Tuesday 12 January 2016

Mi Primer Libro: Los Tres

Éramos tranquilos y obedientes. Como Papá se la pasaba de lunes a viernes trabajando en el juzgado, y sábados y domingos en Pergamino (ciudad a más de 300 kilómetros de nuestra casa), mayormente estábamos con Mamá los días de semana. Y nos acompañaban los sábados y domingos las abuelas que nos dio la vida, Raquel y Tita. A ellas me referiré pronto pues son y han sido las que nos han acompañado toda la infancia. La vida no quiso que conociéramos a los abuelos maternos o paternos. Creo la última en dejarnos fue la Mamá de Mamá cuando apenas y quien escribe tendría unos cinco años. Solamente me queda el recuerdo de una señora de negro (o algún otro color oscuro) siempre sentada en la misma silla, mirando a través del ventanal de la sala principal, con la mirada perdida (o fija) hacia fuera… como esperando algo, o a alguien. Así las cosas, de los demás abuelos no me queda memoria alguna. Y, sin embargo, la vida nos recompenso de sobra, empezando con Raquel y Tita; y a ellas se les unirían unos pocos pero icónicos en nuestras vidas personajes. Pero esa, esa es otra historia.

Cuando empezamos la escuela lo único que cambió es que de lunes a viernes, por la mañana, estábamos fuera de casa. Pero el resto, más o menos igual por años. Recuerdo esa época con mucho cariño, y cierta nostalgia.

Los tres jugando o haciendo los deberes entre la sala principal y la cocina (una contigua a la otra). A la mesa o en el piso. No recuerdo pelea alguna. A veces cada uno en lo suyo, otras los tres juntos en algo, otras de a dos, mayormente Emi y el Gordo de un lado, y quien escribe del otro (sí; efectivamente siempre fui el “hermano mayor.”). Cortando cartones, dibujando, pintando, armando castillos de naipes (cartas en Argentina), creando artefactos, robots, construcciones varias con rasties (Lego en otros países, supongo), y de vez en cuando, mirando TV… no mucho por cierto: Carozo y Narizota, las Trillizas de Oro, el Chavo del Ocho y el Chapulín Colorado, Odisea Burbujas, Mazinger Z, Robotech, Ángel la niña de las flores, la abeja Maya, y algunos más que se me escapan en este momento en que escribo estas líneas.


De allí en más Emi se perfiló como el inventor en la familia. Desde dibujar, hasta construir automóviles u otros rodados, aeroplanos, personas diminutas de la nada, con papel, cartón, madera, lo que hubiera a mano. El Gordo, lo opuesto; es decir, una habilidad innata para desarmar cualquier artefacto por complejo que sea, encontrar intuitivamente el defecto, solucionarlo, y volverlo a dejar en el estado en que estaba antes de someterlo a la operación, pero esta vez, funcionando. En mi caso, me recuerdo escribiendo desde siempre. Algún que otro dibujo, también. Nunca con el avanzado estándar que le ha sido siempre natural a Emi. Sí, en cambio, el uso del lápiz (o cualquier otro instrumento que me permitiera escribir) y papel para plasmar ideas a través de la palabra. Coincido, lo he leído alguna vez de alguien más. Ellas vienen sin que las llame. Y la mano, o las manos, se transforman simplemente en el medio en que esas palabras se expresan. Es un estado extraño de explicar, de describir. La sensación es la de estar fuera del cuerpo físico y, a la vez, observar desde algún otro lugar, sentir quizá, como esas extensiones con dedos toman la pluma y comienzan a garabatear trazos sobre el papel. Ni siquiera pienso en el contenido, nunca lo he hecho. Solamente fluía, como fluyo ahora.

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