Éramos tranquilos y obedientes.
Como Papá se la pasaba de lunes a viernes trabajando en el juzgado, y sábados y
domingos en Pergamino (ciudad a más de 300 kilómetros de nuestra casa),
mayormente estábamos con Mamá los días de semana. Y nos acompañaban los sábados
y domingos las abuelas que nos dio la vida, Raquel y Tita. A ellas me referiré
pronto pues son y han sido las que nos han acompañado toda la infancia. La vida
no quiso que conociéramos a los abuelos maternos o paternos. Creo la última en
dejarnos fue la Mamá de Mamá cuando apenas y quien escribe tendría unos cinco
años. Solamente me queda el recuerdo de una señora de negro (o algún otro color
oscuro) siempre sentada en la misma silla, mirando a través del ventanal de la
sala principal, con la mirada perdida (o fija) hacia fuera… como esperando
algo, o a alguien. Así las cosas, de los demás abuelos no me queda memoria
alguna. Y, sin embargo, la vida nos recompenso de sobra, empezando con Raquel y
Tita; y a ellas se les unirían unos pocos pero icónicos en nuestras vidas
personajes. Pero esa, esa es otra historia.
Cuando empezamos la escuela lo
único que cambió es que de lunes a viernes, por la mañana, estábamos fuera de
casa. Pero el resto, más o menos igual por años. Recuerdo esa época con mucho
cariño, y cierta nostalgia.
Los tres jugando o haciendo los
deberes entre la sala principal y la cocina (una contigua a la otra). A la mesa
o en el piso. No recuerdo pelea alguna. A veces cada uno en lo suyo, otras los
tres juntos en algo, otras de a dos, mayormente Emi y el Gordo de un lado, y
quien escribe del otro (sí; efectivamente siempre fui el “hermano mayor.”).
Cortando cartones, dibujando, pintando, armando castillos de naipes (cartas en
Argentina), creando artefactos, robots, construcciones varias con rasties (Lego
en otros países, supongo), y de vez en cuando, mirando TV… no mucho por cierto:
Carozo y Narizota, las Trillizas de Oro, el Chavo del Ocho y el Chapulín
Colorado, Odisea Burbujas, Mazinger Z, Robotech, Ángel la niña de las flores,
la abeja Maya, y algunos más que se me escapan en este momento en que escribo
estas líneas.
De allí en más Emi se perfiló
como el inventor en la familia. Desde dibujar, hasta construir automóviles u
otros rodados, aeroplanos, personas diminutas de la nada, con papel, cartón, madera,
lo que hubiera a mano. El Gordo, lo opuesto; es decir, una habilidad innata
para desarmar cualquier artefacto por complejo que sea, encontrar
intuitivamente el defecto, solucionarlo, y volverlo a dejar en el estado en que
estaba antes de someterlo a la operación, pero esta vez, funcionando. En mi
caso, me recuerdo escribiendo desde siempre. Algún que otro dibujo, también.
Nunca con el avanzado estándar que le ha sido siempre natural a Emi. Sí, en
cambio, el uso del lápiz (o cualquier otro instrumento que me permitiera
escribir) y papel para plasmar ideas a través de la palabra. Coincido, lo he leído
alguna vez de alguien más. Ellas vienen sin que las llame. Y la mano, o las
manos, se transforman simplemente en el medio en que esas palabras se expresan.
Es un estado extraño de explicar, de describir. La sensación es la de estar
fuera del cuerpo físico y, a la vez, observar desde algún otro lugar, sentir quizá,
como esas extensiones con dedos toman la pluma y comienzan a garabatear trazos
sobre el papel. Ni siquiera pienso en el contenido, nunca lo he hecho. Solamente
fluía, como fluyo ahora.
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