Al principio se llenó de salidas, ruido,
gente y sustancias. Las semanas corrían y cuando quiso darse cuenta, febrero y
los cursos llegaron. La Universidad lo aburría. Pero, como tonto no era, entendía
bien que para quedarse en Madrid tenía que esforzarse algo en los estudios o al
menos, aparentar hacerlo. Terminadas las horas de estar sentado o escuchar
estupideces de tamaño académico, tomaba el metro y terminaba en Puerta del Sol.
O mejor dicho, allí empezaba. De ahí, a uno de los bares en Chueca; el que
fuera. Desde mediados de la tarde hasta que oscurecía, alguna que otra bebida
en mano, comenzó a ir para no sentiré solo y descubrió de inmediato que fuera
por la apariencia, el acento o algo en el aire en que se presentaba, llamaba la
atención. No era raro que terminara la noche en el apartamento del acompañante de
turno que había conocido horas antes.
Sino sucedía algún encuentro casual, o no
le apetecía lo que encontraba, los pasos lo llevaban a Malasaña. Era ya
generalmente de noche, o al menos de seguro había oscurecido. No muchos se
animaban a aventurarse a Plaza del Dos de Mayo a esas horas. De verde había poco,
y el gris del cemento ganaba metros a todo lo alto y ancho del lugar dando un
aspecto de obra en construcción sin terminar, que remataba en juegos para niños
haciendo esquina con dos calles, construidos con tan rústicos elementos, solo caños
de acero, que resultaban completar la pintura de degradación. En esa época la
plaza contaba con una especie de anfiteatro de no muchos escalones, pero
suficientes como para esbozar el semicírculo tan característico. A esas horas
no había presentaciones artísticas. Sin embargo, pintorescos personajes ponían
el bizarro espectáculo noche tras noche. Drogadictos y rateros salían de entre las
piedras y arbustos y la tomaban de un zarpazo. Daniel no tenía miedo. Allí tuvo
las primeras experiencias con la marihuana, el éxtasis y la coca. Nada muy
fuerte porque el tiempo y el dinero de que disponía no le alcanzaban para más. Pero
sí que experimentó.
Toda esa época fue de experimentación en
realidad; sexual, sensorial, intelectual y social. Se sentía por primera vez cómodo
en su piel. En ocasiones, se daba asco a si mismo también. No le importaba. Intuía
que él o la situación no durarían como para que se agrave y lamentarse. Tenía razón.
Así como entró, salió de todo eso de un día para el otro.
Era viernes. Había comenzado como siempre
de entre copas en bares. Conoció a un brasilero bajito y fibroso, de cuerpo atlético
y sonrisa de guasón. Cuando salió del bar, éste lo siguió a unos pasos de
distancia hasta Malasaña. Ya en la plaza se le acercó sin la menor delicadeza,
lo tomó de la cintura, y le tocó el sexo mientras intentaba besarlo. Daniel se dejó
llevar. En un rato habían vuelto al bar del que salieron. Se encontraron con
una amiga del brasilero. Una rubia exuberante de senos grandes y firmes y ojos
de fuego vestida de pies a cabeza en cuero negro tan pegado al cuerpo que parecía
una segunda piel. Ella era de República Dominicana y lo demostraba con un
acento tan dulce como caliente. Ofrecieron llevarlo al apartamento del
brasilero para continuar bebiendo la noche. Cuando salieron a la calle tomaron
para un callejón doblando la esquina, donde se encontraron con una camioneta
algo desarmada. Daniel quedó encerrado en la caja, sin ventanas, con lo que sentía
eran varias botellas. La razón, o excusa, fue que adelante no había espacio
suficiente para los tres. No temió. Le pareció algo raro peor no se inmutó. Sólo
se dio cuenta de lo surrealista de la situación momentos después cuando por el
ajetreo de la camioneta no podía mantenerse sentado en los montículos que usaba
a manera de asiento. Fue como despertarse de un trance. Ni siquiera conocía los
nombres de sus nuevos amigos. Se asustó por primera vez— ¿A dónde lo llevaban? ¿Qué
le harían? Abrió una botella que tenía entre las piernas. Estaba tan oscuro que
no pudo leer la etiqueta. La probó de un trago, sin dudarlo; era champagne. Siguió
bebiendo hasta que la camioneta hizo un alto definitivo. No tenía la remota
idea de cuánto tiempo había pasado. La puerta de la caja se abrió y allí
estaban el brasilero y la dominicana, ambos con enormes sonrisas y ojos
brillantes.
Subieron los tres al apartamento. La dominicana
no se iba. Abrieron más botellas. Comenzaron a tocarse, todos, indistintamente
de quien pusiera las manos en cual parte de que cuerpo. Luego se quitaron las
chamarras y camisetas, seguidos por calzados y pantalones. Terminaron los tres
en ropa interior, la dominicana sin sostén exhibiendo dos prominencias perfectamente
esculpidas que tentaban la boca de cualquiera. Se besaban, apretaban los
cuerpos unos contra otro, a veces los dos muchachos, otras veces alguno de
ellos con la hembra, y otras los tres. Improvisaron un sofá y la alfombra en el
suelo como lecho. Se arrancaron entre si lo poco que les quedaba para estar
desnudos.
Después de algunos juegos sexuales,
Daniel cedió al alcohol y cerró los ojos para entregarse a un sueño profundo. Cuando
volvió en si era de día. Estaba solo en la habitación, desnudo sobre el sofá,
sus cosas regadas por el piso. Se levantó y escuchó la ducha. El brasilero le gritó
acto seguido preguntándole si ya estaba despierto. Contestó que sí y tomó las
prendas para vestirse tan rápidamente como pudo. Palpó la billetera en el
bolsillo trasero del jean: estaba todo allí, a excepción de unos billetes; pero
recordaba que no le quedaba mucho dinero la noche anterior. Luego el brasilero
le explicaría que la dominicana había tomado el dinero para hacerse de más
bebida la noche anterior pero que había partido sin volver aun.
Esperó como pudo. En cuanto el acompañante
estuvo listo, tomó la calle y se despidió cortés pero intempestivamente. No dejó
más datos que el nombre de pila. Caminó y caminó hasta que se dio vuelta y el
brasilero había desaparecido. Se alivió. Parecía estar entero, posesiones a
salvo (a excepción de algunos billetes). Había logrado escaparle al destino…
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