Algunos otros recuerdos de
infancia que seguramente al momento de escribir estas líneas se me escapan.
Pero el que más me ha quedado de esa época en el alma, y en la mente, es el de
estar enfermo. Entre los cuatro y los cinco años, quizá, me vino la púrpura
(correctamente, púrpura trombocitopénica). A grandes rasgos, es una enfermedad
en la sangre, similar a la leucemia (al menos por aquel entonces me administraban
medicación y tratamientos para leucémico) que ataca específicamente las
plaquetas. Es rara en chicos y extremadamente rara en adultos. Como ataca las
plaquetas, la coagulación se hace más lenta, y uno puede irse en sangre si se
lastima (al menos eso me decían entonces y eso me ha quedado grabado a fuego).
Para evitar moretones y cortaduras accidentales, dejé de ir al jardín de
infantes (o no lo empecé). Con todo, antes o después de la enfermedad, creo que
hice medio año solamente de los dos o tres que debería haber hecho por aquellos
tiempos.
La púrpura me duró como un año
¿qué recuerdo de aquel año? Paredes de cristal que no son muros de la
habitación. Recuerdo y me veo en una caja de vidrio, o en un cuarto. Puedo
escuchar aun hoy las voces de otros chicos riendo. Están jugando, creo. Así
pasaban mis días, quizá. Recostado en la cama de Mamá y Papá para que no me
golpeara. Los chicos serían mis hermanos, imagino. Pero no puedo confirmarlo.
No sé bien cuanto duró esa etapa, la de la cama. Sí la recuerdo como una
sensación de eternidad, aun hoy, como un continuo devenir, como un una sensación de moebius, si ex que eso acaso
existe.
Tiempo después Papá me llevaba
cada mañana de cada día a hacerme análisis. La aprensión a las agujas
hipodérmicas me viene de ahí. Todos los días primero, luego más espaciadas las
visitas, una vez por semana, una vez por mes, hasta que dejamos de ir.
Extracción de sangre para analizar; después me pinchaban las yemas de los
dedos y el lóbulo de las orejas para
estudiar la coagulación. Aun recuerdo (y a veces siento) los pinchazos que me
vienen como relámpagos desde aquel tiempo.
Terminada la ceremonia diaria,
semanal, o mensual, íbamos con Papá a una cafetería frente a los Tribunales
donde él trabajaba. Almendra, que seguramente sigue en aquella misma esquina de
La Plata. Nos sentábamos en el mismo lugar, un sillón de cuero a manera de
esquinero, grande, amplio, y ahí mismo desayunaba (los análisis debían hacerse
en ayunas). De ahí, Papá me llevaba (cuando el peligro mayor había pasado) de
la mano al jardín de infantes. No recuerdo a mis hermanos en estas ceremonias.
Justamente por esta causa es
que, como adelantara, en total habré hecho seis meses de jardín. Pienso que es
por eso también que no tengo muchas memorias de esos tiempos. Es como un
bloqueo grande, una amnesia selectiva.
Además de aquellos retazos a los que me referí antes, recuerdo muy poco. Algo que
hasta el día en que escribo estas palabras me ha acompañado, e intuyo (o me
explico a mi mismo) tiene que ver con no ir al jardín de infantes: solamente
puedo reconocer colores básicos. Y es cierto. No me ha sido posible diferenciar
en casi cuarenta años colores “complicados.” Y no es que sea daltónico, pues
ver, los veo. Simplemente no sé que nombre va con que color.
Las imágenes se hacen mucho más
claras, y en mayor cantidad vienen, luego de esa época; alrededor de mis siete
años, quizá.
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