Los días otoñales de abril y mayo dieron paso a un
crudo invierno en Buenos Aires ese año. Pero la primavera estalló a todo color
y el comienzo del verano hizo de la ciudad un infierno. Como dada año la ciudad
era un atiborro de población permanente, población golondrina que iba y venía
por temporadas desde el interior del país y del resto de Latinoamérica a
estudiar o trabajar o ambos, y otros que iban desde un día a un fin de semana
para hacer las compras para las fiestas. La capital se transforma de hormiguero
en hormiguero reventado y hay gente a todas horas en las calles a manera de
marea humana.
En el ambiente educativo el panorama es similar. Aquellos
que no estudiaron se apuran a cerrar el año haciendo malabares. Aquellos que
fueron más aplicados siguen por impulso. En este medio el ciclo lectivo llegaba
a su fin en la Universidad. Daniel se encontró con varias asignaturas
aprobadas; más de las que había calculado. Es que, literalmente, se encontró con
ellas. Había perdido completo interés en la carrera desde aquel encuentro. Sin embargo,
no había desertado. A todas luces estaba triste, andaba sonámbulo por la vida
mas no era estúpido. Bien sabía que si no continuaba estudiando o no pasaba de año
debería dejar Buenos Aires y volverse a sus pagos. Ni pensarlo. La sola idea lo
extenuaba. No concebía alejarse… ¿alejarse de quién? Sí, de aquel fantasma que
cada vez se hacía más etéreo.
Las imágenes que tenía de aquel encuentro estaban algo
desdibujadas por la repetición constante en la mente. La voz, que no había escuchado
desde aquel día, se le mezclaba con otras que recordaba de distintas personas. Las
conversaciones con el padre de Pablo continuaron pero eran espaciadas. Sentía algo
de pudor en molestar al hombre que nada tenía que ver en esta historia y pese a
ello era partícipe involuntario. Le parecía injusto. Entonces, solamente
llamaba se la desesperación le ganaba o la soledad le torcía la voluntad.
Muy pronto comprendió que podía seguir triste y al
mismo tiempo continuar utilizando sus funciones vitales. Las que eran automáticas
como respirar las consideró una bendición. Si todo fuera así de fácil, llegaría
a pensar. Las que eran voluntarias, desarrollaría una forma particular de
concretarlas tan simple como efectiva, una especie de piloto automático que le permitiría
estar presente físicamente sin ser presente. Solía presentarse a todos en la
Facultad, entablar charlas banales, pero hasta allí llegaba. La pared entre él
y el resto se había hecho tan alta como impenetrable. Toda relación era superficial
pero le ayudaba a seguir con la vida, a llenar los días, el tiempo que de otra
manera sentía vacío y se tornaba insoportable. Tiempo le sobraba. Los estudios
siempre le resultaron tarea sencilla.
Comenzó a llenarse de horarios. Decidió remediarlo inventándose,
creando compromisos con quien podía y estaba presto a hacer cosas que nunca habría
ni siquiera soñado. Practicó deportes y juegos cuyos nombres no era capaz de
pronunciar. Visitó los barrios porteños solo o acompañado de alguien de turno. Comenzó
a frecuentar bares de todo tipo y cualquier otro lugar donde no estuviera o,
mejor dicho, se sintiera solo. Es así que si bien gustaba de ir al cine preferiría
evitarlo en esta época. Llegaría a estar tan ocupado que debió en algunas
ocasiones levantarse a las cinco de la mañana o acostarse pasada la medianoche para
ir a algún mini mercado que estuviera abierto las 24 horas y hacer las compras
semanales para tener lo necesario y subsistir.
Aspecto y comportamiento eran lo que la gente llama “normal”.
Se presentaba cortés, sonreía, argumentaba y contra-argumentaba con comentarios
que los demás encontraban inteligentes…
En ese entonces vislumbró que pese a estos esfuerzos,
irremediablemente le sobraría tiempo entre diciembre y febrero o marzo. Volver a
Tucumán tantas semanas se le hacía pesado de solamente pensarlo. De seguro lo tendría
que hacer para las fiestas; la familia no entendería la ausencia, lo tomarían como
un desaire, no lo perdonarían o peor, se darían cuenta del cambio y empezarían a
hacer preguntas que él no tenía intención de contestar. Era pues diciembre…
estaba decidido a ir, pasar algunos días con la familia, las fiestas y después…
¿y después?
Efectivamente, a mediados de diciembre tomó el lechero
a San Miguel. Como no había pensado en comprar el boleto antes—en realidad lo
pensaba cada día, todos los días desde meses atrás, pero evitaba o posponía el
hacerlo hasta que se hizo imposible postergarlo más— tuvo que decidirse por el
medio de transporte más económico. Los precios en esa época del año se hacen exorbitantes
para viajar el transporte público. Con la crisis internacional que con trombos
y trompetas venia el país no era la excepción. Así que a los aumentos
esperables en esta época del año le fueron agregados otros que los dueños de
las compañías consideraron buena previsión. Sabían perfectamente que pese a las
quejas los usuarios pagarían lo que fuera para ver a la familia en las fiestas.
Parte de ese gran negocio son justamente los
estudiantes. Buenos Aires es la principal metrópoli del país con las
principales Universidades también. Así que pese a que Argentina cuenta con
centros de educación superior públicos y privados a todo lo largo y ancho del
territorio, mucha gente del interior continua enviando a sus hijos a la Paris
latinoamericana. Es cierto, cada vez menos queda de la opulencia de décadas pasadas.
La arquitectura sigue allí, pero no se traduce ya en aquellos que pueblan la
ciudad. Años de corrupción estatal y desidia privada han colaborado hombro a
hombro en desmantelarla de a poco. Las corrientes
migratorias han disminuido, pero son varios los factores que de alguna manera
las mantienen fluyendo aunque con cauce menor. A veces por el sueño de vivir en
una ciudad grande (enorme), otras por escapar de la familia, poner distancia a
penas de amor o simplemente como intento de mejorar la situación financiera. Todavía
existía y aun actualmente existe, la idea que en centros tan grandes como la
capital del país la gente vive mejor, gana más dinero por hacer menos y todo
está al alcance de la mano… ¡Si supieran!
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