Monday 7 December 2015

Mi Primer Libro: Poncharelo

Comencé conmigo, algunas líneas respecto de la infancia. Luego con Mamá y algunas de las notas que la caracterizan. Papá siguió, también con un boceto muy somero de quién y cómo es.

¿Los chicos? ¿Quiénes son los chicos? Se preguntarán. Mis hermanos, Emiliano y Juan, o Emi y el Gordo. Una amiga me preguntó hace tiempo ya, después de dejar en claro lo diferente que somos los tres: ¿habrían sido amigos de no ser hermanos? Probablemente no; o quizá sí. Es cierto, somos muy distintos en muchos sentidos (y no me refiero al aspecto físico). Me tocó en suerte ser el mayor. Siguió Emi, y a Emi lo siguió Juan, el Gordo.
Emi nació un septiembre, año y medio casi después de quien escribe. Parece que de chico siempre fue berrinchudo y nervioso. Cuentan Mamá y Papá que los primeros seis meses se la pasó llorando. Tanto movían el cochecito para calmarlo que, también ellos cuentan, surcos paralelos quedaron marcados en el piso del dormitorio de los abuelos maternos.

Los primeros recuerdos que tengo de Emi se me mezclan entre memoria y fotografías que he visto con los años. Así las cosas, no sé bien si lo veo en Italia debajo de la mesa de la Tía María y el Tío Bepe o de tantas veces que he escuchado la historia, la he adaptado y he imaginado el resto.

Sí lo recuerdo dibujando acuclillado en el piso por horas. Creo que todos nacemos con un don, un regalo, algo que nos hace únicos, irrepetibles. El de él, sin dudas, es el de dibujar. Una lástima que con el tiempo se ha hecho grande y ha dejado de ser aquel que podía cambiar el estado del día con tres trazos en papel. He conocido muy pocas personas con esa habilidad innata. Dibujaba animales, robots del espacio y más allá, personajes de historieta o de tv. Las paredes de la habitación que compartíamos estaban forradas con sus trabajos ¡ Si me habrá ayudado en las clases de dibujo! Mi habilidad comenzaba y terminaba en el garabato.

De pelo entrefino y oscuro, ojos también oscuros, pecas alrededor de una nariz mediana y labios suaves como los de Papá, tiene rasgos de clase. Siempre tuvo magia con las mujeres mayores, muy mayores, nuestras abuelas que la vida nos fue prestando. Le deleitaba jugar por horas, con Tita, Raquel, o Inés, a las cartas. Nunca más lo he visto hacerlo de grande. Otra de las cualidades que ahora me doy cuenta al escribir estas líneas ha dejado en el camino allá atrás cuando creció algún día.

Una cualidad innata más, la creatividad, la inventiva mente que le permitía construir lo que fuera a partir de pedazos de madera, cartón, cintas adhesivas, cola, lo que fuera que tuviera al alcance. Y en matemática, hasta descubría (¿creaba?) nuevos procedimientos para solucionar problemas y ecuaciones que ni siquiera la maestra o profesora de turno conocía. Todo esto tampoco he visto más. Que pena.

De nombres varios, es la conjunción del nombre del Papá de Mamá y del Papá de Papá. Otra leyenda familiar.

Lo recuerdo con la cara llena de luz. Con los ojos siempre iluminados. Nervioso pero decidido.  Y con una nota que nos caracteriza a los tres: si quería algo lo conseguía. Siempre. ¿Y aquel día que armó su maletín y se iba? Lo recuerdo y la sonrisa me viene a la cara. Tendría cinco, seis años. Y se iba. Lo veo a través de la ventana caminando decidido con su maletincito sin mirar atrás. El Gordo y quien escribe, llorando. Sin dudas, el más decidido de los tres por aquel entonces.

Una y mil historias más se vienen a la mente ahora que me siento a escribirlas. Ya habrá tiempo para desandar en tinta el camino que seguimos andando, pese a la distancia física, juntos.


A mi hermano, Emiliano Antonio Obdulio Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.

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