Volviendo al lechero, es simplemente un colectivo
grande, muy grande. Un ómnibus “adaptado” para largas distancias. Cuando digo “adaptado”
me refiero a que el cambio es meramente nominal. Sigue siendo el mismo
automotor con la misma estructura de los ómnibus locales pero se los llama de
mediana y larga distancia simplemente por los kilómetros de más que hacen en comparación
con sus pares capitalinos. Cuando digo largas distancias pensemos en alrededor
de 1700 kilómetros de distinto tipo de caminos: asfalto, ripio, tierra, barro,
y tantos otros. La única adaptación que tienen respecto de los pares de la
ciudad es que cuentan con una especie de cuartito, caja, más bien armario
angosto a manera de baño en el que apenas uno entra. Los asientos en doble
hilera con pasillo intermedio y otra doble hilera. El espacio entre los
asientos de adelante y atrás es tan angosto que las rodillas de uno terminan inevitablemente
en la espalda de otro. En alguna que otra ocasión, hasta gente parada haciendo
todo el trayecto. Este tipo de viaje sucedía más a menudo en fechas como estas
donde todos tenían la misma misión: llegar a la casa de familia.
¿Por qué lechero? Porque como bien indica el nombre hace
lo que haría un vendedor de leche de los de antaño (y los que aún existen por allí);
visita casa por casa con la camionetita típica de pequeña caja y techo
enclenque llevando consigo botellas de vidrio todas de igual tamaño llenas del
blanco líquido elemento. La coreografía es siempre la misma, dejando las
botellas con leche recién ordeñada frente a las puertas de entrada y llevándose
las vacías del día anterior. El prodigio del ómnibus lechero hace exactamente
lo mismo. Detiene la marcha, para en cuanto pueblo, pueblito y poblacho, aldea,
casa o casucha, poste de luz con señal, tranquera y cuanta parada exista o sea reclamada
por algún viajero y descarga bultos y pasajeros ya algo tiesos de estar tanto
tiempo apretados entre el asiento de adelante, el de atrás y el del costado—si
es que tuvieron suerte de sentarse. Para esto no es extraño que algún otro de
los pasajeros se baje de la nave a estirar las piernas, los brazos, el cuerpo
todo y sea seguido por varios más. Para cuando el conductor se da cuenta ya son
al menos una decena los que están caminando alegremente al costado del camino,
fumando, charlando, o de cara al sol. Seguidamente comienza a llamarlos dando
aviso de la partida inmediata; nadie le presta atención. La voz empieza a subir
en directa relación a ser ignorado. Cuando ya está a los gritos y alguno que
otro se digna a volver a los asientos que antes ocupara, va tras el resto y los
espanta a manera de llevar gallinas al gallinero, moviendo y aleteando los
brazos como empujándolos dentro del vehículo. No termina de subir el último que
las llaves están en el encendido, pasa de neutral a primera y continua la
marcha lenta pero irremediablemente constante hacia cada destino.
El trayecto se hizo corto. O mejor dicho, fue largo, larguísimo,
pero no lo notó. Le fue intrascendente, no estaba presente, no era presente. En
realidad, gustaba de los viajes largos, especialmente entre extraños. Si estaba
de humor y se daba la oportunidad, entablaba extensas charlas acerca de
cualquier tema que el acompañante de turno gustara o él mismo propusiera. Si no
lo estaba, como en esta oportunidad, se sentaba, no abría la boca en todo el
viaje salvo para ingerir algún alimento o beber, y pegaba la cabeza contra la
ventana o cerraba los ojos. No dormía pero si la persona de al lado mostraba interés
en entablar diálogo y él no lo sentía así, lo invadía mágicamente, a voluntad
por supuesto, un estado de soponcio instantáneo y el sueño lo ganaba—o pretendía
que así fuera. La irrevocable intención de no hablar era tan evidente y de tal
grado de perfección por la práctica que quien fuera el receptor entendía la
indirecta o asumía el cansancio del muchacho y generalmente lo dejaban en paz
por el resto del viaje.
Llegó a San Miguel. Uno de los hermanos lo esperaba en
la terminal. Se saludaron formalmente, sin mucha muestra de afecto,
intercambiaron algunas frases y se dirigieron a la casa familiar. Era un 20 de
diciembre o algo así pues el día de Navidad estaba casi encima. Al menos creo
que fue así ya que los regalos ya estaban comprados y escondidos como cada año
en una de las piezas para que los más pequeños no se apuraran a abrirlos antes
de tiempo.
Días faltaban nomas para Nochebuena y padres e hijos
se hacían presentes. Luego tíos y tías, primos primeros, segundos y terceros,
alguna novia o novio de turno, el loro, el perro, gato o tortuga de alguno. Daniel
no se sentía mal en ese bullicio de gente, música y demás. Tampoco se sentía bien.
Permanecía inmutable, inescrutable. A cualquier comentario respondía mecánicamente,
cortésmente de manera tan profesional como eficiente ya que llevaba meses practicándola
en Buenos Aires. Cumplía con lo que se le pedía y tan pronto podía evadía la compañía
o sin razón o excusa ni aviso previo dejaba la habitación en que se encontraba.
Las fiestas llegaron y pasaron como así las visitas. A
mediados de enero el calor se hace insoportable en esa zona del país. Pero en
Buenos Aires también. De hecho, la inmensa ciudad es un desierto en términos de
población y aparece desolada sin el ruido y movimientos diarios. Sin embargo,
con el pretexto de estudios atrasados y planes para adelantar en algunas
asignaturas, Daniel empacó, saludó, y le dio la espalda a la casa de la familia
para ir a la terminal y de allí en el lechero una vez más a la ciudad capital. Sabía
que el viaje sería otra tortura pero también sabía con certeza que sería más
corto y menos lento que quedarse. No lo pensó dos veces. Pagó el boleto, subió
al mamotreto y se entregó al viaje de regreso.
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