Primero, debo dejar en claro que
nunca fue obeso. Aparentemente, cuando era bebe era robusto, rechoncho,
regordete. De ahí le viene el apodo. No recuerdo situación o momento en mi vida
haberlo llamado Juan (creo que Emi tampoco). Solamente lo llamamos así nosotros
dos; quizá algún amigo, pero es extremadamente raro, inusual, escucharlo de la
boca de otros.
Lo recuerdo primero con el pelo
de taza rubio, a lo Carlitos Balá. En casa existen aun esas fotos de jardín de
infantes que lo prueba. Una en especial, en la que usa una polera gruesa,
marrón o verde (que como ya saben, para mi son casi el mismo color) con forma
de “macetita.” Si lo habremos hecho enojar con esa sola mención cuando chicos.
Con el tiempo, el cabello se le oscurecería, como nos pasa a casi todos los que
nacimos con la cresta color sol. De ojos marrones, nariz grande, labios y
rostro fuerte, de chicos y adolescentes la gente los confundía con mellizos a
él y a Emi (tienen año y medio de diferencia). En algún punto tiempo atrás las
similitudes se borraron, desaparecieron. Ahora que escribo estas líneas pienso,
intuyo, ha sido el dejar de ser chicos. Incluso, hoy, el Gordo se parece
extrañamente más a mi. Aunque, es cierto también, los tres juntos, es difícil
ver inmediatamente algún punto similar; al menos, a simple vista.
Los estudios. Emi y quien
escribe siempre fuimos excelentes a la hora de la educación formal tanto en
primaria como la secundaria. El Gordo la llevaba de ganador al ser el hermano
menor y tener maestros primero, y profesores después que ya nos conocían y
suponían el mismo pedigrí. Como imaginará, la realidad no reflejaba esas
ingenuas suposiciones.
El más vago de los tres en la
escuela, de chicos lo recuerdo atacando a nuestra primera perra, Bixú, una
cruza entre pequinés y foxterrier (o sea, una pequinés con trompa). Tomaba la cadenita que terminaba en el cuello
de Bixú, y segundos después el Gordo comenzaba a girar en su lugar mientras
para el horror de todos, Bixú volaba (hoy que escribo, me río). También gustaba
de comer tierra, eso lo recuerdo. Éramos muy chicos y aun veo al Gordo comiendo
tierra del parque del fondo de casa. Se le pasó el gusto, dejó de hacerlo un
día, no sé cuando ni porqué.
Esencialmente inteligente,
siempre he pensado, sabido, reconocido el más de los tres. Esencialmente reservado, siempre fue una
de sus principales características. Aquí se entrelazan la vida y su personalidad,
quizá. Lo secuestraron del jardín de infantes, así que no debería de tener más
de cinco años. Todavía los secuestros no estaban de moda en Latinoamérica,
menos aun en Argentina. Una de las tantas veces en que la familia vivía las
amenazas y situaciones como estas como represalias de un lado a las
investigaciones de Papá, y del otro, a su honestidad (varias veces, nos
enteraríamos más tarde, llegaban de la mano de otros funcionarios, y no de
quienes suponíamos eran los delincuentes). Retomando con el Gordo, nunca relató
detalle alguno de aquel día como “desaparecido.”
Puede que de allí le venga la
reserva que lo caracteriza, o que, justamente por ser reservado de naturaleza,
nunca haya sentido explayarse respecto al asunto. Es un hecho que luego de más
de treinta años, ya todos los que lo conocemos sabemos que una palabra saldrá
de su boca si es absoluta e imprescindiblemente esencial. Es, por cierto, inescrutable.
Y con seguridad, una de las pocas personas que he conocido en que sé (no
imagino ni intuyo, lo sé sin posibilidad de error) cualquier confidencia
quedará en ese estado, confidencial.
De Mamá y Papá, varias cosas.
Creo, la más importante para el que escribe, que es como el sol en varias
formas. La que decido referir hoy, en que para aquellas cosas que son
esenciales, que no necesitan ser pedidas o requeridas pues aquel que conoce de
principios y valores fundamentales, lo hará (o no lo hará) de todos modos pues
así debe ser, él es casi la epítome. Y
digo casi pues a veces no ve otras o no se da cuenta; pero para eso estoy yo.
A mi hermano, Juan Ignacio
Núñez. Hoy. Ayer. Siempre.
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