era definitivamente un clásico y prefería la idea de una
carrera que sonara, pareciera y fuera solida—o al menos, que tradicionalmente así
se viera. Se definió por ingeniería. En cuanto al lugar, bien sabía que quería irse
lejos y ver el mundo. Si hubiese podido, seguramente había estudiado en otro país,
en otro continente. Con la excusa que las mejores Universidades y las mayores
chances de empleo estarían en la capital, la elección fue clara desde un
comienzo: Buenos Aires.
Su primer impresión, Retiro. Desciende
del ómnibus luego de horas y horas y más horas en tránsito. Toma su única maleta
y comienza a caminar por los pasillos hediondos y sobrecargados de artículos multicolores
que se asomaban de negocios tan minúsculos que apenas tenían lugar para una
silla o banqueta para quien los atendía.
Hombres grandes pidiendo limosna
acuclillados, sentados o acostados en el suelo. Algunos niños haciendo lo
mismo. Algunos otros aspirando de bolsas de plástico o de papel marrón. Más que
curiosidad, Daniel sintió miedo y apresuró el paso. Se tiró de cabeza al primer
taxi que vio y sin mirar al conductor balbuceó “Córdoba al 1500”. El conductor bajó
la bandera y empezó la marcha.
La ciudad era más grande de lo que
recordaba. Las calles más anchas y las avenidas, inmensas. Edificios altos, muy
altos. Es que había estado allí una sola vez hacía más de una década en una
visita escolar. Recordaba vagamente la Casa Rosada, el Cabildo, la Catedral y
la tumba de San Martín, el edificio del Congreso. Pero nada de estas
construcciones que se levantaban imponentes. La razón era—supuso—la buena etapa
financiera en los 90s que había traído consigo mejoras en todo el país,
principalmente en construcción y vivienda. Sin embargo, ya se observan incluso
en Buenos Aires las primeras señales de estancamiento con edificios abandonados
a medio construir o solo cimientos de proyectos que nunca verían concretarse. Entre
ellos, el sinnúmero de obras públicas a medio terminar. Es cierto que en este último
caso, el de las obras del estado, nada tenía que ver la economía global o local
y sí los intereses del gobierno y autoridades de turno. Hubiera o no crisis o
bonanza financiera, dinero para esas obras interminables siempre había. Y
siempre resultaban más costosas de lo originalmente planeado. Además, era casi
seguro que nunca se terminaran o, si se terminaban, eran derrumbadas por el
gobierno siguiente.
Inmediatamente al dejar Retiro se dio
cuenta que a mano izquierda debería estar el río pues los edificios se hacían discontinuos.
Una, dos, tres cuadras y unas más y el taxista gira. El obelisco y la Avenida Corrientes.
Los teatros ambos lados de la avenida. Una y otra calle y otra más. Finalmente,
Avenida Córdoba.
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