¿Cómo se conocieron? Trataré de relatarlo
tal cual sucedió. Será difícil—ha pasado largo tiempo, y más que tiempo, han
ocurrido un sinnúmero de eventos que han degradado los recuerdos. Pero, como
dicen, al fin y al cabo la vida no es la que vivimos sino aquella que vivimos y
como la recordamos para contarla. Y esto es lo que recuerdo…
Supongo que era sábado. Fin de semana de
seguro pues no tenía que ir a la Facultad y disponía de todo el día para la
aventura. Uno de los primeros de abril. Todavía el tibio calor de un verano tardío
se hacía sentir—parecía una tarde de primavera más que de otoño. El cielo amaneció
celeste, limpio, sin nubes. Por cierto, serían como las cuatro o cinco. Ya hacía
un rato había recibido la llamada confirmando el encuentro en la estación de
trenes—a unos pocos pasos de su casa. O al menos eso creía Daniel por el sonido
de la locomotora cuando hablaban por teléfono. Estas llamadas se habían hecho
cada vez más constantes. De una o dos veces por semana pasaron a tres o cuatro
por día los días se semana; y los fines de semana se sucedían en interminables
conversaciones que le complicaban el resto de las tareas ya que cuando quería acordarse,
supermercados y demás negocios habían cerrado. Generalmente se levantaba
temprano para hacer las compras y disponer del resto del fin de semana para
estar a la espera de la llamada que iniciaría la sucesión de emociones que lo mantenían
“vivo”.
El interregno entre a llamada y la hora
del arribo pareció interminable. Ambos, dolor de cabeza y el hormigueo interno
producto de los nervios destrozados por la ansiedad lo gobernaban. Ahora, desde
la distancia, intuyo que no sabía siquiera que esperaba o a que se exponía—o a
los suyos. No es que no le importaba. Recientemente se había transformado en un
manojo de nervios impulsado por emociones y sensaciones diametralmente
opuestas. Cambiaba de estado de ánimo constantemente, desde la mayor alegría hasta
la desesperación absoluta. Es por esto que entiendo el proceder. La soledad y
la falta de acercamiento a otra persona, de cariño, de ternura, hace que nos
arrebatemos y vivamos aventuras impensadas en circunstancias “normales” tan
solamente por ser oídos, abrazados, tocados… queridos (o al menos mentirnos
para sentir que lo somos).
Luego de haber estado todo ese tiempo
recostado en el piso de la sala de estar y de haber tomado unas aspirinas, se hizo
la hora. Dirigió la marcha a la estación como se había estipulado. Prefirió
caminar pues así podía dejar el departamento antes y salir de la caja en la que
pasaba la mayor parte de las horas. Llegó a Plaza Constitución con tiempo de
sobra. Sabía que esto no era garantía de llegar a la hora convenida puesto que
los trenes partían generalmente retrasados, si es que lo hacían. Era una de
esas etapas históricas en que el gobierno de turno buscaba privatizar cuanta
empresa estatal pudiera por lo que dejaba la inversión de obras y reparaciones
al mínimo, la empresa caía en picada, se sucedían los accidentes y la gente no tenía
más remedio que aceptar que las privatizaciones eran la mejor—única—opción. Los
90s fueron la década caracterizada por este tipo de privatizaciones en
Argentina. El siguiente gobierno de encargaría de re-estatizar lo que el
anterior había privatizado. Alguna otra tragada y cuentas engordando en Suiza,
Islas Caimán o algún otro paraíso financiero como era y es costumbre en
gobiernos latinoamericanos.
Pasaje de ida y vuelta a Ezpeleta. Realmente
puntual. Hasta esperó del lado del andén en que supuestamente debía aparecer. En
el trayecto observó algunos jóvenes en bicicleta y, debido a que habían acordado
que la otra persona llegaría con la suya, ciertamente que estaba desconcertado.
Pensó en preguntarles a uno por uno. Pero parecía un poco arriesgado—quizá fueran
vecinos. Así, decidió esperar regresando al sitio del andén que supuso le correspondía.
No conocía el lugar, era un completo extraño.
Esperó y esperó. Un tiempo largo, o por
lo menos así pareció. Cuando había pasado poco más de media hora y ya estaba
desinflado de esperanza, aunque a lo lejos, observó que un tren se aproximaba. Ya
habían pasado dos, pero este le produjo una sensación extraña. Decidió aguardar
un poco más.
Al detenerse, descendieron unas personas.
Siguió sentado. El tren partió. Nadie que respetara las características anunciadas.
Y, sin embargo, al girar la cabeza y ver hacia atrás—es extraño pero puedo
jurar que supo que allí estaba, se hizo presente. En un instante sintió que le conocía.
Supo que su vida, sin poder describirlo con palabras, sufría un quiebre, salía de
su cauce, comenzaba… terminaba… se encontraba consigo mismo y, a la vez, perdía
el sentido irremediablemente. Algo que marcaría el resto de sus días estaba
sucediendo. Y él se entregó, se dejó llevar.
Se le acerca, lo observa, se observan. Daniel
extendió la mano. Pablo, hizo caso omiso y le besó la mejilla derecha. Se quedó
quieto. Sintióse presente. Todo él en un instante. Entendió todo y entendía absolutamente
nada. En efecto, no es un error de tipeo ni de impresión. Era él. Un joven
mayor que Daniel, de unos 27 ó 28 años de edad, morocho de tez, cabello corto,
oscuro, ojos amarronados, sin brillo, como difíciles de descifrar—o más bien
sin mayor secreto como la esfinge de Oscar Wilde, labios gruesos que invitaban
al menos a observarlos. Había algo en esos labios, en la forma en que los movía
al hablar, y cuando estaban en reposo. No eran gruesos, pero si carnosos,
jugosos, y terminaban en forma de “V” al centro del labio superior que los
recortaban perfectamente en la cara. La voz era la misma de las conversaciones telefónicas;
no se asemejaba en nada a la de los porteños que conocía. Sabía que Ezpeleta
era provincia, pero Pablo parecía tener acento del interior del país, sin poder
descifrar de dónde. De mediana estatura y contextura, vestido de camiseta
blanca algo ajustada que dejaba deslizar desde sus mangas cortas unos bíceps no
muy grandes pero bien entrenados. Pantalón corto sobre la rodilla y calzado
deportivo. De su biciclo, nada que merezca ser anotado.
Él también conoció a Daniel de inmediato.
Parecían predestinados a ese encuentro pero a la vez como si ambos lo hubiesen
sabido de antemano o se conocieran de tiempo antes y volvieran a verse. Sin
palabras, luego de saludarse, comenzaron a alejarse de la estación caminando. Pablo
hacía las veces de guía. Minutos después de comenzar a andar el camino, sin
dirección, dialogaban naturalmente de sus vidas, recuerdos, proyectos, miedos,
tropiezos y logros, de todo y nada…
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