La carta, carta que nunca tuvo remitente
ni fue enviada, rezaba:
“… sobre qué puedo escribir. Los días
pasan lento. El frío es, más que de costumbre, agobiante. Sólo en ocasiones hay
suficiente luz solar como para templar el rostro. Casi ya una costumbre, orejas
y nariz heladas.
Hoy estoy de camino a Atocha desde
Talavera de la Reina. A través de la ventana, vías con miles de viajes en el
lomo. A ambos lados, bosques grises sin hojas. Solamente ramas y más ramas tan
entrecruzadas que hacen difícil la visión. Entre ellas, pequeños poblados de
casas oscuras. Todas de ladrillo de un rojo viejo y opaco, como con musgo.
Techos a dos aguas, muy simples y de tejas también negruzcas.
En las estaciones intermedias, donde no
se hacen altos, escasa cantidad de personas. Tal vez sea el frío (a esta altura
insensible); tal vez la hora (lo olvidada, son casi las dos de la tarde).
///en seguida continúo. Es que parece
haber inspección de tickets ahora mismo///
Recordar. Pasiones muertas, sueños
eclipsados. ¿Comprendes? Ni vestigios de esa historia. Al menos, nada se mueve
aquí dentro. Su rostro, desdibujado. Su voz, olvidada. Sus palabras, arduo
resulta encontrarlas.
¿Y duele? No lo sé. Parece que algo. No
con seguridad pues aunque no consigue ya despertar esas sensaciones
encontradas, algo queda, algo que hace suyas estas líneas.
De tanto en tanto, cada vez más
espaciado, la necesidad de pensar un instante en él (sí, él) –aquí el segundo
“él” aparece subrayado, vuelve…
Cada día parece tan similar al anterior.
Si el cielo no es gris, casi negro seguramente. De tanto en tanto alguna
ventana entreabierta entre tanta amalgama de nubes y nubarrones deja entrever
algo del celeste cielo al que tanto estaba acostumbrado. De la luz solar
escasean las noticias. Ha de ser por eso que la gente aquí es tan pálida. Y si
no es esa la razón principal, de seguro contribuye bastante.
También apostaría a que esa falta de
luminosidad natural, a la que tan apegados estamos los latinos, seguramente es
lo que ocasiona que los lugareños tengan ese carácter tan apocado a esta altura
del año, a veces distante, otras ausente, que los hace particulares. En
ocasiones me encuentro perplejo ante una charla, simple conversación acerca de
cualquier tema y para mi sorpresa, quien sea interlocutor no se expresa a
nuestra manera, es decir, directamente. Mas bien es como que en esas
circunstancias se ve uno obligado a “leer subtítulos”. Al principio incluso, y
en especial si uno no está de visita turística, puede llegar a opacar en algo
el júbilo de la experiencia en tierras lejanas. Es cuestión, como todo quehacer
humano, de acostumbrarse seguramente. O al menos, eso espero.”
Daniel había llegado a Madrid en
diciembre. La situación en Buenos Aires se le había hecho insostenible. En
lugar de hacer todo cuanto la potencia daba, solamente existía la posibilidad
remota de inhalar. Sí, parece increíble pero así era. La sola idea de acercarse
a ese recuerdo, ya desmigajado, lo desgarraba. ¿Y por qué continuaba? Creo que,
a este punto, podría casi asegurar, porque lo sentía. La vida se transformó en
los tres años escasos que pasaron. ¿Para dónde? De seguro, para mal. ¿Lo sabía?
Sí; aun en ese estado lamentable en el que pasaba la mayor parte de las horas,
un vestigio de humanidad exhalaba de esa persona. Estaba perdiendo todo, si es
que algo le quedaba. Es decir, material y familiarmente poseía lo mismo que al
empezar aquella aventura. Pero desde él, los lazos que una vez lo unieron con
todo lo que conocía y daba sustento a su existencia, habían enflaquecido
demasiado. Por dentro, demacrado, obsoleto, inimaginablemente derruido. En el
exterior, algo distinto, aunque no todos podían darse cuenta del consumo; él no
los dejaba. Y seguía en el mismo lugar de siempre, esta vez sin compañía. El
teléfono ya no sonaba. Al menos, no al compás que buscaba. Para peor, le había
sido imposible... Muerte de los sueños… ¿Cómo se sigue? Luego que intentamos
todo, o al menos así lo creemos, de perseguir aquello a lo que signamos como
meta, de posponer o abandonar otras en pos de ésta… y cuando estamos ahí, casi
al conseguirla, dependiendo tan solo de nuestra elección, aparece el miedo; el
pánico nos invade y… nos alejamos. Se encontraba justamente en uno de esos
momentos. No sabía a donde ir, con quien hablar. Pero tenía bien en claro dos
cosas: primero, que no podía seguir así; segundo, que debía hacer algo
definitivo al respecto. Necesitaba con urgencia un cambio fundamental.
Necesitaba aire puro, terminar con las historias sin sentido que se le repetían
constantemente en la mente. Necesitaba empezar a vivir de nuevo. O dejar de
hacerlo definitivamente. En todo caso, era ya tiempo.
Los estudios habían continuado brillantemente.
Tan brillantemente que logró una beca para pasar el año siguiente en una institución
hermana a la suya pero en España debido a algún convenio internacional de cooperación
mutua. Mientras estudiaba, uno de esos tantos días en los que flotaba en los
pasillos de la Universidad vio el poster dando noticia de la oportunidad. — ¿Por
qué no?—se preguntó. Tomó nota de la dirección de correo en la palma de la mano
izquierda, volvió al departamento, puso el curriculum vitae en orden
actualizando algunos detalles, redactó una breve carta de presentación y envió
todo el material por correo al día siguiente. Un mes más tarde resultaba ser
seleccionado para pasar el año siguiente en Madrid. Sus estudios allí serían
convalidados en Buenos Aires. No perdía nada. Continuó con las asignaturas que
le quedaban hasta el final del semestre así como las costumbres diarias que ya
estaban instaladas desde hacía rato. Visitó a la familia por un fin de semana
en noviembre para despedirse (no le quedaba más tiempo para hacerlo con la
excusa de los exámenes finales, preparativos para el viaje y no recuerdo
cuantas otras razones entremezcladas). Ya en Buenos Aires terminó (o exterminó)
los exámenes finales. Preparó la maleta el día anterior al vuelo. Fue tranquilo
a Ezeiza en tren y ómnibus. Amaneció en unas horas en Barajas.
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