Paula, la hija de Gracielita,
nuestra maestra de jardín de infantes. Mi primer gran amor (o enamoramiento).
Recuerdo el primer día que la vi. Estábamos todos sentados de frente al salón,
creo a un pizarrón negro. Gracielita había traído ese día a su hija, Paula, y
la había hecho sentar adelante del salón, de frente a nosotros. Era algo más
grande (uno, a lo más, dos años que nosotros). Recuerdo sus ojos verdes o
celestes, y el pelo largo, rubio o castaño claro.
También recuerdo que escribí mi
primer carta de amor para esa época (¿fue para Paula o la hija de Benito?).
De Italia, varias memorias. Es
aquí donde menos seguro estoy de si es mi memoria o el relato posterior el que
crea las imágenes que me vienen en mente de ese viaje. Tendría entre cinco y
seis años. Ya estaba enfermo, había salido de la enfermedad, o estaba por
llegarme. Recuerdo la polenta con pajarito, la polenta con conejo, las dos en
oportunidades distintas en la casa de la Tía María y el Tío Bepe (tíos de Mamá
de los que siempre recordaré como tíos de la familia entera). Recuerdo al Tío
Bepe entrando en una gran jaula llena de gorriones con un matador para moscas
dando golpes en el aire (¡de allí venían los pajaritos que acompañarían la
polenta más tarde!).
Recuerdo a Emi (Emiliano, mi
hermano “del medio”) revolcándose debajo de la mesa y, creo, llorando, imagino
en alguno de los caprichos que le eran costumbre por aquellos tiempos.
Recuerdo a los cinco (Papá,
Mamá, Emi, el Gordo, o Juan, mi hermano más chico, y yo) en un auto grande,
algo así como un Ford Falcon o un Taunus, de noche, dejando la casa del dos
plantas de la Tía María y el Tío Bepe. Este es uno de los tantos puntos en que
seguramente se me mezclan los elementos de la historia pues en esa época
teníamos en Argentina el Ford Falcon amarillo que nos acompañaría gran parte de
nuestra infancia. Así que casi de seguro, sería otro auto el que usábamos en
Italia. Lo cierto es que esa noche, creo luego de cenar, nos disponíamos a
dejar la casa de los Tíos, todos ya cargados en el auto. Papá da marcha hacia
atrás, después para adelante, y acto seguido los Tíos gritando y batiendo las
manos eufóricos en el aire. Nosotros, respondíamos ingenuos desde el auto con
nuestras manitos. Segundos o minutos luego nos dábamos cuenta que no nos
estaban despidiendo. Papá había enganchado un macetón grande con plantas en el paragolpes
trasero del auto, y lo había arrancado completo de la pared de la casa. Nos lo
estábamos llevando, sin saberlo, como regalo no regalado, y los Tíos no estaban
para nada entusiasmados con la idea.
Antes de llegar a Italia, o
cuando volvíamos, el hotel en Ámsterdam, y el golpazo que me di en la cabeza
cuando me patiné en la bañera. Cero allí también, en Ámsterdam, y posiblemente
en el mismo hotel, un mantel muy blanco que termino rojo porque el Gordo volcó
la sopa de tomates.
El pañuelito que dejé atado en
un banco de algún aeropuerto con, creo, un revólver miniatura con “sebitas”
(así le decíamos por aquel entonces a las municiones para armas de chicos).
Estaba sentado, lo até porque sí, y alguien me vivo a buscar, seguramente Mamá
o Papá. Todo pasó tan rápido que el pañuelito se quedó ahí, atado.
Algunos otros recuerdos, pero esos, en unos días.
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