Comencé conmigo, algunas líneas
respecto de la infancia. Luego con Mamá y algunas de las notas que la
caracterizan. Papá siguió, también con un boceto muy somero de quién y cómo es.
¿Los chicos? ¿Quiénes son los
chicos? Se preguntarán. Mis hermanos, Emiliano y Juan, o Emi y el Gordo. Una
amiga me preguntó hace tiempo ya, después de dejar en claro lo diferente que
somos los tres: ¿habrían sido amigos de no ser hermanos? Probablemente no; o
quizá sí. Es cierto, somos muy distintos en muchos sentidos (y no me refiero al
aspecto físico). Me tocó en suerte ser el mayor. Siguió Emi, y a Emi lo siguió
Juan, el Gordo.
Emi nació un septiembre, año y
medio casi después de quien escribe. Parece que de chico siempre fue
berrinchudo y nervioso. Cuentan Mamá y Papá que los primeros seis meses se la
pasó llorando. Tanto movían el cochecito para calmarlo que, también ellos
cuentan, surcos paralelos quedaron marcados en el piso del dormitorio de los
abuelos maternos.
Los primeros recuerdos que tengo
de Emi se me mezclan entre memoria y fotografías que he visto con los años. Así
las cosas, no sé bien si lo veo en Italia debajo de la mesa de la Tía María y
el Tío Bepe o de tantas veces que he escuchado la historia, la he adaptado y he
imaginado el resto.
Sí lo recuerdo dibujando
acuclillado en el piso por horas. Creo que todos nacemos con un don, un regalo,
algo que nos hace únicos, irrepetibles. El de él, sin dudas, es el de dibujar.
Una lástima que con el tiempo se ha hecho grande y ha dejado de ser aquel que
podía cambiar el estado del día con tres trazos en papel. He conocido muy pocas
personas con esa habilidad innata. Dibujaba animales, robots del espacio y más
allá, personajes de historieta o de tv. Las paredes de la habitación que
compartíamos estaban forradas con sus trabajos ¡ Si me habrá ayudado en las
clases de dibujo! Mi habilidad comenzaba y terminaba en el garabato.
De pelo entrefino y oscuro, ojos
también oscuros, pecas alrededor de una nariz mediana y labios suaves como los
de Papá, tiene rasgos de clase. Siempre tuvo magia con las mujeres mayores, muy
mayores, nuestras abuelas que la vida nos fue prestando. Le deleitaba jugar por
horas, con Tita, Raquel, o Inés, a las cartas. Nunca más lo he visto hacerlo de
grande. Otra de las cualidades que ahora me doy cuenta al escribir estas líneas
ha dejado en el camino allá atrás cuando creció algún día.
Una cualidad innata más, la
creatividad, la inventiva mente que le permitía construir lo que fuera a partir
de pedazos de madera, cartón, cintas adhesivas, cola, lo que fuera que tuviera
al alcance. Y en matemática, hasta descubría (¿creaba?) nuevos procedimientos
para solucionar problemas y ecuaciones que ni siquiera la maestra o profesora
de turno conocía. Todo esto tampoco he visto más. Que pena.
De nombres varios, es la conjunción
del nombre del Papá de Mamá y del Papá de Papá. Otra leyenda familiar.
Lo recuerdo con la cara llena de
luz. Con los ojos siempre iluminados. Nervioso pero decidido. Y con una nota que nos caracteriza a los
tres: si quería algo lo conseguía. Siempre. ¿Y aquel día que armó su maletín y
se iba? Lo recuerdo y la sonrisa me viene a la cara. Tendría cinco, seis años.
Y se iba. Lo veo a través de la ventana caminando decidido con su maletincito
sin mirar atrás. El Gordo y quien escribe, llorando. Sin dudas, el más decidido
de los tres por aquel entonces.
Una y mil historias más se
vienen a la mente ahora que me siento a escribirlas. Ya habrá tiempo para
desandar en tinta el camino que seguimos andando, pese a la distancia física,
juntos.
A mi hermano, Emiliano Antonio
Obdulio Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.
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