Tuesday 3 December 2013

Las 24 horas. Capítulo Siete (segunda parte): Y la vida sigue...


Volviendo al lechero, es simplemente un colectivo grande, muy grande. Un ómnibus “adaptado” para largas distancias. Cuando digo “adaptado” me refiero a que el cambio es meramente nominal. Sigue siendo el mismo automotor con la misma estructura de los ómnibus locales pero se los llama de mediana y larga distancia simplemente por los kilómetros de más que hacen en comparación con sus pares capitalinos. Cuando digo largas distancias pensemos en alrededor de 1700 kilómetros de distinto tipo de caminos: asfalto, ripio, tierra, barro, y tantos otros. La única adaptación que tienen respecto de los pares de la ciudad es que cuentan con una especie de cuartito, caja, más bien armario angosto a manera de baño en el que apenas uno entra. Los asientos en doble hilera con pasillo intermedio y otra doble hilera. El espacio entre los asientos de adelante y atrás es tan angosto que las rodillas de uno terminan inevitablemente en la espalda de otro. En alguna que otra ocasión, hasta gente parada haciendo todo el trayecto. Este tipo de viaje sucedía más a menudo en fechas como estas donde todos tenían la misma misión: llegar a la casa de familia.

¿Por qué lechero? Porque como bien indica el nombre hace lo que haría un vendedor de leche de los de antaño (y los que aún existen por allí); visita casa por casa con la camionetita típica de pequeña caja y techo enclenque llevando consigo botellas de vidrio todas de igual tamaño llenas del blanco líquido elemento. La coreografía es siempre la misma, dejando las botellas con leche recién ordeñada frente a las puertas de entrada y llevándose las vacías del día anterior. El prodigio del ómnibus lechero hace exactamente lo mismo. Detiene la marcha, para en cuanto pueblo, pueblito y poblacho, aldea, casa o casucha, poste de luz con señal, tranquera y cuanta parada exista o sea reclamada por algún viajero y descarga bultos y pasajeros ya algo tiesos de estar tanto tiempo apretados entre el asiento de adelante, el de atrás y el del costado—si es que tuvieron suerte de sentarse. Para esto no es extraño que algún otro de los pasajeros se baje de la nave a estirar las piernas, los brazos, el cuerpo todo y sea seguido por varios más. Para cuando el conductor se da cuenta ya son al menos una decena los que están caminando alegremente al costado del camino, fumando, charlando, o de cara al sol. Seguidamente comienza a llamarlos dando aviso de la partida inmediata; nadie le presta atención. La voz empieza a subir en directa relación a ser ignorado. Cuando ya está a los gritos y alguno que otro se digna a volver a los asientos que antes ocupara, va tras el resto y los espanta a manera de llevar gallinas al gallinero, moviendo y aleteando los brazos como empujándolos dentro del vehículo. No termina de subir el último que las llaves están en el encendido, pasa de neutral a primera y continua la marcha lenta pero irremediablemente constante hacia cada destino.

El trayecto se hizo corto. O mejor dicho, fue largo, larguísimo, pero no lo notó. Le fue intrascendente, no estaba presente, no era presente. En realidad, gustaba de los viajes largos, especialmente entre extraños. Si estaba de humor y se daba la oportunidad, entablaba extensas charlas acerca de cualquier tema que el acompañante de turno gustara o él mismo propusiera. Si no lo estaba, como en esta oportunidad, se sentaba, no abría la boca en todo el viaje salvo para ingerir algún alimento o beber, y pegaba la cabeza contra la ventana o cerraba los ojos. No dormía pero si la persona de al lado mostraba interés en entablar diálogo y él no lo sentía así, lo invadía mágicamente, a voluntad por supuesto, un estado de soponcio instantáneo y el sueño lo ganaba—o pretendía que así fuera. La irrevocable intención de no hablar era tan evidente y de tal grado de perfección por la práctica que quien fuera el receptor entendía la indirecta o asumía el cansancio del muchacho y generalmente lo dejaban en paz por el resto del viaje.

Llegó a San Miguel. Uno de los hermanos lo esperaba en la terminal. Se saludaron formalmente, sin mucha muestra de afecto, intercambiaron algunas frases y se dirigieron a la casa familiar. Era un 20 de diciembre o algo así pues el día de Navidad estaba casi encima. Al menos creo que fue así ya que los regalos ya estaban comprados y escondidos como cada año en una de las piezas para que los más pequeños no se apuraran a abrirlos antes de tiempo.

Días faltaban nomas para Nochebuena y padres e hijos se hacían presentes. Luego tíos y tías, primos primeros, segundos y terceros, alguna novia o novio de turno, el loro, el perro, gato o tortuga de alguno. Daniel no se sentía mal en ese bullicio de gente, música y demás. Tampoco se sentía bien. Permanecía inmutable, inescrutable. A cualquier comentario respondía mecánicamente, cortésmente de manera tan profesional como eficiente ya que llevaba meses practicándola en Buenos Aires. Cumplía con lo que se le pedía y tan pronto podía evadía la compañía o sin razón o excusa ni aviso previo dejaba la habitación en que se encontraba.

Las fiestas llegaron y pasaron como así las visitas. A mediados de enero el calor se hace insoportable en esa zona del país. Pero en Buenos Aires también. De hecho, la inmensa ciudad es un desierto en términos de población y aparece desolada sin el ruido y movimientos diarios. Sin embargo, con el pretexto de estudios atrasados y planes para adelantar en algunas asignaturas, Daniel empacó, saludó, y le dio la espalda a la casa de la familia para ir a la terminal y de allí en el lechero una vez más a la ciudad capital. Sabía que el viaje sería otra tortura pero también sabía con certeza que sería más corto y menos lento que quedarse. No lo pensó dos veces. Pagó el boleto, subió al mamotreto y se entregó al viaje de regreso.

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