Era la primera vez que viajaba tan lejos
y solo, y por tanto tiempo. El programa comenzaba en febrero y terminaba a
comienzos del próximo diciembre. Como llegaba mes y medio antes para hacerse
del lugar—y escaparle a las fiestas con la familia, no hubo mayor comitiva para
recibirlo en el aeropuerto. La Universidad anfitriona había enviado a último
momento a uno de sus alumnos. Así Daniel dejó el avión, hizo los trámites de
migraciones, tomó la maleta y salió a través de las puertas a un hall grande
con mucha gente. Algunas de estas personas estaban esperando a todas luces a
familiares y amigos debido a las fiestas. Otros, simplemente de negocios. Entre
ellos, carteles en varios idiomas. Uno indicaba su nombre y apellido. Ahí estaba
Carlos López, el alumno de segundo año que se encargaría de él y su traslado.
Se presentaron brevemente. Daniel cortó la
conversación en seco sin formalidad alguna para pedir a su guía que lo lleve
cuanto antes al hospedaje. Quería desempacar, darse una ducha, comer algo y
salir cuanto antes al ruedo de las calles madrileñas.
Tomaron el Metro desde barajas a la
ciudad. Carlos ofreció ir en taxi. Si bien Daniel había mostrado apuro, no era
el tiempo lo que lo empujaba. Era conocer, ver lo nuevo. Y el Metro ofrecía
mucho más aventura para él que un taxi. Después de todo, seguramente sería el
medio de transporte que más usaría intuyó. Así que mejor conocerlo cuanto
antes. Luego de dos o tres conexiones y varias estaciones llegaron a Duque de
Pastrana. Recordaría por año la voz grabada de la mujer al llegar el metro a
esa estación—Bienvenidos a Duque de Pastrana. Años después volvería la misma
voz a recibirlo, nostalgias…
Cruzaron la calle inmediatamente pegada a
la boca del metro. Una y otra esquina, y a unos doscientos metros un grupo de
edificios altos. Se dirigían a la séptima planta de uno de ellos entre varios
otros. Al aproximarse a la entrada lo recibió una recepción cubierta de vegetación
de hojas anchas y largas. De entre ellas, un pasillo ancho de piedra que parecía
abrirse y luego cerrarse en una cueva hacia la entrada vidriada principal. Como
en Buenos Aires, se sintió inmediatamente libre. Esta vez, sin embargo, la
libertad le dolía un poco.
Carlos metió la mano derecha en el bolsillo
para tomar las llaves de la puerta de acceso. Abrió y acto seguido se las pasó a
Daniel. Este tomó las llaves con una mano y la maleta con la otra y se dirigió hacia las puertas del ascensor que vio al
final del vestíbulo. Carlos lo siguió sin dar indicaciones pues el otro parecía
tan seguro de saber dónde estaba y a donde se dirigía que pensó innecesario
hacerlo. Ya dentro del ascensor, Daniel mira la botonera y pregunta sin hacerlo
directamente a su acompañante— ¿Qué piso? A lo que el otro responde —Planta séptima.
Subieron sin dirigirse la palabra. Una vez en la séptima planta, repitieron el
procedimiento refiriéndose al número de departamento para uno, y de apartamento
para el otro. Así llegaron al apartamento 26 de la planta séptima. Daniel abrió
la puerta y se encontró con un ambiente completamente distinto al que le
esperara años atrás en Avenida Córdoba, allá lejos en Buenos Aires.
La puerta principal abría a una gran sala
con piso de cerámica blanca y paredes también blancas. Sobre el piso, una gran alfombra
con borlas en los bordes. Sobre ella una meza con cubierta de vidrio grueso y
cuatro sillas de madera pesada, seguramente algarrobo. De costado, siempre en
la misma habitación, un enorme sillón de cuero marrón de tres plazas. Frente al
sillón, otra alfombra algo más pequeña que la anterior y sobre ella una mesa también
con patas de madera y cubierta de vidrio, pero algo menos y mucho más baja, a
manera de mesa de te. La habitación toda, que hacía esquina en el edificio,
estaba rodeada de grandes ventanales que daban una magnifica vista de la ciudad
de lejos. Al costado de la mesa principal, estas ventanas en particular se abrían
a un pequeño balcón con piso de madera y barandas metálicas. Otra mesa, esta
vez de plástico y metal y dos sillas, también de plástico y metal. Detrás de la
gran mesa, y al costado de la puerta de entrada al apartamento, la cocina. Una
mesada de mármol negro en forma de “L”. EL piso de cerámica blanca se repetía;
en realidad continuaba la misma habitación. Todos los adminículos de la cocina
moderna. Abrió la nevera y para sorpresa de Daniel encontró alimentos frescos
como para toda la semana, algunas comidas hechas incluso. Abrió las alacenas
que estaban por encima de las hornallas para encontrarlas también completas de
cajas y latas con alimentos. Recién allí se dio cuenta que sobre la mesa principal
había una carpeta con papeles varios de la Universidad anfitriona y una carta
del Decano de la Facultad dándole la bienvenida. Entre tanto, Carlos estaba aún
al costado del marco de la puerta de entradas esperando a ser invitado a pasar.
Daniel pasó revista del resto del
apartamento. Una habitación con cama doble, armario de algarrobo hasta el techo
al costado de la puerta, de frente a la cama. Como cabecera, una ventana
enorme. Y a ambos lados de la cama dos mesas similares, también de algarrobo. Toda
la habitación con piso de la misma cerámica blanca, pero casi cubierta toda por
una alfombra azul oscuro. La última habitación no podía ser otra que el baño. De
un lado la ducha, del otro la bañera. Pileta, inodoro, bidet, espejo del piso
al techo y de pared a pared, un pequeño mueble debajo de la pileta y otro
contra la pared. Se sintió feliz. Volvió a la cama y se arrojó encima. En ese
instante recordó a su acompañante. Volvió a la puerta donde Carlos aun
esperaba. Lo saludó extendiéndole la mano derecha, y luego de un apretón y un
gracias, le dio la espalda y cerró la puerta.
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