“Ya sabía que no llegaría, ya sabía que era una
mentira. Cuanto tiempo que por él perdí… Son amores problemáticos, como tú,
como yo…. Es la espera en un teléfono, la aventura de lo ilógico…” Laura canta
desde el reproductor de discos compactos. Daniel había vuelto a Buenos Aires,
ahora en un departamento amplio entre La Boca y San Telmo.
Techos altos, habitaciones de proporciones generosas,
alquilaba la parte superior derecha (la mitad en realidad) de una especie de
enredo de edificio. Es que San Telmo y La Boca aun guardan la magia de aquellos
días de inmigrantes llegados a la nueva tierra llenos de esperanza con
solamente sueños en los bolsillos. Los que llegaban al puerto de Buenos Aires
lo hacían justamente por La Boca. Algunos fijaban raíces inmediatamente allí, a
metros del desembarque. Y es así que nacieron los conventillos. Primero, a la
calle, una puerta ancha y alta o dos puertas angostas y altas, generalmente de
madera noble y oscura, a veces con vidrios reparticos de un color impenetrable
y picaporte de bronce. Al abrirla, uno encuentra incluso hoy un largo y angosto
pasillo de techo alto y piso de lajas o cerámicos cuadrados, generalmente
blancos o negros, salpicados de manchas también blancas o negras semejando mármol.
Inmediatamente después de la estrechez del pasillo, el gran patio. Muchos,
muchos años antes, estos patios contaban al centro con un aljibe. Algunos pocos
sobreviven en Buenos Aires. A cada lado del patio, en cada uno de los cuatro
costados, puertas: dos contiguas al pasillo, dos a la derecha, dos a la
izquierda, y dos al frente. Haciendo esquina entre la pared del fondo y de la
derecha, casi a manera de acuerdo implícito entre los constructores de la época,
los piletones para lavar la ropa a mano, con dos o tres canillas que sólo
contaban y cuentan con agua fría. Junto a los piletones, la escalera algo
angosta lleva al primer piso. La distribución de puertas se repetía.
Daniel había logrado ponerse en contacto con uno de
los inquilinos, Marcia López, gracias a una nota a mano alzada a manera de
aviso que encontró fijada en la Facultad entre tantos otros avisos. Marcia,
como tantos otros estudiantes y trabajadores del interior, se había mudado a
Buenos Aires en busca de un futuro mejor. La dueña del conventillo la había designado
como administradora de hecho, cosa que a Marcia le venía bien pues a cambio
contaba con un techo a mitad de precio de manera que podía ahorrar parte de lo
que recibía como moza para enviar a sus padres, ya ancianos. Además de Marcia,
prostitutas, bohemios, drogadictos y profesionales completaban el pintoresco
paisaje.
Le tocó en suerte la puerta del primer piso, la del
fondo a la derecha. Digo puerta pues no era solamente una habitación. Al abrirla
daba al primer cuarto, que a su vez se comunicaba con otro algo más pequeño, la
pieza. Del otro lado, otra puerta que daba al baño, compartido con la siguiente
habitación y el inquilino de turno. El precio fijado por el alquiler más que
razonable. La crisis en que Argentina caía de nuevo y la mala reputación del
barrio, o al menos de esa parte del barrio, ayudaban. Y luego de vivir en
Madrid entre locos y cuerdos, esto le pareció un paraíso.
Se había recibido. Trabajaba en una compañía importante
en el centro, una multinacional que prometía una carrera que lo llevaría por
varios rincones del mundo. Era cierto, poco más de un año de comenzar con ellos
tendría el ofrecimiento de ser trasladado a la sede principal en Madrid, cosa
que haría sin dudarlo.
De la familia, poco y nada de contacto. Seguía
manteniendo la comunicación telefónica semanal con el padre más por costumbre
que por sentimiento. El padre vivía ahora solo en la gran casa familiar, y como
esos muebles que quedan arrumbados y en desuso y nadie recuerda, lo encontraba
cada día en los mismos lugares con las mismas rutinas esperando reencontrarse
cuanto antes con la compañera que se había ido de viaje. Con los hermanos el
contacto era inexistente. Los vería de hecho en ocasión del funeral del padre años
mas tarde.
Amigos no tenía en Buenos Aires, en Madrid, y en San
Miguel eran aquellos de una infancia olvidada, dejada atrás, muy atrás. No había
razón alguna para volver a ella. Conocidos a montones tanto en la Facultad como
en la multinacional. Cenas de negocios, almuerzos a las corridas entre reunión y
reunión, algún que otro café con colegas y clientes lo llevaron a tejer una telaraña
de contactos invisible pero tan sutil como sólida. Le permitiría tener una
carrera meteórica con dirección a Madrid.
Relaciones de pareja, esporádicas si merecen algún mote.
Por desanimo, por miedo, por no echar el ancla, por seguir volando, u otra razón,
o todas ellas juntas, no había relación que le durara. Al principio, cuando volvió
a Buenos Aires, hizo como en Madrid. El sexo por deporte y esporádico le venía
bien para descargarse y conocer cuerpos ajenos y el propio. Luego de hartarse
ya que más calidad era cantidad, sin hacer asco de nada ni nadie, terminó por
completo con esas aventuras. Para cuando lo hizo, contaba con una agenda
completa de regulares para saciar el vientre. Del alma no se ocupada. Estaba
tranquilo, en su centro. Entendía bien ahora que no era el tiempo de amarrarse
a otro ser, que nunca lo sería. Y entendió finalmente que aquel tiempo de
Pablo, aquellos años en realidad no fueron más que una estratagema inconscientemente
diseñada, inteligentemente creada para mantenerlo vivo, esperanzado en algo, en
alguien, que era inexistente, o mejor,
creado, pero que a la vez le daba entidad, lo hacía sentir ser. Solamente
luego de dar tumbos y círculos en la vida que lo harían pasar por las mismas
situaciones una y tantas veces lo abrirían al entendimiento final que lo haría trascender
más allá de los demás, de las circunstancias. Se desidentificó. No necesito más
de Pablo, ni de ningún otro u otra. No necesitó de Madrid, Buenos Aires o San
Miguel para definirse. Se perdió. Y solamente cuando se perdió entendió, se encontró.
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