Wednesday 16 December 2015

Mi Primer Libro: Ringuelet

Ringuelet, Partido de La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Allí comenzó todo. Por aquel entonces, que distinto se veía. Recuerdo las calles de tierra que, para hacerlas algo más accesibles tanto para las personas cuanto para los vehículos, eran atiborradas cada muy tanto por el municipio o los vecinos (mayormente, los vecinos) de “mejorado.” El mejorado era simplemente una mezcla de piedras de distintos tamaños, en principio pequeñas, pero que en ocasiones hacían más daños que las mejoras que prometían.

A cada costado de las calles, las zanjas. Sí, por aquel entonces no existía el entubado. Parece que han pasado cien años, pero han sido solamente unas dos, tres, o cuatro décadas. Cabe recordad que para la época en que nuestra niñez tiene lugar, Argentina estaba atravesando un período de gobierno militar. Como consecuencia, el país entero estaba encerrado en sí mismo. Y como uno de los tantos resultados, la modernidad llegaba muy espaciada, lentamente. Pensar el asfalto, cemento, era posible imaginándolo, soñándolo, o viviendo en alguna capital del país, pero en el centro, o muy cerca del centro.

Hoy considerado parte del Barrio Norte platense, ayer la travesía desde y hacia Ringuelet era algo así como ir a algún punto lejano en medio oriente o más allá. Barrio Norte, por si acaso, tiene que ver en Argentina con sinónimo de dinero, clase alta o media-alta, casas grandes, automóviles grandes y numerosos, grandes extensiones de terreno, verde. Claro, en aquella época era más bien la barbarie, la parte de las capitales que estaba de costado. ¡Cómo cambia la percepción de uno, y de la sociedad, en tan poco tiempo!

Negocios, comercios, casi inexistentes. Sin embargo, recuerdo aquellos que han estado y aun están. La panadería a la vuelta de casa. Es cierto, casi no íbamos, pero aun la recuerdo. En particular, por la hiperinflación bajo el gobierno de Alfonsin. Ir por pan el mismo día, a tres horarios distintos, y pagar tres precios distintos también, obviamente cada vez mas caro.

El inicial instituto de inglés de Graciela, a unos doscientos metros de casa. Me llena de orgullo pues en aquel entonces, el instituto era en realidad el living de los padres de Graciela. Nos sentábamos a la mesa, creo que larga y oval, y hasta me parece verla aproximándose desde la cocina para comenzar la clase (creo que por aquel entonces la cocina era contigua al living). Hoy se yergue en el mismo lugar uno de los tres modernos Institutos de Inglés, con Graciela a la cabeza, que se hallan distribuidos por la ciudad.

La estación de trenes de la línea Roca que va y viene entre La Plata y Buenos Aires, o, como le seguimos diciendo pese a décadas después del cambio por Ciudad Autónoma, la Capital Federal. De espaldas a casa, a unos 300 ó 400 metros. Como todas las estaciones de Argentina, de estilo inglés. De hecho, según cuenta la leyenda, ellos la construyeron. Creo que finalmente están trabajando en la electrificación de todo el ramal. Y digo finalmente pues sucesivos gobiernos lo han prometido por, al menos, cuatro décadas. Esto sí me llena de nostalgia pues aun luego de haber usado los trenes mas modernos por distintas partes del mundo, ninguno ha podido ocupar el lugar que ocupa en el alma de quien escribe el Roca. Vagones sin ventanas, o con ventanas sin vidrio, o imposibles de abrir o cerrar, con asientos sin asiento, o totalmente metálicos y “congelantes” en invierno. A veces con puertas de entrada y salida, otras simplemente los huecos. Pero que delicia inexplicable el ir sentado en esos huecos, en el estribo, observándolo todo pasar estación tras estación. Ahí sí que somos todos iguales. Como en la muerte, como en el nacimiento, como en el Roca. No hay primera clase, no hay segunda clase, somos todos la misma clase.

Muchas cosas más que contar, describir, relatar, recordar de Ringuelet. Pero por ahora, será hasta la próxima.

Wednesday 9 December 2015

Mi Primer Libro: El Gordo

Primero, debo dejar en claro que nunca fue obeso. Aparentemente, cuando era bebe era robusto, rechoncho, regordete. De ahí le viene el apodo. No recuerdo situación o momento en mi vida haberlo llamado Juan (creo que Emi tampoco). Solamente lo llamamos así nosotros dos; quizá algún amigo, pero es extremadamente raro, inusual, escucharlo de la boca de otros.

Lo recuerdo primero con el pelo de taza rubio, a lo Carlitos Balá. En casa existen aun esas fotos de jardín de infantes que lo prueba. Una en especial, en la que usa una polera gruesa, marrón o verde (que como ya saben, para mi son casi el mismo color) con forma de “macetita.” Si lo habremos hecho enojar con esa sola mención cuando chicos. Con el tiempo, el cabello se le oscurecería, como nos pasa a casi todos los que nacimos con la cresta color sol. De ojos marrones, nariz grande, labios y rostro fuerte, de chicos y adolescentes la gente los confundía con mellizos a él y a Emi (tienen año y medio de diferencia). En algún punto tiempo atrás las similitudes se borraron, desaparecieron. Ahora que escribo estas líneas pienso, intuyo, ha sido el dejar de ser chicos. Incluso, hoy, el Gordo se parece extrañamente más a mi. Aunque, es cierto también, los tres juntos, es difícil ver inmediatamente algún punto similar; al menos, a simple vista.

Los estudios. Emi y quien escribe siempre fuimos excelentes a la hora de la educación formal tanto en primaria como la secundaria. El Gordo la llevaba de ganador al ser el hermano menor y tener maestros primero, y profesores después que ya nos conocían y suponían el mismo pedigrí. Como imaginará, la realidad no reflejaba esas ingenuas suposiciones.

El más vago de los tres en la escuela, de chicos lo recuerdo atacando a nuestra primera perra, Bixú, una cruza entre pequinés y foxterrier (o sea, una pequinés con trompa).  Tomaba la cadenita que terminaba en el cuello de Bixú, y segundos después el Gordo comenzaba a girar en su lugar mientras para el horror de todos, Bixú volaba (hoy que escribo, me río). También gustaba de comer tierra, eso lo recuerdo. Éramos muy chicos y aun veo al Gordo comiendo tierra del parque del fondo de casa. Se le pasó el gusto, dejó de hacerlo un día, no sé cuando ni porqué.

Esencialmente inteligente, siempre he pensado, sabido, reconocido el más de los tres. Esencialmente reservado, siempre fue una de sus principales características. Aquí se entrelazan la vida y su personalidad, quizá. Lo secuestraron del jardín de infantes, así que no debería de tener más de cinco años. Todavía los secuestros no estaban de moda en Latinoamérica, menos aun en Argentina. Una de las tantas veces en que la familia vivía las amenazas y situaciones como estas como represalias de un lado a las investigaciones de Papá, y del otro, a su honestidad (varias veces, nos enteraríamos más tarde, llegaban de la mano de otros funcionarios, y no de quienes suponíamos eran los delincuentes). Retomando con el Gordo, nunca relató detalle alguno de aquel día como “desaparecido.” 
Puede que de allí le venga la reserva que lo caracteriza, o que, justamente por ser reservado de naturaleza, nunca haya sentido explayarse respecto al asunto. Es un hecho que luego de más de treinta años, ya todos los que lo conocemos sabemos que una palabra saldrá de su boca si es absoluta e imprescindiblemente esencial. Es, por cierto, inescrutable. Y con seguridad, una de las pocas personas que he conocido en que sé (no imagino ni intuyo, lo sé sin posibilidad de error) cualquier confidencia quedará en ese estado, confidencial.

De Mamá y Papá, varias cosas. Creo, la más importante para el que escribe, que es como el sol en varias formas. La que decido referir hoy, en que para aquellas cosas que son esenciales, que no necesitan ser pedidas o requeridas pues aquel que conoce de principios y valores fundamentales, lo hará (o no lo hará) de todos modos pues así debe ser, él es casi la epítome.  Y digo casi pues a veces no ve otras o no se da cuenta; pero para eso estoy yo.


A mi hermano, Juan Ignacio Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.

Monday 7 December 2015

Mi Primer Libro: Poncharelo

Comencé conmigo, algunas líneas respecto de la infancia. Luego con Mamá y algunas de las notas que la caracterizan. Papá siguió, también con un boceto muy somero de quién y cómo es.

¿Los chicos? ¿Quiénes son los chicos? Se preguntarán. Mis hermanos, Emiliano y Juan, o Emi y el Gordo. Una amiga me preguntó hace tiempo ya, después de dejar en claro lo diferente que somos los tres: ¿habrían sido amigos de no ser hermanos? Probablemente no; o quizá sí. Es cierto, somos muy distintos en muchos sentidos (y no me refiero al aspecto físico). Me tocó en suerte ser el mayor. Siguió Emi, y a Emi lo siguió Juan, el Gordo.
Emi nació un septiembre, año y medio casi después de quien escribe. Parece que de chico siempre fue berrinchudo y nervioso. Cuentan Mamá y Papá que los primeros seis meses se la pasó llorando. Tanto movían el cochecito para calmarlo que, también ellos cuentan, surcos paralelos quedaron marcados en el piso del dormitorio de los abuelos maternos.

Los primeros recuerdos que tengo de Emi se me mezclan entre memoria y fotografías que he visto con los años. Así las cosas, no sé bien si lo veo en Italia debajo de la mesa de la Tía María y el Tío Bepe o de tantas veces que he escuchado la historia, la he adaptado y he imaginado el resto.

Sí lo recuerdo dibujando acuclillado en el piso por horas. Creo que todos nacemos con un don, un regalo, algo que nos hace únicos, irrepetibles. El de él, sin dudas, es el de dibujar. Una lástima que con el tiempo se ha hecho grande y ha dejado de ser aquel que podía cambiar el estado del día con tres trazos en papel. He conocido muy pocas personas con esa habilidad innata. Dibujaba animales, robots del espacio y más allá, personajes de historieta o de tv. Las paredes de la habitación que compartíamos estaban forradas con sus trabajos ¡ Si me habrá ayudado en las clases de dibujo! Mi habilidad comenzaba y terminaba en el garabato.

De pelo entrefino y oscuro, ojos también oscuros, pecas alrededor de una nariz mediana y labios suaves como los de Papá, tiene rasgos de clase. Siempre tuvo magia con las mujeres mayores, muy mayores, nuestras abuelas que la vida nos fue prestando. Le deleitaba jugar por horas, con Tita, Raquel, o Inés, a las cartas. Nunca más lo he visto hacerlo de grande. Otra de las cualidades que ahora me doy cuenta al escribir estas líneas ha dejado en el camino allá atrás cuando creció algún día.

Una cualidad innata más, la creatividad, la inventiva mente que le permitía construir lo que fuera a partir de pedazos de madera, cartón, cintas adhesivas, cola, lo que fuera que tuviera al alcance. Y en matemática, hasta descubría (¿creaba?) nuevos procedimientos para solucionar problemas y ecuaciones que ni siquiera la maestra o profesora de turno conocía. Todo esto tampoco he visto más. Que pena.

De nombres varios, es la conjunción del nombre del Papá de Mamá y del Papá de Papá. Otra leyenda familiar.

Lo recuerdo con la cara llena de luz. Con los ojos siempre iluminados. Nervioso pero decidido.  Y con una nota que nos caracteriza a los tres: si quería algo lo conseguía. Siempre. ¿Y aquel día que armó su maletín y se iba? Lo recuerdo y la sonrisa me viene a la cara. Tendría cinco, seis años. Y se iba. Lo veo a través de la ventana caminando decidido con su maletincito sin mirar atrás. El Gordo y quien escribe, llorando. Sin dudas, el más decidido de los tres por aquel entonces.

Una y mil historias más se vienen a la mente ahora que me siento a escribirlas. Ya habrá tiempo para desandar en tinta el camino que seguimos andando, pese a la distancia física, juntos.


A mi hermano, Emiliano Antonio Obdulio Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.

Wednesday 2 December 2015

Mi Primer Libro: J.N. ("Jota Ene")

Las primeras palabras que me vienen cuando pienso en Papá: traje y corbata, honestidad, paciencia, pinta, gallardo, seguro, picardía alegre, juvenil, presencia y prestancia, palabra.

Me ha enseñado rectitud y honradez, y defender principios fundamentales aun a costa de pasarla mal, bastante, muy mal. Él fue (y aun es) quien apoyó cada proyecto que tuve (tengo) por más loco, estúpido, o ilusorio que pareciera al comienzo. Mamá también. Pero Papá además siempre mostró (muestra) una fe ciega en mi determinación a alcanzar algo, cualquier cosa o meta.

Desde que tengo memoria lo recuerdo pelado o semi-pelado, con una aureola encima del cráneo y cabello corto, fino, blanco. De ojos marrones, brillantes, que siempre inspiran calma, tranquilidad, confianza; nariz importante tanto en ancho como en largo, y de labios suaves, pequeños, con dientes perfectos en hileras simétricas; el rostro todo es imagen de seguridad y serenidad. Las arrugas que hoy tiene pasados los 70 son las mismas que recuerdo de chico. Parece no haber envejecido.  Solamente, luego del infarto, y después del ataque de Mamá, lo he visto perder peso y mostrar pliegues. Pero semanas, meses después de ambos incidentes, también lo he visto recuperar la lozanía de décadas pasadas.

Si de Mamá las manos, de Papá la mirada. Siempre ha sido de dar charlas largas, de ahondar en ideas hasta el hartazgo. Con la edad he comprendido mejor que algunas ideas necesitan ser suavemente explicadas para ser mejor digeridas. Él es un experto en esto. Antes entendía esas charlas como un soporífero; hoy las reconozco como un arte detrás de esas detenidas frases en detalles y contenido. Y sus ojos, inmutables. Siempre seguro de lo que dice. Si no lo está, no lo demuestra en absoluto. Inspira esa misma solemnidad y concretitud que no he visto más que en la pantalla chica o en el cine. Siempre ha sido así, sólo que ahora soy yo quien se da tiempo en saborear cada palabra, cada diálogo que tenemos. De una agudeza y poder analítico que jamás he observado en otro individuo, he tenido la suerte, junto con la intuición de Mamá, de hacerme de dos consejeros de vida expertos en ver a través de las personas, las vicisitudes, y lo inesperado.

La vida no le ha sido fácil. De una familia numerosa, eran en algún momento cuatro hermanos, cuatro hermanas, el Padre y la Madre. Nació con dificultades motrices y hasta los cinco años de edad no caminó−arrastraba los miembros inferiores logrando movilidad solamente con ayuda de brazos y manos. Luego, un día, comenzó  a caminar, y así sigue, de pie, de frente ante el mundo. De allí en adelante se echo la familia (o le echaron) en la espalda. Y los ha cargado desde entonces sin quejarse.

Historias, miles. Desde la mudanza de la familia a Córdoba por el cáncer de pulmón del Padre, hasta la abuela Toba de los Toldos, el servicio militar, conocer a Mamá, casi terminar en Malvinas durante la guerra, vender huevos, ser empleado, y abogado luego, hasta llegar a nosotros tres, literalmente las mil y una ha pasado y lo sigue haciendo, esbelto, entero.

Aun oscuros seres como “el Negro” y Marcela no pudieron tapar la luz que emite con tanta pudrición, amenazas, agachadas que le arrojaron. Supo mantener a la familia toda impecable, impoluta, inaccesible a tanta maldad. Y con eso he logrado comprender y vivir que es un hecho: existen definitivamente individuos que no tienen precio. Y otros que no entienden como estos primeros siquiera existen, e intentan por todos los medios destruirlos, ensuciarlos, o arrastrarlos a su circulo malévolo, infernal. ¡Aun más! Ha intentado incluso ayudarlos, extenderle la mano y elevarlos a la luz. Nunca ha sentido rencor por esos seres maquiavélicos.


Con un hijo secuestrado, tres por secuestrar (cuando el secuestro no estaba de moda en Argentina, o en Latino América), automóviles distintos cada día fuera de la casa vigilándonos, llamadas telefónicas a cualquier hora intentando asustarnos, y así hacerle perder el rumbo, siempre continuó, continua la senda recta.

¿Estoy orgulloso? Creo que es más que evidente. ¿Exagero? En realidad, todo lo contrario. En unos cuantos párrafos solamente asoman características y eventos muy superficialmente. Es definitivamente de allí de donde me viene la convicción sólida, inamovible.


A mi Papá, Jorge Argentino Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.